Desinformación y postverdad

Ramon J. Moles

La desinformación es hoy en gran medida el resultado de la propiedad privada de las redes, que son gobernadas sin contrapeso de lo público que pueda garantizar los intereses generales. De este modo, los contenidos de las redes están a merced de la voluntad de sus dueños, que aboca en el mejor de los casos a la ignorancia interesada, y en el peor de ellos a la construcción de verdades alternativas. Así podemos considerar desde la difusión de contenidos falsos, pero irrelevantes (la falsa vida feliz de los influencers) hasta las verdades alternativas o post-verdades (mentiras) que alimentan campañas políticas (Alt-Right o derecha alternativa estadounidense).

Cierto es que los dueños de las redes se han apropiado también de bienes ajenos para su lucro personal (datos y metadatos de usuarios que ingenuamente los regalan), pero la perspectiva del uso de las redes para construir verdades alternativas (post-verdades) es aún más siniestra por lo que tiene de realidad alternativa. Si la lucha por la propiedad de los bienes y de los medios ha sido hasta hoy una constante de la humanidad, a ésta se añade hoy la lucha por la construcción de post-verdades (realidades) alternativas. El tradicional “verdad sólo hay una” se ve hoy sustituido por “hay tantas verdades como realidades”. Son las post-verdades, las mentiras, las realidades paralelas: las vacunas son un medio para inyectar chips de control a los humanos, existe un plan para debilitar el dominio de la raza blanca en el planeta, la Tierra es plana, el cambio climático es un invento paranoide, el papa es el anticristo, Taylor Swift y su novio futbolista forman parte de un plan para debilitar la candidatura de Trump, y así hasta el infinito. 

Y es que podemos distinguir, al menos, tres categorías de realidades. La realidad “en bruto” indiscutible (el calor, el frío, la contaminación, la sequía), la realidad “institucional” (el paro, la crisis de la sanidad pública, el fracaso escolar o el deficiente mercado de vivienda), y, finalmente, la “realidad subjetiva” (los grupos de tik-tok, instagramers, twitters (x), y todo lo demás que se da por exclusión de lo analógico). El problema es que hay tantas realidades subjetivas alimentadas por un sinfín de actores políticos o parapolíticos, que cualquier política pública está llamada al fracaso si pretende satisfacer a todas ellas en esta llamada “sociedad terapéutica”. Ejemplo palmario es el fracaso de las Administraciones locales en la gestión del espacio público: lo reivindican como dueños contradictorios los peatones, los usuarios de patinetes, los ciclistas, los paseadores de perros, los conductores de autos, los taxistas, los conductores de autobús, de tranvía, los manifestantes, los dueños de terrazas de bares postpandemia, los del botellón…

Siendo, pues, que la realidad y la “verdad” única no existen, y que de entre las posibles sólo una puede devenir veraz como resultado de un proceso de “veridicción” (verdad impuesta o acordada), la post-verdad es una (o varias) de las otras posibles “verdades” paralelas, en que la emoción y las creencias personales predominan sobre los hechos objetivos en la configuración de la opinión pública, llegando a alterarla hasta el punto de dar por ciertos hechos que no lo son y deviniendo mentiras. Así, las realidades paralelas derivan de la deconstrucción de la realidad en distintas vertientes que responden a intereses subjetivos, manipulados por la desinformación. La desinformación aboca a la post-verdad (la mentira), que es ya un hecho consumado, contextual, una forma de vivir no ya sólo en la ignorancia, sino en otra realidad paralela que se prefiere a “la realidad”.

El problema es que hay tantas realidades subjetivas alimentadas por un sinfín de actores políticos o parapolíticos, que cualquier política pública está llamada al fracaso si pretende satisfacer a todas ellas en esta llamada 'sociedad terapéutica'

Si antes las post-verdades disponían de una capacidad de difusión limitada, hoy campan a sus anchas gracias a que se generan en un contexto digital: microsegmentación, rastreo y redifusión, perennidad del mensaje, transparencia y, como gran piedra angular, ingente beneficio económico. Esto motiva enormemente a los dueños de las redes y les permite asentarse en millones de mentes manipuladas en tiempos récord. El problema es que las post-verdades no son verdades alternativas: son simples mentiras.

Quienes hemos estudiado el fenómeno llevamos años (dos decenios) alertando de que había que regular la propiedad de las redes tanto para evitar las conductas oligopolistas de sus dueños, como respecto de la manipulación de contenidos. Fuimos tachados de censores intervencionistas por parte de quienes, poseídos de su verdad “chachiprogre”, pensaban que las redes eran el paraíso de la libertad dónde construir una sociedad igual, libre y justa. Como en el cuento, veían el dedo, pero no la luna. Para poder proteger cuanto de servicio público exista en la Red debe pasarse de la defensa del “no Estado” en Internet a la necesidad de reclamar un control público —coexistente con el privado— sobre las actividades que se ejercen en el ciberespacio.

El problema es que llegamos tarde y mal (a nivel planetario) a cualquier solución, porque la post-verdad ha devenido en un modo de alcanzar el poder y de gobernar (Trump, Millei, las superpotencias, pero también en otras escalas políticos cercanos), hasta el punto de que constituye una pieza más del arsenal del poder como lo son el BOE, los mass-media clásicos o el control de la inflación, por no hablar de los clásicos poderes de Montesquieu. La desinformación se alimenta esencialmente del culto a la ignorancia (tic-tokers, influencers, youtubers y otros bichos que juegan, casi siempre, a ello) y de unos medios de comunicación clásicos que, por defender su cuota de mercado y poder, se apuntan al carro y ceden a una demanda de post-verdades que supone a medio plazo el suicidio del medio (véase el fenómeno de los concursillos televisivos o de los suplementos dominicales o la facilidad para difundir bulos en medios supuestamente serios). Para que este panorama sea exitoso para sus dueños es preciso, además, que la desinformación germine en el contexto de un sistema escolar fracasado y se pueda cocer en ambientes sociales donde sólo existe "lo mío“, en completa ignorancia del interés común y en actitud ansiosa de consumo inmediato, sin reflexión ninguna. 

La post-verdad se diferencia de la desinformación porque, a diferencia de la segunda, anida rápidamente en lo irracional del “corpus social”, se replica en las redes muy rápidamente y “caduca” casi de modo instantáneo, sin posibilidad de contraste, en un contexto “global” de aparente transparencia. Su éxito depende de que el destinatario del mensaje, el “corpus social”, se integre de individuos acríticos adaptados a la digestión de mensajes incuestionados. La base conceptual del fraude de la post-verdad es, por tanto, el proceso de construcción de la “verdad” como germen del fraude de la “verdad construida” para un ciudadano acrítico, esto es, un post-ciudadano. Sólo transformando el contexto (el sistema escolar, sobre todo) podremos regenerar el texto (la verdad).

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Ramon J. Moles es jurista y analista.

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