Fantasías conspirativas: ¿algo que combatir o con lo que convivir?

Miguel Martín

Recientemente han sido publicados los resultados de la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología del FECYT y entre los datos más destacados por distintos medios de comunicación se encuentran que el 41,6% de los españoles cree que se han producido virus en laboratorios gubernamentales para controlar nuestra libertad; que el 50,1% considera que las compañías farmacéuticas ocultan los peligros de las vacunas; o que el 33,3% está convencido de que la cura contra el cáncer existe, pero se mantiene oculta al público por intereses comerciales.

Ejemplos, todos ellos, de que vivimos en una esfera llena de teorías del complot en la que las fantasías conspirativas han ganado terreno paulatinamente en el imaginario de nuestra sociedad. Hecho que se analiza con gran acierto en el último ensayo de Pablo Francescutti: Teorías de la conspiración. Historia y sociedad a través del prisma del Complot (Comares, 2024), donde se expone y explica que uno de los principales sustentos del conspiracionismo en el presente se encuentra en “el convencimiento de que las fuentes oficiales no son de fiar, de que la actividad estatal encubierta no rinde cuentas al pueblo; y de que el Estado y sus agentes no tienen las manos limpias” (Francescutti, 2024: 17).

Francescutti, a lo largo de este ensayo, realiza un extenso y detallado repaso de las principales teorías de la conspiración que se han reproducido a lo largo de la historia, prestando especial atención a aquellas que se han amplificado en la actualidad a nivel internacional: “Jamás el conspiracionismo había disfrutado de semejante presencia pública. Su circulación online le ha asegurado seguidores en un número inédito de naciones” (ibid. 25). Entre las que más adhesión han generado se encontrarían la teoría del Gran Reinicio, el Pizzagate o la teoría del Gran Reemplazo.

En todas ellas domina un dualismo básico en el plano discursivo: siempre hay un “nosotros” victimizado y un “otro” que atenta contra el bien común. Cuestión que no sólo es identificable en los discursos de lo que hoy se denomina “extrema derecha”, sino también, como señala el autor, en los círculos de izquierda, donde se tiende a personificar el mal social en explotadores y grandes empresas, en vez de situar el análisis en cómo el sistema de producción capitalista influye sobre el empobrecimiento de la clase trabajadora (cfr. ibid. 99-100).

Asimismo, Francescutti argumenta que no se debe confundir el conspiracionismo con paranoias individuales, sino que éste debe ser analizado más bien como un fenómeno comunitario. En ese sentido, sostiene que la mentalidad conspirativa tiene una serie de rasgos que van más allá de un perfil psicológico concreto y que “la adhesión a teorías del complot no pasa por sus aciertos, sino por sus efectos gratificantes” (ibid. 44), entre los que se encontraría el de favorecer la cohesión social, sobre todo en circunstancias en las que se ha instaurado una desconfianza total sobre los principios y prácticas que sostienen y justifican nuestro modo de organizarnos y de vivir en sociedad.

A este respecto, en este ensayo se señala también que el complotismo es un fenómeno comunicativo que se expande y reproduce a través de historias con las que muchas veces se trata de alentar a la población a que se rebele contra los poderes establecidos, todo ello con el fin de desbaratar los oscuros planes de una minoría privilegiada y corrupta que pretende dañarnos.

Este tipo de programas narrativos se ve reforzado habitualmente por la opacidad institucional, así como por la pérdida de fe incondicional en nuestros referentes y fuentes de conocimiento, que lejos de resolver nuestras dudas, son percibidos como generadores de confusión. Un ejemplo reciente es el apagón sufrido de forma imprevista en España y Portugal. Hecho inicialmente inexplicable que alentó todo tipo de teorías conspirativas y reforzó la credibilidad de figuras mediáticas que, como el coronel Pedro Baños, alertaban desde hacía años sobre un posible corte del suministro eléctrico.

En contraposición a este tipo de posturas también han proliferado en el entorno mediático iniciativas con las que se pretende desacreditar a quienes difunden y hacen circular teorías de la conspiración. Sin embargo, como alerta Francescutti, siguiendo los planteamientos del filósofo Zizek, se debe diferenciar entre quienes creen en este tipo de teorías y el contenido de las mismas, ya que “las narrativas conspirativas son para muchos la única manera de agendarse un mapa de la globalidad” en la que actualmente vivimos (ibid. 85).

