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Investigar no es ofender

Fernando Flores

Cuando tras una denuncia ante los tribunales existe la sospecha de que han podido existir acciones u omisiones que han provocado la lesión grave de uno o varios derechos, la obligación del Ministerio Fiscal es investigar, a fondo, las circunstancias de lo impugnado; y la obligación de los jueces es admitir y valorar todas las pruebas relevantes que aclaren lo que realmente ha sucedido, para determinar si existe un vínculo causal entre aquellas acciones y el daño a los derechos. Todo esto es así siempre, y debe serlo con mayor razón si las víctimas de esos daños son personas en especial situación de vulnerabilidad.

Hace unos meses, a principios de octubre, la Fiscal de Sala del Tribunal Supremo delegada para protección de personas con discapacidad y personas mayores afirmó que al principio de la crisis sanitaria en las residencias se vulneraron derechos fundamentales de las personas mayores. No fue una frase al azar, sabía de lo que hablaba.

Más allá de las situaciones inevitables de sufrimiento —y muerte— que muchas personas padecieron a causa de las excepcionales circunstancias que la pandemia provocó en su primera etapa, también han sido numerosos los relatos que han revelado comportamientos no profesionales, irresponsables, imprudentes, mediocres, de mala fe…, de personas y entidades, públicas y privadas, cuyos actos estaban vinculados de una u otra forma a los centros residenciales para mayores. Los medios han dado cuenta de unos cuantos, y son fácilmente consultables los informes de organizaciones serias que los han constatado.

El rigor que exige un tema tan dramático y delicado obliga a considerar como probable que muchos de aquellos comportamientos dudosos, recogidos en medios e informes, o denunciados en los tribunales, no merecen la consideración de ilícitos. Y una vez conocidas las circunstancias precisas de cada caso, aceptar también que otras conductas ni siquiera habrán de ser tachadas de reprochables. La pandemia dibujó un panorama extremo, y se hizo lo que buenamente se pudo. En otras palabras, en muchas residencias se actuó bien.

Es cierto, en muchas residencias se actuó bien, pero en otras no; en otras se actuó muy mal. Y también es cierto que algunas administraciones actuaron mejor que otras; y que algunas lo hicieron de forma deplorable. Por eso si, como dijo acertadamente la Fiscal delegada, en las residencias se vulneraron derechos fundamentales de las personas mayores —el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a no sufrir tratos inhumanos ni degradantes, al acceso a la salud, a la intimidad familiar…— llama la atención que casi dos años después no haya habido un solo caso de denuncia de mala praxis de los centros o contra presuntas decisiones ilícitas de la Administración que haya prosperado ante los tribunales. ¿Es que todavía no les ha dado tiempo o, a la vista de los indicios, es que todavía va a ser nunca?

El motivo de esta paradoja podría ser que, como se ha señalado, en realidad, dadas las circunstancias, se hizo lo que se pudo y nada más era exigible. Pero no lo es. Lo cierto es que esta cancelación a cámara lenta de lo ocurrido con las personas mayores (muchas discapacitadas y en situación de dependencia) durante la crisis sanitaria es fruto de la dejadez, la inhibición y la incompetencia de quienes tienen la obligación de cumplir con importantísimas funciones, en la jurisdicción unos, en la política otros.

Después de las cosas que sabemos, ¿de verdad que puede aceptarse en un Estado que dice llamarse de Derecho que decenas de familias permanezcan en la indefensión que supone la absoluta falta de interés real de la fiscalía y los jueces por investigar con seriedad lo sucedido? ¿Y cómo se explica la dolorosa puesta de perfil de las administraciones responsables y los partidos que las sostienen, tan locuaces para otros temas menos graves?

No hablo siquiera de la condena de los culpables, si lo fueren, sino de que al menos, como ha exigido el Tribunal Supremo en un Auto de diciembre de 2020, se investigue: se esclarezca “si los fallecimientos estuvieron asociados a decisiones políticas, administrativas o de gestión y si aquellas son susceptibles de reproche penal…”; se determine “la autoría de resoluciones prohibitivas que impidieron que las personas fueran trasladadas a centros sanitarios…”; y se averigüe “si la excepcionalidad derivada de las circunstancias vividas durante la pandemia justificaba decisiones que impidieron a los enfermos mayores de edad recibir la atención médica de la que eran merecedores y a la que, por supuesto, tenían derecho”.

Nada de esto se ha hecho. Al contrario, en casos especialmente espinosos el interés y el rigor del ámbito judicial han brillado por su ausencia. Así, la Fiscalía de Madrid ha justificado la legalidad de los protocolos de la CAM con datos incorrectos, y en el caso de la residencia Elder de Tomelloso, con 75 muertes y un ostentoso comportamiento irresponsable de su gerente, ni Ministerio Público ni juez instructor han encontrado tiempo y motivos para tomarlo en serio. En otros casos, la lectura de los decretos de la Fiscalía que acuerdan el archivo de muchas de las denuncias muestra que, en su mayoría, dichos archivos no han sido el resultado de una verdadera investigación, sino que se han basado en los informes (naturalmente exculpatorios) de las propias residencias y las administraciones implicadas. ¿Hay que recordar que el Ministerio Público debe defender la legalidad y, especialmente, los derechos de las personas más vulnerables?

¿De verdad que puede aceptarse en un Estado que dice llamarse de Derecho que decenas de familias permanezcan en la indefensión que supone la absoluta falta de interés real de la fiscalía y los jueces por investigar con seriedad lo sucedido?

El pasado 24 de noviembre la Comisión de Derechos Sociales del Senado aprobó por unanimidad un informe de la ponencia de estudio sobre el envejecimiento en España, en el que se recomienda aprobar un Pacto de Estado para la protección y promoción de los derechos de las personas mayores y combatir el edadismo, es decir, la discriminación por razón de edad. Tiene mérito, a la vista de esta encomiable iniciativa, que los mismos actores políticos, en sus respectivos parlamentos autonómicos, hayan conseguido malograr la puesta en marcha de comisiones de investigación para saber lo ocurrido en las residencias.

Después de la discriminación masiva a la que fueron sometidas miles de personas mayores durante la pandemia, no se me ocurre mayor acto de edadismo que la cancelación, el olvido y la negación de reparación de aquellos casos en los que se produjeron acciones y omisiones que vulneraron flagrantemente sus derechos. No se pide una condena colectiva de quienes tuvieron la desgracia de verse envueltos de forma especialmente grave en la toma de decisiones a que obligó la crisis sanitaria. Lo que se exige es una investigación seria caso a caso, a la altura de lo sucedido, y se rechaza, frontalmente, una ocultación mutua de vergüenzas que, al cabo, nos acabará avergonzando a todos.

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Fernando Flores es miembro del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y de la Fundación HelpAge España.

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