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El origen de la distopía

En estos días, una serie de “youtubers” españoles, que reúnen millones de seguidores han, no sólo comunicado, sino alardeado de llevar su residencia fiscal a Andorra para pagar allí menos impuestos que en España. Podría ser maldad, pero también simpl

Óscar López Águeda

Distopía (con tilde en la i) es según la RAE: la “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Las más conocidas que se han escrito son Un mundo feliz, Rebelión en la granja, 1984, Blade Runner, Years and years o Black Mirror, todas ellas de muy recomendable lectura (o visionado si no se tiene el buen hábito de la lectura).

En los últimos años, hemos vivido muchos acontecimientos que nos han hecho sentir que vivíamos en una distopía. Desde la crisis financiera de 2008 hasta la crisis de una pandemia mundial generada por el covid, pasando por el Brexit, el auge y caída del trumpismo (toma del Capitolio incluida) o el renacimiento de las ideas y los partidos más extremistas que creíamos extinguidas tras la segunda mitad el siglo XX. Por otra parte, el cambio climático podría provocar la mayor disrupción en nuestra historia, aunque existan quienes lo seguirán negando hasta que sea demasiado tarde.

Cada vez que afrontamos uno de estos acontecimientos, nos hacemos las mismas preguntas: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿cómo ha sido posible?, ¿por qué no lo evitamos antes? Gran parte de la respuesta a estas preguntas tiene que ver con pequeños cambios, mensajes y actitudes que pasamos por alto o sencillamente banalizamos o menospreciamos hasta que el daño está causado.

Sabido es que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, pero no por eso debemos rendirnos ni dejar de esforzarnos en utilizar nuestras mejores armas contra dicha realidad: el conocimiento, la ciencia, la pedagogía, el aprendizaje de la historia, el respeto a las normas que garantizan nuestra convivencia y nuestra evolución…

Hay ejemplos positivos. Seguramente existe alguna relación entre la elección en 2008 del primer Presidente negro en Estados Unidos y la conocida negativa de Rosa Parks a ceder su asiento en la trasera de un autobús en Alabama el 1 de diciembre de 1955. Cierto es que pasó más de medio siglo entre uno y otro acontecimientos, pero fueron pequeñas semillas como la de Rosa Parks las que hicieron florecer un hecho tan relevante como la lucha contra la discriminación racial y el avance de los derechos civiles.

Sin embargo, existen también muchas pequeñas semillas del mal. Las que provocan xenofobia, odio, retroceso e involución en definitiva.

La Historia está repleta de errores cometidos por desconocimiento o sencillamente por menosprecio. De hecho, uno de los errores clásicos de la Ilustración ha sido siempre el menosprecio por la pequeñez intelectual del rival.

Déjenme que comparta con ustedes una realidad tan importante como menospreciada o sencillamente desconocida. La mayoría de nosotros hemos crecido bajo las influencias de la literatura, de la televisión, la radio o los periódicos, de la música anglosajona o del cine norteamericano. Nuestros “influencers” tenían firma, eran conocidos por todos y eso garantizaba, en parte, el control de los mismos, que se jugaban su presente y su futuro en base a la calidad de sus creaciones o de sus opiniones.

En el mundo digital no es así. Muchas de las corrientes de opinión se crean de manera anónima, siendo verdaderamente difícil rastrear su origen. Muchas de ellas ni siquiera son reales, sino que son sintéticas: creadas en un “laboratorio” y pagadas por alguien.

Sin embargo, en dicha sociedad digital existen también prescriptores con cara y ojos. Se llaman “influencers”, “tik-tokers”, “instagramers” o “youtubers” y viven de la cantidad de visionados o de “likes” que contabilizan. Ninguno de ellos ha recibido una formación específica ni sigue un manual establecido para llevar a cabo su empleo, que en algunos casos es verdaderamente lucrativo.