En ese sentido, se niega a calificar a quienes creen en ellas de “reacción fascistoide” y considera que éstas son un modo de establecer un orden al mundo frente al caos aparentemente reinante. En esa línea, frente al periodismo amarillista, en este ensayo se reivindica el papel que pueden tener las ciencias sociales y humanas a la hora de examinar y describir mejor este fenómeno. Porque no sólo vale con atacar y ridiculizar a aquel que se adhiere a este tipo de relatos, también hay que aprender a identificar al conspiracionista que llevamos dentro y entender que en cada teoría puede haber núcleos de verdad y preocupaciones comunes que conectan con nuestra dimensión más emocional (cfr. ibid. 154-156).

Por ejemplo, ¿quién de nosotros, después de visionar una película como El jardinero fiel (2005), no desconfiaría de la industria farmacéutica? ¿Quién de nosotros no experimentaría una sensación de indignación frente al orden internacional reinante al visionar películas como El señor de la guerra (2005) o Diamante de sangre (2006)? Esto no implica que debamos pensar que detrás de todo lo que sucede en el mundo hay constante complot, pues, si bien es cierto que este tipo de historias puede hacernos adquirir una perspectiva crítica sobre situaciones dramáticas e injustas, este modo de interpretar la realidad también puede conducirnos a asumir que todo aquello que consideramos como negativo a nuestro alrededor es resultado de un plan maligno ideado por alguien.

A este respecto, como propone Francescutti en su ensayo, creo que debemos transitar de una mentalidad puramente causal y determinista a otra en la que la casualidad también tenga cabida: “las causas únicas han sido desechadas por la historiografía contemporánea. Hoy, la mayoría de los autores prefiere hablar de tendencias, probabilidades o modelos pluricausales” (ibid. 94).

En ese sentido, aunque no haya que renegar de las fantasías conspirativas como parte de los universos de ficción que somos capaces de generar los seres humanos para poder arrojar luz y entendimiento sobre lo que sucede, también hemos de aprender a emplear nuestra imaginación con otros fines, ya que, de lo contrario, en situaciones donde nuestro horizonte vital es percibido como problemático, corremos el riesgo de vivir instalados en una constante distopía.

Según el planteamiento defendido por Francescutti, en momentos de crisis el gran desafío “no pasa por desvelar los secretos de Estado que nos impiden vivir en una sociedad sin opacidad, sino por inventar un mundo más habitable” (ibid. 158); o, dicho de otro modo, por ser capaces de ofrecer nuevas respuestas y liderar iniciativas novedosas que generen esperanza y entusiasmo en el futuro.

Puede que como sujetos individuales no esté a nuestro alcance frenar el calentamiento global, el desplazamiento forzoso de personas o la aparición de nuevas enfermedades. Pero sí está en nuestra mano crear espacios de encuentro, reunión y diálogo en los que podamos aprender a imaginar el futuro bajo otros parámetros que nos protejan de los riesgos que se pueden derivar de estos fenómenos.

Puede que como sujetos individuales no esté a nuestro alcance frenar el calentamiento global, el desplazamiento forzoso de personas o la aparición de nuevas enfermedades

Frente a los problemas globales que actualmente nos afectan, podemos reducir todo a relatos en los que malvadas élites juegan con el clima, los movimientos migratorios o la salud de las personas; o esforzarnos en reflexionar cómo nuestras ciudades –a través de las instituciones que nos representan– pueden convertirse en refugios frente al cambio climático o en espacios capaces de dar acogida a aquellas personas que se han visto forzadas a desplazarse por desastres naturales o conflictos armados.

En el fondo, se trata de intentar orientar nuestra razón no tanto hacia el desprestigio de lo que consideramos que no funciona en la actualidad, sino más bien para preguntarnos cómo podemos lograr que, por ejemplo, la ciencia, la medicina o la democracia pueda ayudarnos a confiar de nuevo en que el mundo puede ser mejor, evitando caer así en la resignación que parece inundar el presente.

Lo resume muy bien el tema musical Diosa Razón (1983), de Barón Rojo, dedicado a cómo el espíritu ilustrado, en el pasado, logró enfrentarse al oscurantismo de la religión y de los dogmas de fe. Hoy, los desafíos son otros, pero el reto sigue siendo el mismo: aprender a emplear nuestra capacidad racional para soñar en un futuro mejor, en el que nuestro talento creador no se vea ahogado por la negación, el miedo o la frustración.

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Miguel Martín es licenciado en Filosofía por la Universidad de Valladolid, doctor en Semiótica por la Universidad Complutense de Madrid e investigador de Diacronía.

Recientemente han sido publicados los resultados de la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología del FECYT y entre los datos más destacados por distintos medios de comunicación se encuentran que el 41,6% de los españoles cree que se han producido virus en laboratorios gubernamentales para controlar nuestra libertad; que el 50,1% considera que las compañías farmacéuticas ocultan los peligros de las vacunas; o que el 33,3% está convencido de que la cura contra el cáncer existe, pero se mantiene oculta al público por intereses comerciales.

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