¿El planeta está enfermo?

En estos últimos días, no han faltado interesantes argumentos para apasionarse al drama que vivimos y que se conoce como crisis climática. Entre las llamadas a apuntarse a la “transición ecológica” y las protestas para animar a los políticos de los países reunidos en la Cop26 a ser más ambiciosos en sus objetivos y estrategias, no han faltado referencias esperanzadoras hacia las nuevas tecnologías, dentro y fuera de la Cop26, para salvar al planeta Tierra del desastre conocido como calentamiento global. Es como si nuestro planeta estuviera enfermo, y hay muchos sabios y doctos reunidos al pie de su cama debatiendo sobre como salvarle el pellejo.

El caso es que nuestro planeta no está enfermo, ni mucho menos. Cierto es que se está calentando rápidamente, pero ya estuvo más cálido hace millones de años, y mucho más frío hace unos cuantos miles. Los que estamos enfermos somos nosotros y, por supuesto, lejos de reconocerlo. Deberíamos, con mucha más humildad reconocer que, en el ultimo siglo, hemos provocado un aumento marcado de la temperatura media del planeta y que esto ha generado una reacción en cadena de varios fenómenos climatológicos que harán dentro de veinte, o como mucho treinta años, que la vida en la Tierra sea mucho más hostil para el género humano de lo que ha sido hasta ahora. Pero, siempre con la misma humildad, deberíamos también dirigir nuestra mirada no tanto hacia las síntomas (el calentamiento) sino que hacia sus causas.

Deberíamos, con mucha más humildad reconocer que, en el ultimo siglo, hemos provocado un aumento marcado de la temperatura media del planeta y que esto ha generado una reacción en cadena de varios fenómenos climatológicos

Allí es donde empieza lo difícil. Estamos inmersos en una racionalidad económica global que se basa, fundamentalmente, en dos postulados. El primero es que es posible, y necesario, fomentar un crecimiento económico infinito. Cierto, esto implica también un aprovechamiento sin límites de los recursos naturales ofrecidos por el planeta. Así es como una élite económica, a nivel global, nos lleva a quemar en un día de julio los recursos que el planeta tierra es capaz de regenerar en un año entero. Dicho de otra manera, es como si viviésemos de nuestros salarios hasta julio, y desde julio hasta diciembre, viviésemos tomando prestado recursos que nunca seremos capaces de devolver. Pero los que más se benefician de este modelo no quieren cuestionar esta forma de existencia, básicamente, y así acabamos cargando estas deudas a las siguientes generaciones. Ellos verán como apañarse.

No es que los líderes mundiales no lo reconozcan. Claro que están conscientes de esta situación pero, y aquí viene el segundo postulado, creen que, gracias a la innovación tecnológica, no solamente seremos capaces de reducir nuestra hambre de recursos sino que seremos incluso capaces de ayudar el planeta a regenerar sus recursos más rápidamente. En el fondo, esto es lo que misioneros del crecimiento verde y de la economía circular nos están predicando en sus sermones. Solo se trata de invertir más en innovación, reciclar más, ser mas eficientes y el problema quedará solucionado.

Llevamos veinte años ya con propuestas globales de cambio de modelos económicos, primero hacia las nuevas bioeconomías, más recientemente hacia economía circular y, ya lo último, una síntesis de las dos, la bioeconomía circular. Las bioeconomías buscan, fundamentalmente, remplazar combustibles fósiles con biocombustibles, aprovechar más fuentes y recursos renovables a partir de las biomasas, y beneficiarse de las oportunidades ofrecidas por los organismos genéticamente modificados para seguir manteniendo a flote el sistema productivo actual. Las economías circulares dirigen su atención no tanto hacia la fuente de los recursos sino que hacia innovaciones que permitan reducir al mínimo los inputs de energía y recursos extraídos del planeta, reciclar cuanto más posible los productos y resultados del proceso productivo y reintegrar, aprovechándolos, los residuos de este proceso. La bioeconomía circular, de alguna manera, busca combinar los dos procesos en uno.

Ya se ha demostrado en varias ocasiones que remplazar recursos fósiles por renovables no soluciona el tema de la contaminación y pone bajo presión las superficies cultivable para alimentos, y que el avance de los transgénicos cuestiona la soberanía alimentaria del género humano. También se ha demostrado que, por razones puramente físicas, ninguna economía puede llegar a ser integralmente circular, ni siquiera acercarse a ello. En la Unión Europea, de hecho, a duras penas hemos alcanzado un 10% de circularidad en la economía. Por no hablar de las implicaciones sociales que una fuerte circularidad tendría en los países en desarrollo. A pesar de esto, no paramos de escuchar apelaciones a subirse al carro de la transición ecológica para ser líderes de la economía del futuro. Si realmente nos volcamos en estas innovaciones, nos dicen, curaremos nuestro planeta y nuestra civilización podrá seguir (casi) igual.

