El 'ki-ki-ri-ki' de Camps y Tamames

José Manuel Rambla

La relación entre vejez y erotismo siempre ha estado bajo sospecha. Marcada por la mirada patriarcal que solo concibe al hombre como sujeto del deseo y a la mujer como objeto pasivo del mismo, durante siglos ese vínculo ha sido visto como una perversión que transgredía una ley natural que limitaba la pasión a las cuerpos jóvenes. El fenómeno encontró su máxima expresión iconográfica en el pasaje bíblico de Susana, la casta y hermosa esposa a la que dos ancianos acusarán falsamente de adulterio, penado con la muerte, como venganza a su negativa a satisfacer sus deseos sexuales. La escena tuvo gran popularidad entre los siglos XVI y XVII, siendo reproducida por Tintoreto, Veronese o Rubens, entre otros. Pese a su mensaje moralizante, la mayoría de estas representaciones sólo buscaba una excusa para mostrar el cuerpo desnudo de Susana, trasladando así al espectador, masculino, la misma mirada vouyerista de los ancianos pecadores. Solo algunas excepciones rompen esa visión machista, como Artemisia Gentileschi, que puso en primer plano el horror de la agresión sexual a la joven. Como es sabido, el arcángel Daniel acudió en socorro de la muchacha dando la vuelta al juicio que la había condenado. “La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón”, recriminará el enviado de dios a uno de ancianos. Al final, la casta Susana se salvó por la intervención divina y los viejos “pervertidos” fueron lapidados. Eso sí, por falso testimonio, no por violencia sexual.

Con el tiempo, la idea de la perversión fue sustituida por la del patetismo a la hora de abordar el deseo erótico en la edad tardía. Josef von Sternberg lo plasmó en El Ángel Azul (1930). Ahora el objeto del deseo ya no es una joven honesta, sino una Marlene Dietrich transformada en el arquetipo por excelencia de la mujer fatal. Del voyeurismo, de la mirada furtiva del pervertido, pasamos al cabaret, al exhibicionismo de Lola que despertará en el respetado profesor Unrat un deseo que arruinará su vida. Expulsado del trabajo y obligado a sobrevivir como payaso en el cabaret, el académico se nos presentará con el rostro mal maquillado, la mirada perdida, grotescamente ataviado, obligado por la Dietrich a entonar un ridículo ki-ki-ri-ki que desate las carcajadas del público. En suma, como la máxima expresión de lo patético. Poco después, Jean Renoir nos contará la historia de Maurice Legrand, un gris contable aficionado a la pintura que, ciego por la pasión, se resignará a que una joven prostituta asuma la autoría de su obra y se aproveche de la cotización que inesperadamente adquieren sus cuadros. La “víctima”, que lo perderá todo, acabará asesinando a su amante y convertida en vagabundo. La casta Susana ha quedado atrás y el título en español de la película, magistral e irónica, es elocuente: La golfa (1931). Fritz Lang hará su propia versión de la novela que inspiró a Renoir y filmará para Hollywood Perdición (1945), con Edward G. Robinson encarnando al infeliz pintor.

Esta idea patética del deseo en la edad madura tendrá una maravillosa aproximación homosexual en Luchino Visconti y su Muerte en Venecia (1971), adaptación del relato homónimo de Thomas Mann. Su memorable escena final, en la que el personaje interpretado por Dirk Bogarde contempla en la playa al bello efebo, mientras escuchamos a Mahler y vemos cómo él se consume en su propia decadencia, con el maquillaje derritiéndose en su rostro y el tinte del pelo forma lágrimas negras en sus sienes, eleva a lo sublime esta imagen de lo patético. Resulta difícil superar semejante representación. Y ello, posiblemente, explique por qué la cultura ha renunciado a seguir profundizando en esta temática, más allá de las confesiones de Vargas Llosa sobre el papel de su pichula en su ceguera por Isabel Presley.

Sin embargo, las pasiones de vejez siguen atrayendo en el terreno de la política, donde la erótica del poder despierta deseos en no pocos estadistas retirados, con independencia de los inviernos acumulados. En algunos casos lo hace siguiendo la tradición pervertida que el arte dejó atrás. Felipe González o José María Aznar son buena muestra de ello. Su mirada hacia la política española parece estar impregnada de la misma libido reprimida con la que los dos viejos bíblicos contemplaban furtivamente a la hermosa Susana. Y su locuacidad envenenada poco tiene que envidiar a la maledicencia de aquellos difamadores. Por suerte para ellos, no parece que hoy el arcángel Daniel tenga entre sus prioridades poner coto a las declaraciones inciertas o fuera de tono que tanto abundan en el debate público. Al contrario, en el actual contexto político y mediático, no faltarán micrófonos dispuestos a recoger las palabras de los venerables expresidentes, especialmente cuando busquen sin disimulo promover alguna lapidación.

