En momentos como los actuales uno se satura (entiéndase bien) de información sobre dictadores, asesinos, amenazas, guerras, corrupciones, mentiras, jueces, políticos, genocidios, desinformación, bulos, etc… por favor, añada mentalmente lo que quiera sobre la línea de puntos …………………………….. Por ello, hace poco decidí desconectar brevemente yendo al teatro, a uno más o menos “clásico”.
Por el mismo precio podía ir al Teatro Real a ver (y oír) El mandarín maravilloso de Béla Bartók, o a uno de la Gran Vía a ver Escenas de la vida conyugal de Ingmar Bergman. Esta vez me decanté por recordar a ese autor que era un referente de juventud en cuanto a los cines de arte y ensayo.
El teatro exige del público un acuerdo implícito para aceptar el mundo y las reglas de la ficción, respeto a los demás asistentes, y una participación activa que va desde la atención y la concentración hasta la empatía y la reflexión, ya que la asistencia misma del público es lo que completa la experiencia teatral.
Pero, ¿y qué hay del empresario teatral y del propio público para con el espectador?... desde que Walter Benjamin sentó en 1936 las bases del análisis sociológico de la cultura de masas, y sobre ello Theodor Adorno y Max Horkheimer escribieron un capítulo dedicado a analizar la Industria Cultural subtitulado “Ilustración como engaño de masas”, el arte se va incorporando a la lógica del capitalismo y el mercado, con objeto de generar beneficio.
Existen buenos trabajos académicos para establecer una tipología de espectadores teatrales, en función de diversos tipos de prescriptores y del uso de múltiples canales de información, desde la crítica especializada, comentarios o reportajes, hasta el boca a boca. De ellos se desprende que el teatro tiene numerosos tipos de público derivados de la diversificación de la oferta. Un viernes cualquiera del pasado 2020, Madrid ofrecía más de 120 espectáculos. ¿Se nos ha ido de las manos la multiprogramación? “El CDN programa espectáculos a las 12h de la mañana en el fin de semana, el ex-WiZink Center programó Estirando el Chicle… Los más fuertes comercialmente amplían su rango de actividad, por horarios, por formatos…y la sensación final es de una hiperinflación de oferta muy grande porque el departamento de audiencias del teatro trabaja mucho con segmentación de públicos …”
Y los públicos lo acusan. Veamos una primera muestra:
El retraso en el comienzo de la obra. Más de quince minutos antes de la hora de inicio de la representación, en el teatro se percibía polémica respecto a unas butacas en una de las primeras filas. Mientras los empleados mediaban, una señora permanecía estupendamente apalancada en su asiento y dos o tres señores estaban de pie junto a ella. Idas y venidas, pero nada efectivo. La obra empezaba a las seis de la tarde, y a esa hora aún había gente de pie en filas y pasillos. El problema no se solventó hasta pasadas las seis y cuarto de la tarde… cuando la señora abandonó la butaca y los caballeros se repartieron en el espacio, mientras el teatro, completo en su aforo, esperaba. ¿En silencio? no, esto es España, hubiera abochornado a los implicados, por favor... mientras tanto, muchos aprovechaban para saciar su necesidad de fotos con el móvil, variando los ángulos para captar el escenario hasta tropezar con las butacas contiguas.
Según Logroño y Llopis (2020), “el nuevo paradigma digital está afectando a las formas de participación cultural, dado que los cambios en los modos de comunicación de una sociedad afectan de manera significativa el acceso a los bienes simbólicos, así como a la legitimidad de las formas culturales (Ariño, 2010: 11). En este contexto, es de gran importancia averiguar cómo y en qué medida los muy diversos procesos sociales, económicos y culturales que se desarrollan en la actualidad, dan lugar a una transformación del público teatral (Fernández Torres, 2012)”. Una segunda muestra:
La interrupción de la representación. Ricardo Darín, en un momento dado de la obra, estaba hablando a su pareja, pero el sonido repentino de un teléfono móvil le calló, aunque antes tuvo tiempo de decir: creo que no estamos solos en el edificio... Quien fuera dueño/a del infernal aparatito tardó tanto en silenciarlo, y dudo que definitivamente lo apagase, no fuera que un posible mensaje del teléfono rojo le conminase a volar hacia Moscú, que el silencio de los intérpretes en el escenario fue clamoroso. Cuando cesó, Darín, retorciéndose bastante asqueado, dijo bien alto: Debería tener un arma… (pausa dramática) … ¡para suicidarme!... y, como buenos profesionales, ambos actores reanudaron su interpretación. Algunos espectadores, sin tablas para recomponer la cuarta pared, tardamos mucho más en recuperarnos de la vergüenza ajena.
