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Lealtades políticas en entredicho

José R. Rojo

En las últimas semanas se ha hablado mucho de la posible (y ahora frustrada) marcha de Begoña Villacís al PP. Es solo un ejemplo más de las volátiles opiniones y lealtades de algunos de nuestros políticos. Cambiar de opinión es algo natural y respetable. En algunos casos, incluso, es de agradecer: puede significar que te has dado cuenta de tus errores pasados y has decidido cambiar tus formas de cara al futuro. Pero, en política, esto es algo mucho más complejo. La historia española reciente nos ha dejado muchos ejemplos de transfuguismo y chaqueterismo, de una u otra forma. De hecho, tan solo en el Congreso, hay actualmente cuatro diputados que encajan en estas categorías (dos ex-UPN integrados ahora en el PP, un ex-Cs y una ex-UP). Ha habido otros casos sonados de ruptura de la disciplina de voto impuesta por un partido, destacando el de la canaria Ana Oramas en la investidura de Pedro Sánchez, aunque no fue expulsada de su formación.

No obstante, conviene diferenciar entre ambas categorías. El Pacto Antitransfuguismo de 1998, actualizado por última vez en 2020, define esta práctica como el acto de cualquier representante político que traicione al partido o coalición por el que se presentó, abandonando el mismo, siendo expulsado de él o apartándose de los criterios fijados por los órganos competentes de su organización. Así, si un político tiene un cargo público como representante de una determinada organización y decide no seguir formando parte de ella o respetándola mientras conserva su cargo, estamos ante un caso de transfuguismo. Los dos antiguos diputados de UPN en el Congreso, el famoso Grupo Mixto del Ayuntamiento de Madrid, o los diputados de Ciudadanos en el parlamento murciano que siguen en el gobierno de López Miras son ejemplos paradigmáticos de esto. Los tanteos de Villacís y otros concejales de Cs en Madrid con el PP mientras conservaban su puesto podrían haberse añadido aquí de haberse consumado.

Hay casos que dejan más margen a la interpretación o que no están tan claramente tipificados. ¿Es transfuguismo el caso de Fran Hervías, que se fue al PP tras dejar su cargo como senador por Ciudadanos? Si nos ceñimos a la definición del pacto, no. Tampoco lo serían la marcha de Marta Rivera, Sergio Brabezo o Toni Cantó al PP, la de Irene Lozano al PSOE… ni las de políticos que fundan nuevos partidos al abandonar uno antiguo (Rosa Díez con UPyD, Santiago Abascal con Vox o Íñigo Errejón con Más País). En muchas ocasiones estos actos no son bien vistos ni por antiguos ni por nuevos compañeros de partido. No es extraño encontrarse acusaciones de chaqueterismo a la  gran mayoría de los nombres mencionados, por ejemplo, aunque ellos defiendan su derecho a cambiar de militancia o de parecer. Pueden ser actos cuestionables o reprobables, dependiendo de cada contexto y situación, pero no atentan contra la voluntad de los votantes. El reciente caso del candidato a la moción de censura de Vox, Ramón Tamames, que ha pasado de militar en el PCE durante la Dictadura a flirtear con los herederos del franquismo sociológico, no sería más que un peculiar cambio de opinión, quizá chaqueterismo pero en absoluto transfuguismo.

Este tipo de actos no son nada nuevo en la política española. Ya en 1990, el catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban los describía como una parte preocupante de nuestra vida democrática. ¡En 1990! Antes de la llegada de Zaplana a la alcaldía de Benidorm tras el transfuguismo de una concejala socialista, antes del Tamayazo que impidió a Rafael Simancas ser presidente de la Comunidad de Madrid, antes de la actual opa hostil del PP a Ciudadanos. Con la firma del Pacto Antitransfuguismo, este tipo de actuaciones se frenó, relativamente hablando. Pero desde el fin del bipartidismo, después del 15M, la situación se ha vuelto a acelerar preocupantemente. Es tal la aceleración, que el PP abandonó en 2021 el pacto, lo que no dice nada bueno de sus intenciones en torno a este tema.

La preocupación por este tipo de actos radica fundamentalmente en dos hechos. En primer lugar, y más relacionado con el transfuguismo, en un sistema de listas cerradas como es el español, los votos normalmente van dirigidos o intencionados hacia el partido, y no hacia la persona. Tú votas, normalmente, a la papeleta de Podemos, del PSOE, del PP o de quien sea, no eliges a cada una de las personas que la componen. Que una persona decida, por su cuenta y riesgo, abandonar el partido o no obedecerlo es un ataque a las mayorías expresadas en las urnas. Supone que una persona pretenda colocarse por encima de la voluntad popular, alterando los resultados electorales al no renunciar a su escaño para que lo ocupe otro miembro de su partido o coalición.

En segundo lugar, y en relación a transfuguismo y chaqueterismo, porque pueden estar muy relacionados con la corrupción. Muchas veces, estas situaciones incluyen compras directas o indirectas del voto, mediante la promesa de cargos públicos o algún otro tipo de puesto. García Adanero es el candidato del PP a la alcaldía de Pamplona, Marta Rivera se mantuvo en el gobierno de Ayuso, etcétera. Si vamos a casos de compras más literales, las sospechas de corrupción en torno al Tamayazo reviven de cuando en cuando (Rafael Simancas llegó a afirmar que no dudaba de que Tamayo había cobrado por sus actos). Por si fuera poco, la incorporación de personas de otros partidos puede incluir fichajes de personas con información privilegiada. El caso llamativo más reciente es el del PP andaluz, al que se acusó de tener acceso irregularmente al censo de afiliados de Cs gracias a sus fichajes. No es casualidad que uno de los primeros fichajes de Pablo Casado desde Ciudadanos en su primer gran intento de absorción fuera el ex secretario de Organización de los naranjas, Fran Hervías.

Que una persona decida, por su cuenta y riesgo, abandonar el partido o no obedecerlo es un ataque a las mayorías expresadas en las urnas

Este tipo de actos y prácticas no son nuevas en la escena política española. Tampoco son nuevos los sospechosos habituales de apoyarlas e incentivarlas, como se ha podido ver en la mayoría de ejemplos mencionados. Se han usado para boicotear votaciones de todo tipo, para obtener datos e informaciones de otros partidos, o para dinamitar las posibilidades electorales de posibles rivales. A veces no hace falta ni consumar la traición para que se den los efectos deseados. ¿Acaso no sabía perfectamente Villacís que las informaciones sobre su interés en unirse al PP eran suficientes para cargarse a su partido en Madrid? ¿Acaso no sabían Adanero y Sayas que estaban socavando las opciones electorales de UPN, se fueran o no al PP? El mero hecho de que haya contactos entre cargos de un partido y representantes de otros partidos mientras conservan sus puestos es grave y preocupante.

En definitiva, las prácticas del transfuguismo y el chaqueterismo tienen unas consecuencias potencialmente devastadoras para los sistemas políticos. Falsean la representación política elegida en las urnas y socavan el sistema de partidos, dificultando la gobernabilidad en muchos casos y debilitando la cultura democrática de un país. Por si fuera poco, existe un considerable riesgo de que incluya actos de corrupción o de prácticas delictivas. Actualmente, en España no existe un compromiso verdadero para acabar con estas prácticas antidemocráticas por parte del principal partido de la oposición. Y sin ese compromiso, nuestra cultura democrática seguirá deteriorándose.

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José R. Rojo es analista de la Fundación Alternativas.

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