Peor fortuna tienen aquellos que, consciente o inconscientemente, optan por reflejar con patetismo sus deseos. Su referente no será nunca el cine de Visconti, ni siquiera el de Lang o de Renoir. Inevitablemente el rostro que les devuelve el espejo tras ser exhibidos como en una feria es el del acabado profesor Unrat. Lo vemos estos días con el nonagenario Ramón Tamames y el bronceado Francisco Camps. Los vaivenes políticos del viejo economista no son nuevos. Desde que abandonó el PCE, ha protagonizado diferentes apuestas arriesgadas: su fundación de la Federación Progresista, su acercamiento al CDS de Adolfo Suárez. Detrás de ello hubo sin duda una legítima evolución personal y el afán de protagonismo, también comprensible, que despierta tan a menudo la pulsión erótica de la política. Sin embargo, aquellas iniciativas se malograron, no por la incapacidad de su promotor, sino por su desacierto para conectar con la sociedad española. Hoy, su decisión de convertirse en el ariete contra Pedro Sánchez de los mismos que justifican aquella dictadura que le perseguía resulta difícil de interpretar como un estadio más en su evolución política. Más bien parece la desesperación del político olvidado por entonar su último canto de cisne en el lago sensual de la vida pública. Un canto que, sin embargo, amenaza con parecerse al cacareo desafinado de un humillado profesor ante el auditorio borracho de un cabaret.

Los vaivenes políticos del viejo economista no son nuevos. Desde que abandonó el PCE, ha protagonizado diferentes apuestas arriesgadas: su fundación de la Federación Progresista, su acercamiento al CDS de Adolfo Suarez.

A Camps, por su parte, le pasó como al rey del cuento que de repente se descubrió desnudo. Él, de repente, se descubrió patético. Fue aquel día en que todos pudimos oírle con sonrojo cómo llamaba “amiguito del alma” a un estrafalario Álvaro Pérez, El bigotes, al que además aseguraba “querer un huevo”. Desbordado por su ridículo público, desde entonces el ex molt honorable no ha hecho más que acentuar ese bochorno. Sus nuevas salidas de tono en juicios, su histrionismo, sus insultos por los pasillos de los juzgados lo vienen a evidenciar. Por eso Camps ha visto frustradas sus aspiraciones de rehabilitación pública, incluso hasta cuando los tribunales le han dado la razón. Al contrario, lejos de superar el patetismo él mismo lo ha ido abonando con cada presuntuoso ofrecimiento para encabezar candidaturas o volver a la primera línea de la política valenciana.

No sabemos si el proceso judicial que afronta por la trama Gürtel terminará exonerándole o condenándole. Lo que sí podemos intuir es que su patética imagen hace más que improbable que, en su actual estrategia para desbancar a Ximo Puig, Carlos Mazón incluya algún desagravio a Camps como el asumido por el PP, a título póstumo, con Rita Barberá. Como también sabemos, con más certeza todavía, el desenlace que tendrá la moción de censura que Tamames defenderá en nombre de la ultraderecha. Ni el jubilado profesor salvará a una España que, en cualquier caso, no necesita ser salvada por nadie, ni el expresident de la Generalitat volverá a sentir la erótica del poder, aunque en su caso sus devotas creencias hagan que esa erótica tenga un perfil más místico y platónico que carnal.

Decía Pier Paolo Pasolini que frente a la imperante cultura del éxito, habría que educar a los jóvenes en el fracaso. La actitud de Camps o Tamames nos confirma sin embargo que asumir los fracasos de la vida es, en realidad, una asignatura pendiente en cualquier edad. Por eso, frente al empecinamiento de algunos en regodearse en su propio patetismo, lo único que podemos hacer es apartar discretamente la mirada por compasión cuando, con vergüenza ajena, les veamos lanzar desde alguna tribuna su afónico ki-ki-ri-ki.

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José Manuel Rambla es periodista

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