Déjenme que les cite un ejemplo. Si no tienen ustedes hijos que tengan la edad oportuna, seguramente no conozcan a Charli Damelio. Pues bien, la buena de Charli es una chica de 16 años, nacida en Connecticut, cuyos bailes en la red social llamada “Tik-Tok” le han reportado más de 100 millones de seguidores, que son verdaderos fans, en todo el planeta. Ahora imaginen ustedes que Charli recomienda un vino o unas zapatillas y supongamos que el 99% de sus seguidores no siguen su recomendación y que sólo uno de cada cien sí lo hace. Entonces, ese vino o esas zapatillas habrán vendido un millón de botellas o de pares de deportivas. Ahora supongan que el porcentaje de respuesta no sea del 1% sino del 10% o del 20%... Ahí tienen ustedes el poder de esta chica medido en dólares, pero podría medirse también en votos, si en lugar de botellas de vino o zapatillas, recomendara el voto a un partido o la adhesión a una idea. Pues sí, seamos conscientes de que una chica de 16 años nacida en Connecticut a quien la mayoría de ustedes desconocen, tiene ese poder. Un poder global como globales son sus seguidores. Como Charli, hay muchos más.

Esto no tiene por qué ser malo ni bueno como tal, pero exige una reflexión por parte de todos porque el poder de dichos “prescriptores” puede ser maravilloso empleado en buenas causas y letal si se utiliza para “viralizar” el mal.

En estos días, una serie de “youtubers” españoles, que reúnen millones de seguidores, no sólo han comunicado sino que han alardeado de llevar su residencia fiscal a Andorra para pagar allí menos impuestos que en España. Podría ser maldad, pero también simple ignorancia, lo que les lleva a olvidar que todo el sistema del Bienestar edificado en Occidente o al menos en los países más desarrollados se basa en una fiscalidad justa, progresiva y solidaria que permite sostener nuestras infraestructuras, nuestra educación, nuestra sanidad, nuestros seguros de desempleo o nuestras pensiones. Puede que algunos de ellos no lo necesiten nunca más, pero seguro que sus padres, sus hijos o sus hermanos sí lo hagan.

Si en el futuro se empequeñece el escudo social que garantiza nuestro modo de vida, si en el futuro no hay pensiones públicas o dependemos de un seguro privado para nuestra atención sanitaria (como ya ocurre hoy en Estados Unidos), o si las Corporaciones tienen más presupuesto y más poder que los Estados (ya existen varios ejemplos) contemplaremos esa distopía y nos preguntaremos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Claro que no habrá sido sólo por esto. Claro que la corrupción, la mala administración, la codicia, la desregulación, la demagogia o el populismo han causado estragos. Pero al menos tenemos los votos, el parlamento, la prensa y los tribunales para evaluar y juzgar. Porque existen leyes y controles para ello en todos los estados democráticos de derecho.

Pero desde luego, todo ello no debe servir como excusa para permitir que las nuevas generaciones crezcan pensando que todo es gratis, que no tiene que pagar más el que más tiene o que basta con grabar vídeos de 20 segundos para ser millonario sin tener que esforzarse, estudiar, entrenar, madrugar, trabajar duro y renunciar a muchas cosas.

Hace algunos años, algunos abanderaron la lucha contra el “canon digital” o cualquier forma de pago o de regulación de los contenidos digitales. Años después, nos escandalizamos al descubrir que lo gratis no era tan gratis porque en realidad estaban comprando nuestros datos y aceptamos las “cookies” que hagan falta con tal de acceder a cualquier contenido.

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Antes de que sea demasiado tarde, debemos evitar que toda una generación crezca pensando que todo está consolidado y que no hay nada más importante que el “yo”, porque esa será la derrota de nuestra sociedad y de nuestro modo de vida que, con todas sus imperfecciones e insuficiencias, es el mejor sistema que hemos tenido desde que pisamos este bendito planeta.

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Óscar López Águeda es autor de “Del 15M al Procés” de Ediciones Deusto y presidente de Paradores

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