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De negros, mujeres y proletarios

Juan Manuel Aragüés Estragués

Condición indispensable para hacer política es mirar a los ojos a la realidad. Por decirlo de otro modo, no contarse historias, no inventarse escenarios que puedan resultar acogedores pero que solo sirven para laminar la eficacia de la acción política. El realismo en política es una actitud que ha sido siempre ponderada desde la tradición materialista, la de Maquiavelo, Spinoza o Marx. Mientras el idealismo se ha empeñado en ocultar el mundo real, desde las ficciones aristocráticas platónicas hasta las abstractas modelizaciones liberales que van de Locke a Habermas, el materialismo se ha esforzado por analizar la realidad concreta, la historia, para, a partir de sus enseñanzas, intervenir sobre ella.

En este sentido, Spinoza, en su Tratado político, señalaba que hay que construir esa política sobre cómo es en realidad el ser humano, no sobre cómo nos gustaría que fuera. Cautela que se nos antoja extremadamente necesaria y que queda refrendada día a día. En las últimas fechas hemos asistido a acontecimientos que nos exigen darnos cuenta de que la política no puede ser construida sobre pretendidas esencias (de la clase obrera, de las mujeres, de las minorías raciales) que, en última instancia, no sirven para explicar nada. Acabamos de contemplar cómo un partido racista como Vox coloca en su máxima dirección a una persona negra, hemos visto cómo algunas mujeres restaban importancia a los gritos machistas y violentos que les dirigía una cuadrilla de energúmenos, comprobamos, elección tras elección, cómo sectores de las clases populares se decantan por el fascismo o cómo los empobrecidos se indignan ante una posible subida de impuestos a los ricos.

El mundo al revés, podría decirse desde un análisis excesivamente simple, como si el mundo debiera responder a unas lógicas prefabricadas en las que cada uno, cada una, ocupara convenientemente su lugar preestablecido. Pero ahí es donde el análisis comienza a flaquear porque, precisamente, deja de ser análisis y se empeña en juzgar a los sujetos por una sola de las múltiples condiciones que les constituyen. Marx, aunque algunos de sus seguidores no lo han tenido en cuenta, ya dejó establecido que “la esencia humana es el conjunto de sus relaciones sociales”, es decir, expresión de la complejidad que atraviesa al ser humano. Nunca se es solo mujer, u obrero, o negro. Y por ello ser mujer, obrero o negro acaba diciendo muy poco de la persona en cuestión, que puede ser machista, reaccionaria o racista, respectivamente.

Ni ser mujer te hace feminista, ni ser obrero te convierte en revolucionario, ni ser negra te hace antifascista. Los sujetos políticos no tienen perfiles sociológicos determinados, son mestizos, amalgamados, plurales

Es cierto que provoca estupor escuchar a chicas jóvenes, en 2022, respaldar actitudes que las vejan y menosprecian. Pero cuando escuchas a alguna de ellas, pertrechada con su pulserita rojigualda y abundantes medallitas de vírgenes al cuello, apelar a la tradición, y ves vídeos de sus vecinos de enfrente levantando el brazo y lanzando gritos nazis, puedes empezar a pensar que, más allá de las cuestiones de género, existe entre ellos y ellas una alianza ideológica que se convierte en determinante de sus juicios y actitudes. No quiero decir –sería un análisis también incorrecto– que todas las chicas que justifican esta actitud lo hagan como consecuencia de posiciones políticamente reaccionarias, aunque en el caso que describo probablemente sea así. También las habrá, quizá la mayoría, que lo hagan desde una aceptación inconsciente de un machismo que no se es capaz de detectar. Pero en todo caso, nos pone sobre la mesa una cuestión muy clara: que ser mujer no es garantía de actitudes contrarias al machismo. Como ser negro no garantiza estar libre de actitudes racistas, ni ser obrera de posiciones políticamente reaccionarias.

Esto nos permite desembocar en la cuestión de la política para señalar lo enormemente erróneo de atribuir esencias a determinados colectivos y adjudicarles, de ese modo, una necesaria orientación ideológica. Está de moda en los últimos tiempos entre cierta izquierda reivindicar un discurso obrerista de cuya pérdida, entienden, proceden los actuales males de la política. Es lo que pudimos leer, por ejemplo, en el exitoso libro de Daniel Bernabé La trampa de la diversidad, en el que, desde la reivindicación de un pasado mitológico, que poco tiene que ver con la historia real, se apuntaba la necesidad de recuperar la centralidad de la clase obrera como sujeto político. Y aunque el autor pudiera tener una cierta razón en la crítica del particularismo de algunos actores políticos, centrados en la defensa exclusiva de su identidad concreta, acababa cayendo en un esencialismo del mismo tenor y en el error de derivar una esencia política de una realidad sociológica. Algo de lo que Marx ya abominó en el siglo XIX.

Ni ser mujer te hace feminista, ni ser obrero te convierte en revolucionario, ni ser negra te hace antifascista. Los sujetos políticos no tienen perfiles sociológicos determinados, son mestizos, amalgamados, plurales. Los acontecimientos de estos últimos días debieran mostrarnos que el sujeto político que confronte con las múltiples expresiones del fascismo contemporáneo se ha de nutrir de diferentes luchas y proyectos y ser consciente de la necesidad de, lejos de encerrarse en esencias mitológicas, ganar para su causa a los más amplios sectores de la sociedad, convertirse en mayoría social. Nada que ver con inexistentes esencias sino con la capacidad de generar relaciones.

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Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de 'Deseo de multitud. Diferencia, antagonismo y política materialista'.

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