Edad, belleza y poder

Hace apenas unos días surgía una polémica en redes sociales a colación de unas palabras de Carlos Boyero valorando el aspecto de Jodie Foster. Durante un programa de radio, el ilustre crítico de cine comentó que, pese a que él había querido mucho de niña a la actriz, en la interpretación de True Detective se veía envejecida. El aserto, más allá de pretender ser o no una crítica al maquillaje, describía su apariencia como algo negativo o poco favorecedor para la intérprete. La naturalidad con la que se desarrollaba la conversación abre la reflexión sobre la relación entre mujeres, juventud y belleza. Inevitablemente, también con el concepto de poder.

El discurrir de los años pesa en todas las personas que envejecen en las sociedades modernas. El valor de la juventud es muy elevado y desde luego que la relación que sostenemos con experiencias como la vulnerabilidad o la improductividad asociadas a la edad es compleja y también varía en función del género. Sin embargo, en el caso de las mujeres es infinitamente más cruda porque la edad se vincula a la belleza, que es, aún hoy, determinante para la realización social de ellas. Aunque la igualdad avanza, esta afirmación sigue más o menos difuminada pero vigente. Por ejemplo, son muy conocidos los vídeos en internet de jóvenes que teorizan el machismo hablando del valor de mercado de las mujeres en función de su edad o promiscuidad. 

Pensadoras como Susan Sontag han señalado que el arquetipo de lo bello es jovial, frugal, superficial; es decir, no resiste al tiempo. Teniendo en cuenta que es el gran tesoro que, bajo la lupa patriarcal, poseen las mujeres, podemos estar seguras de que nuestros talentos entendidos como principales se ejercen y caducan pronto: el agrado, los cuidados o la maternidad son algunos de ellos. Por el contrario, casi todos los elementos adosados a la relevancia y valía de los hombres mejoran con los años: la experiencia, la sabiduría, la templanza. Las diferencias sexuales dibujan un panorama, por tanto, que sigue siendo opresivo para las mujeres, y es que mientras la masculinidad se traduce en competencia, rigurosidad o liderazgo la feminidad se vincula a la dulzura, la complacencia, la conformidad o la fidelidad. De hecho, son estos estereotipos los que facilitan la existencia de fenómenos discriminatorios para las mujeres como la ausencia de referentes en muchos campos, los acantilados de cristal o, como señalaba recientemente en uno de sus artículos la profesora Martínez Bascuñán, el hecho de que en momentos de crisis se apueste por liderazgos especialmente masculinos porque aportan mayor sensación de solidez. 

Las diferencias sexuales dibujan un panorama que sigue siendo opresivo para las mujeres, y es que mientras la masculinidad se traduce en competencia, rigurosidad o liderazgo la feminidad se vincula a dulzura, complacencia, conformidad o fidelidad

Prueba de lo expuesto es que, tras la revolución industrial las mujeres han estado alejadas, en general, de empleos que requieran el uso de la fuerza física —salvo aquellos vinculados a los cuidados— de la producción industrial o el liderazgo. De hecho, debería preocuparnos mucho que este escenario se mantenga con la llegada de la digitalización, lo que a todas luces parece que sucederá viendo fenómenos como los sesgos de género en los algoritmos o la prevalencia de hombres en su desarrollo. 

Ahondando en lo anterior, los trabajos de las mujeres no suelen competir con el de los hombres, son habitualmente de apoyo o accesorios: compañeras, secretarias, números dos y un largo etcétera. Ello sumado al rechazo que el machismo dicta sobre la ambición de las mujeres hace que estas se hayan visto históricamente relegadas, a efectos prácticos, a trabajos o roles sin capacidad de ascenso ni autonomía ni mejor remuneración. Todos estos factores deberían ser tenidos en cuenta cuando hablamos de brecha salarial, es más, según el Ministerio de Trabajo, el 45% de las mujeres deberían cambiar de empleo para equilibrar el mercado laboral.

Evidentemente, medidas paritarias promovidas por normas como la reciente ley de paridad son imprescindibles para lograr mejoras en la representatividad de las mujeres en todos los espacios. No obstante, un cambio profundo y real requiere revisar muchas dinámicas que ni siquiera se perciben a simple vista y que siguen generando injusticia para las mujeres. La apreciación de la ausencia de juventud o belleza en una mujer es solo la punta del iceberg evidente: si buceamos, podremos ver todo un sistema que sigue subyugando la vida de las mujeres. Que seamos capaces de educar ciudadanos y ciudadanas que se aparten de roles que nos hacen peores es crucial para el mundo que viene. Cada mujer irreverente y cada hombre cuidador son y serán una revolución de esperanza.

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Andrea Fernández es diputada del PSOE por León.

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