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¿Garantiza el "comercio dulce" la paz?

Emilio Menéndez del Valle

El filósofo político inglés Thomas Hobbes (1588-1679) sostuvo en su famosa obra Leviatan que el estado natural del ser humano es el miedo y la inseguridad. Perteneciente a la cultura del siglo XVII, imbuida de las grandes y permanentes guerras, pensaba que los humanos disponían de una habilidad básica para dañarse mutuamente. Sin sentido alguno del deber hacia los demás, la gente devenía competitiva, insegura, a la defensiva. Vivió impactado por una conocida frase por él mismo recordada: “Mi madre dio a luz gemelos: yo mismo y el miedo”. Tal vez influido por el relato de una madre aterrorizada porque cuando él nació la Armada Invencible de Felipe II se acercaba a Inglaterra, escribió: “Hemos de concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha sido no la mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino el miedo mutuo de todos entre sí”.

Tocado de pesimismo, Hobbes opinaba que la acción humana estaba motivada por el egoísmo y definió el comercio internacional como infelices transacciones en una vida donde no existe la justicia.

Pocas décadas después de la muerte de Thomas Hobbes, la Ilustración había enraizado en Europa. Sumergidos todavía en en el maremagnum ocasionado por las guerras de religión, unos cuantos pensadores se esfuerzan en propiciar algo que las haga imposibles. La batalla la inicia Montesquieu (1688-1755), quien sostiene que el comercio tiende a civilizar a las personas, haciendo menos probable que recurran a comportamientos irracionales y violentos, como la guerra. El efecto natural del comercio es conducir a la paz, afirmó. Construyó una teoría, denominada de “comercio dulce”, que ayudaba a bloquear los prejuicios destructivos, que producía en la gente un efecto civilizador proporcionando un incentivo para la mutua cooperación. En una reflexión propia de la ciencia política, tema nada ajeno a él, Montesquieu avanzó que el comercio puede impedir que un Estado moderado tienda al despotismo, pero no podría lograr que un Estado despótico se transforme en moderado.

En definitiva, la tesis implicaba que el comercio tendía a civilizar a la gente, a hacerles más razonables y prudentes. La Ilustración presuponía que la capacidad del comercio para promover la estabilidad prevalecería sobre la búsqueda de la gloria y la dominación, que inevitablemente conducían a la violencia política y a la ruina. Se pensaba que la firme atracción de los intereses comerciales constituiría un freno eficiente a los comportamientos pasionales, irracionales.

Montesquieu creó una escuela prestigiosa: Voltaire, Adam Smith, David Hume, Thomas Paine, Kant. Voltaire (1694-1778), al describir la Bolsa de valores de su época, evidencia su apoyo al comercio dulce. En sus Cartas filosóficas escribe: “Vean la Bolsa de Londres, más venerable que muchos tribunales de justicia, donde representantes de todas las naciones se reúnen para el beneficio de la humanidad. Allí judíos, musulmanes y cristianos juntos hacen negocios, como si todos pertenecieran a la misma religión…”. Adam Smith (1723-1790), padre de la economía política, defensor del mercado y del comercio, filósofo moral, predicador del comportamiento virtuoso en las relaciones comerciales, propagó que el comercio enseñaría a la gente los hábitos de la prudencia, “la más útil de todas las virtudes”. Asimismo impactado por el grave daño causado por las guerras de religión, mantenía que el comercio facilitaba actitudes de tolerancia que hacían posible el liberalismo y el pluralismo. Llamaba a ignorar las diferencias religiosas y a cooperar pacíficamente como ciudadanos y advertía que los obstáculos al libre comercio y la imposición de gravámenes podían fomentar la guerra.

Otro ilustre escocés, coetáneo de Adam Smith, David Hume (1711-1776) bebió también en la fuente de Montesquieu. El comercio establece vínculos duraderos y avanza un ideal moral cosmopolita. Cualquier ambición de preeminencia lo es sin aspiración alguna a anexiones territoriales. Para Hume, la posibilidad futura de una paz perpetua implica el reconocimiento de que, más allá de las divisiones políticas, los seres humanos son ante todo socios comerciales en un contexto de progreso económico de la humanidad.

Thomas Paine (1737-1809), uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, sostuvo que si no se impusieran trabas al comercio que dificultan su actividad, la guerra sería extirpada: “La invención del comercio supone el mayor avance hacia la civilización universal”. Protagonizó una encendida polémica con el filósofo y político liberal conservador británico Edmund Burke (1729-1797), quien había publicado en 1790 Reflexiones sobre la Revolución Francesa , de la que era acérrimo enemigo. Paine, defensor de la misma, rechazó los argumentos de Burke un año después en su Los derechos del hombre.

