Los miserables

Albano de Alonso Paz

Decía Paulo Freire en Pedagogía del oprimido (1968) que “los oprimidos han de ser el ejemplo de sí mismos, en la lucha por su redención”. En la escuela nos hemos acostumbrado a esa continua lucha por entender el espacio educativo como instrumento de redención, de liberación personificada en historias de fracaso que impiden a veces conciliar el sueño. 

Esta generación de docentes que sienten que no llegan a todos y a la que eclipsa la envergadura de una problemática que nos supera como sociedad se ve atravesada por los relatos de los “miserables” de la escuela: un creciente número de alumnos y alumnas con dificultades de diverso tipo, vidas quebradas en su origen y con unas condiciones personales o familiares repletas de desesperación. Para todos ellos el camino es el mismo que para los demás: la escuela como presunto lugar de salvación, una búsqueda que recuerda a las historias que vivieron los personajes de la novela de Victor Hugo Los miserables (1862).

El tormentoso personaje de Fantine de esta obra, como madre que tiene que abandonar a su hija ante la imposibilidad de proporcionarle bienestar, entra con su eco abrumador en muchas narraciones entrecruzadas del sistema educativo, mientras los políticos hablan ahora con palabras biensonantes de los derechos de la infancia, a diferencia de los tiempos revolucionarios en los que se ambienta esa obra.

En el marco de esta nueva tiranía, los docentes sobreviven, maniatados ante la imposibilidad de dar respuesta a esa compleja labor que supone lo que llamamos “gestión del aula”

A la par del fuego cruzado que sigue marcando los pasos de una educación polarizada y convertida en tablero de juego, la escuela se desangra cada vez más en casos de marginación, abusos y rechazo de jóvenes estigmatizados por su diversidad. Dentro de un desesperado ejercicio de supervivencia material y servidumbre del emprendimiento, trabajar las emociones aún no es una prioridad en las decisiones de quienes desde fuera pueden cambiar el devenir de la escuela. 

En el marco de esta nueva tiranía, los docentes sobreviven, maniatados ante la imposibilidad de dar respuesta a esa compleja labor que supone lo que llamamos “gestión del aula”, para poder convertirlas en ambientes habitables para el aprendizaje. Vivimos en un país en el que la salud mental y emocional nunca ha sido una prioridad. Una sociedad en la que los pilares públicos que mantienen el bien común y el esqueleto de la sociedad del bienestar a través de la sanidad y la educación se han desvanecido en intereses diversos. 

Las actuales leyes educativas diseñan un entramado de funciones del profesorado difícil de abordar en las actuales condiciones. Los requerimientos de las Naciones Unidas instan a crear un marco de actuación a través de los órganos públicos de protección de la infancia: un espacio compartido donde su bienestar sea una prioridad de Estado. Sin embargo, todo ello se quiere incrustar con unos niveles de inversión educativa todavía por debajo de la media de los países de la OCDE, lo que convierte cualquier acción en una estrategia resbaladiza en manos de la buena voluntad de los profesionales de la educación.

Dentro de ese loable pero insuficiente planteamiento, nació en los centros la figura de la persona coordinadora para el bienestar y la protección del alumnado, enmarañada a través de una imperiosa necesidad de darle forma, a trompicones, a acuerdos de tratados internacionales y convenciones ratificadas por España desde hace décadas, así como a lo propugnado en el artículo 39 de la Constitución Española. Pero el problema no es tanto el qué, sino el cómo ha llegado esta prioridad a colegios e institutos. 

No se puede confiar el bienestar y la salud mental de los menores de edad a un docente del centro con alguna hora de descuento para que diseñe una de las prioridades comunes más delicadas, necesarias y ambiciosas que tiene entre manos el sistema educativo, que pasa por proteger a los "miserables” de la escuela. Quien pensó en esa figura, desconocía seguramente el entramado orgánico de los centros escolares en su cotidianidad —algo que no es nada nuevo—, en donde los problemas relacionados con la salud emocional de cientos de menores a cargo de docentes formados en sus especialidades sacuden como relámpagos fugaces en una estructura cerrada donde todo está encorsetado. Y ello tiene consecuencias también, claro está, en la merma de aprendizajes y el bienestar del propio profesorado.   

El marco de acción que exige la situación actual exige de un urgente plan multidireccional donde los servicios externos de apoyo a la escuela, que siempre han abordado fugazmente intervenciones puntuales en el extrarradio educativo, intervengan en nuestro terreno de trabajo mediante un diseño de actuación pormenorizado. Desde una dotación mayor de recursos humanos a los departamentos de orientación hasta un trabajo coordinado con parcelas sanitarias y sociales que puedan actuar de manera ágil y más allá del entramado burocrático en la derivación de la compleja problemática que desborda a unos profesionales educativos con escasa formación para ello. Y esa es la urgencia de un debate nacional que nunca se ha querido afrontar y que deja a los más débiles en situación de indefensión, mientras seguimos cambiando leyes que no penetran en la raíz del problema.

Muchas veces le digo a mi alumnado que el arte ha servido de evasión y refugio del ser humano ante todas sus debilidades. Les sugiero que proyectarse en personajes que sufrieron embates vitales en distintas obras nos permite, cuando nos sentimos mal, mirarnos en el espejo de universales emocionales que siempre han estado ahí, como marco para la insatisfacción vital. Y mientras el deterioro emocional de nuestros estudiantes invade en su expresión más cruel los designios de un destino que maniata, se lo sigo diciendo, como fórmula de sobrevivir a la existencia. 

En ese marco, están dentro de cada uno de nosotros Jean Valjean, Fantine, Cosette y otros personajes de Los miserables de Victor Hugo. Mientras, los otros “miserables”, los de la escuela, seguirán a nuestro lado en cada rincón de los centros, respirando con aliento entrecortado el anhelo de otra educación que nunca llega: la que pueda convertir el bienestar común y los cuidados mutuos en pilar para el progreso y desarrollo de todo ser humano. 

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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa.

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