¿Ha fracasado la educación por competencias?

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Albano Alonso Paz

Con el sistema educativo pasa como con la aviación: no se revisan las cajas negras hasta que no ocurre un accidente. Entiéndase esta palabra no en cualquier connotación alternativa (en el español de América por ejemplo un “chance” es una “oportunidad”) sino en su significado de “caída”, “percance”. Tanto es así que, en educación, hay quien interpreta que estamos en vuelo libre, como aquel largo poema titulado Altazor en el que al final el lenguaje se descompone.  

El contratiempo en los mecanismos que controlan el mundo escolar no sale a la luz mientras no haya una circunstancia que mude su devenir: una reclamación, queja o supervisión por parte de la temida inspección. Poco más. Los resultados de pruebas como PISA poco cambian la praxis si no se redirige el rumbo con acciones concretas dentro de los propios centros. Mientras tanto, viajamos en modo travesía, igual que décadas atrás: la calificación continúa marcando el compás de la enseñanza, a través de las cábalas extraídas en medias de criterios y, en mayor medida, de los llamados instrumentos de evaluación, galimatías que ha desvirtuado el sentido de lo que es aprender.

Hace más de quince años, unos claustros expectantes pero con cierta incredulidad afrontaron las primeras formaciones sobre las llamadas por aquel entonces competencias básicas. Estas irrumpieron de forma definitiva cual caballo de Troya en el mundo de la educación formal bajo el impulso de la OCDE, a inicios de este siglo. Décadas después, permanecen protegidas en la teoría (que no en la práctica) tras el armazón de las recomendaciones para el aprendizaje permanente del Consejo de la Unión, de 2018. 

Clave, llave, básicas o como las queramos etiquetar, las competencias siguen acogidas con escepticismo y resignación por una parte del profesorado, en un caso más de desalineamiento educativo: por un lado, lo que se hace (poner notas y hallar medias aritméticas de resultados plasmados en, fundamentalmente, pruebas escritas sobre contenidos) y, por otro, lo que hay que hacer: planificar los objetivos de aprendizaje mediante situaciones contextualizadas en ámbitos reales de aplicación práctica, con seguimiento a través de la llamada evaluación formativa, donde también hay escasos avances. 

Si bien el término “competencia” del Diccionario de la RAE recoge una primera acepción en otra línea —sinónimo de disputa, oposición o rivalidad—, la introducción de la educación competencial ha querido nutrirse de una literatura pedagógica que la acerca al sentido de aptitud o idoneidad que tiene una persona para desenvolverse en un contexto mediante una serie de aprendizajes. Y es esta la definición que parece no querer entenderse, a pesar de tener cimientos pedagógicos no novedosos en Dewey, Kilpatrick, Freinet o Habermas.

Esas competencias a las que se les echa la culpa de todos los males nunca han llegado a estar en el sistema educativo. Muchos docentes en las aulas siguen agarrándose a cualquier tabla de salvación con tal de no encajar este modelo

Provenga o no la expresión del mundo empresarial (si queremos llevar ahí la discusión, la escuela está plagada desde antaño de vocablos de la “educación bancaria”, en términos freirianos), esas competencias a las que se les echa la culpa de todos los males nunca han llegado a estar en el sistema educativo. Muchos docentes en las aulas siguen agarrándose a cualquier tabla de salvación con tal de no encajar este modelo, a lo que ha contribuido la expansión de la falacia de que se opone a la adquisición de conocimientos, por lo que es mejor remontarse al tipo de clases del pasado. La incredulidad ha llegado a tal punto que se ha creado una bifurcación a la hora de calificar, por un lado, competencias (porque lo dice la norma) y, por otro, aprendizajes, hecho inaudito desde un punto de vista pedagógico, porque la propia movilización de cualquier saber ya supone una pericia, es decir, un “saber hacer”, por lo que a priori bastaría con evaluar la competencia, que incluye saberes y habilidades enlazadas en esferas que se relacionan.

Los antecedentes del enfoque competencial son antiguos y se vinculan al conocimiento científico. En la didáctica de las lenguas, por ejemplo, distintas aportaciones concluyeron hace décadas la necesidad de desarrollar destrezas lingüísticas y comunicativas centradas en saber hacer cosas con palabras, más que saber gramática como fin, sin profundizar en aprendizajes duraderos. Pero, a pesar de las actuales transformaciones, seguimos empeñados en demostrarnos, movidos por inercias y un pensamiento lineal, que saber mucho por sí solo es una competencia universalizable, sentencia falaz de partida porque la sabiduría así entendida jamás ha llegado a todos en un sistema educativo con altas tasas de fracaso y segregación, donde siempre los menos competentes (“los que menos saben”) han sido los que parten de situaciones estructuralmente desiguales, rodeados de barreras. 

La planificación del proceso de enseñanza-aprendizaje a través del enfoque competencial claudica en una especie de eterno retorno en el que opiniones escépticas se aferran al sesgo de confirmación, inmersos en un clima polarizado similar al fuego cruzado entre cognitivistas y constructivistas. En medio, lo que vemos es más de lo mismo en cada clase y cada sesión de evaluación, a pesar de las voces que ponen el grito en el cielo al verlas como parte de un nuevo esnobismo educativo criticable, pero que hay que mirar con lupa para observar que, en el aula, pocas cosas han cambiado con respecto a treinta años atrás. En ese contexto ya la educación se sometía entonces a las modas de mercados y aún no se hablaba de competencias, ODS o DUA, y los libros de texto y volúmenes de vastas enciclopedias ocupaban el espacio ahora también destinado a pizarras digitales. 

Mantenía Antonio Bolívar que “lo que ha de cambiar no se puede prescribir porque los cambios en la práctica dependen de lo que piensen los profesores”. Con las competencias, el problema crece porque producen un sentimiento de extrañeza que hace que el profesorado deambule por vaivenes legales en una escuela desbordada, dejándose llevar por el modelo en el que aprendieron y la rocambolesca idea de que las competencias penalizan el conocimiento.

Las alusiones al hipotético fracaso de la educación competencial encierran la historia de otra derrota, que es social y sobre la que debemos detenernos: la del sentido de lo que hacemos y por qué seguimos haciéndolo, dentro del árbol de la inteligencia ciega de la que hablaba Edgar Morin. Aquel que sigue sin dejarnos ver el bosque y que lleva más a meternos miedo que a generar esperanza, como ocurre con determinada forma de hacer política. Porque educar de verdad es tomar partido y en cierto modo, lo llamemos competencias o no, es la unión entre un “saber” y un “saber hacer” transferible, y no un intento de enseñar olvidando contenidos, como falsamente se cree; un posicionamiento activo del conocimiento sobre las condiciones estructurales de nuestro tiempo que nos impiden ser libres. Como decía Gramsci, “la indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera”. Educar a jóvenes inmóviles sin que hagan interaccionar de forma crítica lo que aprenden con su entorno —esto es, escasamente competentes— contribuye a ello y, como sociedad, no nos podemos permitir un fracaso así.

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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info

Con el sistema educativo pasa como con la aviación: no se revisan las cajas negras hasta que no ocurre un accidente. Entiéndase esta palabra no en cualquier connotación alternativa (en el español de América por ejemplo un “chance” es una “oportunidad”) sino en su significado de “caída”, “percance”. Tanto es así que, en educación, hay quien interpreta que estamos en vuelo libre, como aquel largo poema titulado Altazor en el que al final el lenguaje se descompone.  

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