Señeros representantes de la Ilustración, conmocionados por décadas de guerras, se esforzaron en promover una vía que abriera paso a la paz. Creyeron hallarla en el “comercio dulce”

Last but not least, imprescindible citar a Kant (1724-1804) entre los autores del siglo XVIII que prestaron atención al “comercio dulce”. El filósofo prusiano creía (no estoy seguro si debería decir “deseaba creer”) en los efectos civilizadores del comercio, en que el espíritu comercial era “garantía de la paz perpetua”. Acompañado ello por la idea de un derecho cosmopolita que “no resulta una representación quimérica ni exaltada del derecho, sino una necesidad del código no escrito tanto del derecho político como del derecho internacional hacia el derecho público de la humanidad, y por tanto, hacia la paz perpetua”. Sin embargo, Kant no era precisamente un ingenuo. Preconiza la paz, pero escribe que “la guerra es el estado natural de la humanidad [Winston Churchill debió de tener presente a Kant al escribir en sus memorias que “la historia de la raza humana es la guerra”]. Los países deben valerse del espíritu del comercio para socavar el normal estado de guerra del hombre, desembarazarse de los déspotas y construir instituciones republicanas”. Insiste en que la instauración de la paz es problemática porque “ni la sociedad ni la naturaleza la generan mecánicamente. Al contrario, lo espontáneo en ellas es causar conflicto y guerra”. Recuerda de paso que “las tendencias belicistas del Estado monárquico absolutista se oponen al republicanismo fomentador de la paz”.

Quisiera señalar que el padre fundador de la escuela, Montesquieu, tampoco adolecía de ingenuidad. A pesar de su (no cerrada) defensa del “comercio dulce”, también matizaba, pues estaba convencido de que el conflicto de intereses puede desembocar en un conflicto, guerra incluida: “Una nación comerciante tiene un ingente número de pequeños intereses individuales que podrían provocar choques de muy distinta naturaleza”. Por su parte, Adam Smith –decidido seguidor de Montesquieu en este asunto– introduce matices similares. En La riqueza de las naciones muestra su escepticismo al respecto: “Se ha pretendido enseñar a las naciones que su interés consiste en arruinar a sus vecinos… El comercio, que debería ser entre las naciones un lazo de unión y amistad, se ha vuelto campo fértil para el desacuerdo y la animosidad”.

Como he comentado en líneas anteriores, señeros representantes de la Ilustración, conmocionados por décadas de guerras, se esforzaron en promover una vía que abriera paso a la paz. Creyeron hallarla en el “comercio dulce”. No tanto en su época, pero sí años después, sus esfuerzos se demostraron baldíos. Hubo en el siglo XIX quienes, deseosos de que la teoría comercial-pacifista pudiera salir adelante, introdujeron fórmulas novedosas a la posición original. Es el caso de Richard Cobden (1804-1865), comerciante, empresario y diputado liberal en el Parlamento británico, combatiente (en sus propias palabras) del belicismo e imperialismo ingleses, que calificó de “peores que los de Pizarro o Cortés” y que propuso una política exterior basada en el libre comercio, la paz y la no intervención. Su prestigio y activismo en pro de la paz entre Francia e Inglaterra fueron tales que logró entrevistarse con el emperador Napoleón III (1808-1873) y convencerle para que firmara (en 1860) un acuerdo de libre comercio entre los dos Estados (“comercio dulce” que facilitaría la paz). Tampoco era ingenuo Cobden. Su matiz consistía en la exigencia de que siempre hubiera disponible armamento suficiente para proteger las actividades comerciales.

Y así hasta nuestros días. Norman Angell (1872-1967), miembro del Partido Laborista británico, constituye un caso paradójico en el siglo XX. EN 1909 publicó La ilusión óptica de Europa, reeditada poco después como La gran ilusión. Allí escribió: “El coste económico de la guerra es tan grande que nadie podría esperar ganancia alguna iniciando una cuyas consecuencias serian desastrosas. Es muy improbable que comience una guerra general europea y si ese fuese el caso no duraría mucho”. Casi de inmediato, la devastadora primera gran guerra duraría varios años. Angell recibió el Premio Nobel de la Paz en 1933. Casi de inmediato, tuvo lugar la segunda e igualmente devastadora segunda guerra mundial. Puede pues considerarse que las dos guerras mundiales derrotaron la versión “dulce” del comercio. No obstante, Robert Schuman (1886-1963), ministro de Exteriores de Francia y coetáneo de Angell, tuvo probablemente de alguna manera en mente la teoría del “comercio dulce” al proponer la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), precedente de las Comunidades Europeas. Su propósito era ayudar a evitar una nueva guerra entre Francia y Alemania y en toda Europa mediante el reforzamiento de los vínculos comerciales, esto es, pura “dulzura”. Ciertamente, desde su aprobación en 1951 y a lo largo de las entidades europeas subsiguientes, Comunidad Económica Europea y Unión Europea, las diversas instituciones europeas trabajaron para tejer lazos comerciales “dulces” con los Estados no pertenecientes a ellas, Rusia y China incluidas, con el objetivo de reforzar la paz. Hasta que el sátrapa Putin, que durante años compartió el propósito de institucionalizar el comercio bilateral como bien común, se revistió de sátrapa imperialista con la intención de devorar a Ucrania. Momento en el que no tenemos más remedio que compartir la opinión de Paul Krugman: “La invasión de Putin ha puesto de manifiesto la naturaleza ilusoria de la creencia de que el comercio internacional ayudaría a cimentar la paz. Al contrario, al hacer a las democracias dependientes del suministro de energía por parte de Rusia, el comercio puede ser una fuerza para la coerción, no para la paz”. ¿Llegará algún día en que la justicia sea un subproducto natural de un mundo en que los actores internacionales se convenzan de que les resultará más beneficioso establecer relaciones económicas y políticas de cooperación que enfangarse en la agresión y la hostilidad?.

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Emilio Menéndez del Valle es embajador de España. 

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