Va a ser que no, y por muchas razones. Pero la fundamental es que el problema no reside en los daños causados por las sociedades industriales, sino en el sistema económico que las rige, el capitalismo. La racionalidad económica del capitalismo global está basada en un crecimiento infinito. De hecho, hay que mantener un nivel tal de crecimiento para que algo llegue a los colectivos, países y naciones más desfavorecidos que cualquier intento de reducirlo, dejando intacto el nivel de desigualdad actual, desencadenaría protestas de un nivel quizás nunca experimentado en la historia reciente. La profunda conexión global entre crecimiento infinito y desigualdad hace que el capitalismo y un planeta tierra amigable para la humanidad no sean compatibles. Ni siquiera si aceptáramos el segundo postulado, es decir que las tecnologías sean capaces de conseguir lo que se espera de ellas. Para empezar, porque no le daría tiempo. Por más coches eléctricos que quisiéramos producir es imposible que las tecnologías nos salven dentro de 10-15 años que es el tiempo que nos queda para revertir el proceso. Y, segundo, porque ya hay cambios que son irreversibles, incluso manteniendo el calentamiento global en 1,5 grados.

Hay que cambiar radicalmente enfoque. Primero hay que aceptar que, por lo menos los países industrializados del norte, deberían reducir paulatinamente sus actividades económicas concentrándose sobre la expansión del bienestar y no en políticas que fomentan el crecimiento del PIB. Si se considera que países como España e Italia tienen niveles de bienestar muy por encima de EEUU teniendo rentas per capitas mucho mas bajas, esto es seguramente posible. Sin embargo, este esfuerzo requiere un proceso de planificación económica democrática y participativa que el pensamiento económico dominante considera herético y dañino. Segundo, tenemos que aceptar que los niveles de desigualdad que mantenemos, y que no paran de crecer desde los años setenta, no son compatibles con una transición ecológica justa. Si hay que producir menos y reciclar más para adaptar la economía global a los límites del planeta, es necesario redistribuir lo que tenemos de manera distinta. ¿Utópico? Quizás, y ahora mismo nadie tiene claro como conseguirlo. Pero no se trata de una lucha filosófica o moral, o de soñar un mundo perfecto que nos ilusione más que el actual. Es que, sencillamente, el actual tiene los años contados. Esta última crisis energética no es más que otro aviso. Por otro lado, también es utópico pensar que los países, y los actores económicos de alcance global, que son precisamente los propios responsables de que nos enfrentemos a este escenario, se hagan responsables de la situación y modifiquen radicalmente su conducta, más allá de retoques cosméticos o pequeña autolimitaciones estiradas en el tiempo.

Entonces, ¿qué? Se nos ocurren varias cosas. Una primera ya se está explorando:  volver a incorporar en las transacciones económicas las externalidades que el pensamiento económico neoclásico había eliminado de la ecuación. Si en el precio de cada producto incluimos su verdadero impacto ambiental, en términos de reducción de recursos naturales y de contaminación, su coste será mucho mayor. Después, habría que introducir medidas drásticas de reducción de la desigualdad, para aprovechar mucho mejor, a nivel social, los beneficios que la economía seguirá generando. Algunas medidas necesarias serían, por ejemplo, reestructurar y eliminar parte de la deuda pública, establecer límites regionales o bio-regionales a la explotación de recursos naturales con mecanismos participativos y reducir y compartir el tiempo de trabajo. Otras medidas ya empiezan a implementarse como la renta básica, y hablamos ya de renta máxima. También sería necesaria una reforma fiscal y una optimización del parque inmobiliario. Además, es preciso dejar de subsidiar actividades sucias y fuertemente contaminantes desplazando los recursos hacia actividades limpias. Por último, es necesario remplazar el PIB con un portfolio de indicadores de bienestar social y diseñar políticas públicas alrededor de ellos.

Pero estas solo son medidas de corto plazo, para paliar los efectos más brutales de un progresivo decrecimiento. Más a largo plazo, no solo economistas, físicos, sociólogos, antropólogos, biólogos e ingenieros, sino que también muchos colectivos sociales tendrán que unirse en un esfuerzo colectivo para repensar las bases (y los límites) de nuestras economías. Quizás parezca absurdo, pero también era impensable generar una vacuna para la pandemia global del covid en menos de un año hasta que se ha conseguido. No faltan, a nivel global, conocimiento y recursos para embarcarse en lo que es realmente el gran reto vital del siglo veintiuno.

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Vincenzo Pavone pertenece al Instituto de Políticas y Bienes Públicos (IPP-CSIC) y Mario Pansera a la Universidad de Vigo

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