Plaza Pública

Internet, Foucault y los vertederos de la historia

Recurso ordenador

Lorenzo Martínez Esparza

No soy seguidor del periodista Alfonso Rojo, pero hace unos días el carrusel de vídeos de Youtube me mostró unas de sus apariciones. Era un vídeo editorial, al que no accedí, pero que rezaba: "Sánchez y sus progres no tienen que temer por sus traseros: todo era un bulo". Era un editorial sobre lo ocurrido en Malasaña, cuando se supo que no había existido una agresión homófoba.

Lo peor de todo, al leer ese editorial en el vídeo, es que no me escandalicé. Sin embargo, tenía numerosos motivos para ello. En primer lugar, esa forma peyorativa de tratar a Pedro Sánchez, como un emperador con acólitos (muy pocos liberales creen realmente en la soberanía popular). En segundo lugar, la expresión "sus progres" totalmente despectiva, en lo alienante para con un líder y en la propia utilización de esa apócope. Después vino lo de "no temer por sus traseros", con una intención, presumiblemente, nada bienintencionada. Pero la pregunta es: ¿por qué me pareció un vídeo de lo más normal?

El editorial de Alfonso Rojo me pareció de lo más convencional, porque internet se ha convertido en el vertedero de nuestro tiempo. Una red que cita al verdugo, fanático e inquisidor que llevamos dentro. Cada clic es una entrada en combate, cada visualización una confirmación sesgada de que es nuestra convicción o la muerte, cada comentario una declaración de guerra. Consumimos debates intelectuales y entrevistas como duelos en los que entran dos, pero esperamos que solo salga uno: el de los nuestros. Siempre deseamos que Y haya sufrido el zasca de su vida, que X haya humillado a Y, que X haya vapuleado a Y, o títulos similares de los que se nutre Youtube. No hay espacio para la indulgencia, la rectificación, el entendimiento o la condescendencia. Alguien debe perecer, alguna idea debe ser condenada y algún argumento ridiculizado. Todo es irascibilidad. Y lo peor es que, en la mayoría de las ocasiones, la disputa no es entre posturas ideológicas extremas, sino entre opciones del abanico liberal; entre aquellos que abogan por progresar mediante el diálogo, la razón y el ensayo-error, y no mediante la agresión, la intransigencia o la ruptura. Sin embargo, es justo en esta faceta donde radica la grandeza de internet.

Michael Foucault introdujo el término "heterotopía". Una heterotopía sería aquel lugar que, por proporcionar una experiencia temporal y espacial distinta de los espacios comunes, actuaría como una utopía verdaderamente localizable. Y, si Foucault comentaba que cada civilización y sociedad tenían sus propias heterotopías, la nuestra es internet. No importa si está provocando la digitalización de la infancia, el distanciamiento humano, la pérdida de valores y de la cultura, o que nos obligue a tragar con millones de fotos de cuerpos apolíneos y musculosos. Tampoco importa su naturaleza utópica de contener todo tiempo y espacio tras una pantalla. Lo importante, lo verdaderamente utópico, es que actúa como un vertedero histórico jamás soñado.

La historia ha tenido otros vertederos: los anfiteatros romanos (donde se disfrutaba viendo cómo las fieras devoraban a los gladiadores), la plaza de la revolución parisina (donde los días de guillotina se convertían en fiesta pública) o los campos de concentración del siglo XX (donde la perversión encontró su paraíso), son solo algunos ejemplos. Sin embargo, nosotros tenemos el vertedero utópico alcanzado: un subsuelo digital, un ágora virtual, donde sí que tribunos y demos se dan baños de agitación, crispación y violencia, pero donde, aunque se destrocen las almas, no se secciona la carne. Ese es nuestro privilegio histórico.

Decía Ian Morris, en su obra Guerra, ¿para qué sirve?, que la guerra ha sido un motor del progreso de la civilización. Porque los conflictos fueron generando leviatanes cada vez más sólidos, capaces, a su vez, de generar prosperidad económica. Animo a este prestigioso historiador a que sume un elemento más a su teoría: internet como un ente de estabilización social, de digitalización de la violencia. Si el leviatán posibilita la prosperidad, la prosperidad posibilita levantar el teléfono, llamar a una compañía telefónica y contratar una línea. Y, en ese momento, comienza la guerra: nos colocamos el uniforme paramilitar, nos pintamos el rostro, dejamos agua cerca y entramos en batalla. Encender, atacar y apagar; encender, atacar y apagar. Guerra relámpago, terapéutica y cívica. Al día siguiente, preparados para un día más en la oficina.

Creo que internet merece una estatua pública en el punto 0 de la civilización, igual que Eirene la tenía en Atenas. Y todo ello, aunque los cuerpos apolíneos cubiertos cada vez con menos prendas, las sonrisas perfectas y los labios en forma de morritos, nos aparezcan hasta en las pesadillas.

____________________

Lorenzo Martínez Esparza es diplomado en Educación Social por la Universidad de Murcia.

Más sobre este tema
stats