Para muchas personas, de nada sirve que en la web del teatro se describa la obra como de “situaciones aparentemente divertidas que dentro ocultan un profundo dramatismo … elogiada por su profundidad psicológica”
Las palomitas en las que no pensó Bergman. ¿La comida y las bebidas prohibidas en el teatro?, en alguno no. Cuando en la fila de detrás se sientan cuatro “clientes” provistos de cajas inmensas de palomitas y grandes vasos de bebidas, ya sabes que lo vas a sufrir. Crujidos al masticar, ruidos al rascar la caja de cartón de las palomitas y comentarios para intercambiar provisiones. Desde el otro lado de la fila llega el crujido del papel celofán de caramelos, bollos, o quizá el envoltorio de un ramo de flores, vaya usted a saber qué.
En el imaginario social (García Arnau, 2019), “la idea común de que una estructura cultural de carácter industrial es tan inevitable como beneficiosa, es uno de los elementos en los que basa su propia fuerza”. Para Adorno y Horkheimer, cumple con el propósito de procurar estabilidad social, con el fin de perpetuar el orden de las cosas y abarcar un espacio social mayor.
Las conversaciones casi íntimas. Las imprevistas afinidades en la fila de delante, surgidas de la nada entre desconocidas sentadas a ambos lados de un espectador, te hacen partícipe de sus intimidades, porque lo son, sobre si Pedro Sánchez es el peor presidente que hemos tenido. Momentos desagradables por donde se mire.
El arte se somete a los principios del mercado:
La iluminación de teléfonos y relojes inteligentes. Unos los encienden cada dos por tres por si sucede aquello de Moscú, otros se reacomodan con frecuencia y agitan el brazo, con el encendido automático de la pantalla del indispensable-reloj-inteligente. Esas fuentes de luz llegan por cualquier flanco y, finalmente, no sabes si ponerte las manos como orejeras o irte. Pero…he pagado un dineral por esta obra y las comisiones de gestión del “ticket”…, no quiero.
El arte ya no es tanto vehículo de comunicación de una idea; su nuevo objeto y razón de ser es la explotación económica y las sinergias económicas.
El comportamiento del público. Un espectador “dionisiaco” es aquel que crea la contagiosa ilusión de ser parte de la representación. Y el teatro (sobre todo el musical y el de monólogos) se parece, cada vez más, a un objeto de consumo. Cuando hablábamos del salón de la casa del espectador, era porque éste llega a pensar que la acción que se desarrolla frente a él no es en un escenario sino en su hogar, y comenta cuando el actor se comporta indignamente con su esposa-actriz o desatiende sus responsabilidades hacia los hijos-actores. Jacques Rancière en relación al espectador en general de nuestra sociedad (El espectador emancipado, 2008), dice que es preciso arrancar al espectador del embrutecimiento del observador fascinado y ensimismado en la empatía que le hace identificarse con los personajes de la escena.
Una necesidad fundamental del libre mercado es la mayor producción de individualismo consumidor. En definitiva, como afirmaba Jean Baudrillard, “el consumo es un poderoso elemento de control social porque logra atomizar a los individuos consumidores”. “Hay una vulgarización de las obras, de la cultura, las masas aceptan una cultura vulgarizada, y en el fondo todos salen perdiendo. A las masas se les asigna un papel de consumidores, lo cual es una forma de servidumbre involuntaria, pero servidumbre al fin”. La industria cultural, según Adorno, produce una homologación progresiva del gusto.
Hay que ser consciente de que una sala de museo, de cine, de fotografía, de teatro, etc. no es el espacio privado de cada espectador
La ética del espectador en el teatro. En el siglo XVII en los corrales de comedias sucedía de todo, se comía, se reía, se abucheaba, y mucho más. Hoy día en determinados lugares y manifestaciones la cultura es muy cara, pero no solo el precio debe servir para respetarnos unos a otros, hay que ser consciente de que una sala de museo, de cine, de fotografía, de teatro, etc. no es el espacio privado de cada espectador. Todos pagamos, pero, de nuevo, nuestra libertad acaba donde empieza la de los demás, y el respeto hay que demostrarlo y ganárselo. Uno llega a tener la impresión de que parte del público se acerca al teatro solo porque actúa Darín, o quien sea en esa ocasión, olvidando que, a él y a su compañera de reparto, a Ingmar Bergman, y al resto de espectadores y empleados, se les debe un respeto… como en cualquier otro lugar.
El referido acuerdo entre el teatro y el espectador es activo, pero de silencio, de cortesía hacia el espacio y la función, mediante gestos sencillos como la puntualidad o el aplauso al concluir, no cada dos por tres (y no digamos en los conciertos). En definitiva, hay que hacer gala de una buena educación como persona y, específicamente, como espectador.
Y respecto al empresario teatral… ¿está seguro de que hace un favor al teatro, a su industria, vendiendo palomitas y bebidas? … (¿los nachos con queso para cuándo?)
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José Javier González es antropólogo y analista de la Fundación Alternativas.
En momentos como los actuales uno se satura (entiéndase bien) de información sobre dictadores, asesinos, amenazas, guerras, corrupciones, mentiras, jueces, políticos, genocidios, desinformación, bulos, etc… por favor, añada mentalmente lo que quiera sobre la línea de puntos …………………………….. Por ello, hace poco decidí desconectar brevemente yendo al teatro, a uno más o menos “clásico”.