El populismo y la democracia de las catástrofes

Gaspar Llamazares

Y el virus del populismo neo-fascista reapareció de nuevo entre nosotros. El virus que parecía haberse atenuado en Europa y en América, y que sin embargo se ha reactivado en los últimos años hasta el punto de doblegar la tradición antifascista desde la Constitución de la República Italiana.

En un primer momento, se consideró la demagogia y el populismo como la representación más genuina de lo que Aristóteles denominaba la corrupción de la democracia, es cierto que desde una posición aristocrática y de desconfianza en la participación popular. Desde entonces, el populismo ha acompañado a la democracia a lo largo de los siglos con distintas formas y orientaciones políticas, desde Napoleón III en Francia a los partidos agrarios en Rusia y los EEUU, y de éstos al obrerismo de Alejandro Lerroux en la II República española. El populismo en la actualidad, después del fracaso de las experiencias del nazifascismo primero y más tarde del socialismo real, y la ruptura del pacto social del Estado de bienestar, se expresa más bien como un delirio megalómano o de poder, sin condicionamientos ni mediaciones, que recientemente se ha reactivado en el caldo de cultivo del malestar social y la desafección democrática provocada por las políticas neoliberales, la reciente crisis financiera, junto a los efectos polarizadores de la transición de la sociedad analógica en sociedad digital y por la incapacidad de la democracia para ofrecer soluciones. Así ha ocurrido en España con el independentismo y los nuevos partidos salidos de la reacción frente al Procés o de la indignación del 15M. Hoy, este espacio impugnatorio ha sido colonizado por su opuesto contrapuesto del nacional-populismo de ultraderecha representado por Vox dentro del movimiento de la ultraderecha global. Un virus y su patología: el delirio de poder y su extensión a los principales órganos del Estado, que esperábamos que fuera un trastorno transitorio de la democracia, sobre todo a partir de la derrota de Donald Trump y su burdo intento de golpe de Estado.

Sin embargo, a tenor de su reiteración y de su duración en el tiempo, el populismo se revela como un trastorno crónico degenerativo y cada vez más global, que ha puesto en evidencia cuáles son las condiciones sociopolíticas en las que se ha de desarrollar la democracia y por tanto el reconocimiento del pluralismo, el diálogo y el acuerdo entre diferentes como base del gobierno de lo común en un periodo caracterizado por un estado de catástrofes, la emergencia y la incertidumbre. Y hay explicaciones para ello.

Esta contaminación populista afecta también al conjunto de las instituciones del Estado, siendo perceptible sobre todo en la judicialización de la política y en la instrumentalización política del Tribunal Constitucional, instrumentos clave

Porque fuera de las coordenadas de la democracia representativa se corre el riesgo de alterar las funciones más vitales de la percepción, la empatía, la inteligencia, la capacidad ejecutiva, así como la memoria de la acción política en democracia. Unas funciones vitales de la política en democracia desarrolladas por los órganos e instituciones que abarcan desde la sensibilidad y percepción de los partidos, la inteligencia del parlamento, la capacidad ejecutiva del Gobierno y la memoria y el equilibrio del conjunto de las instituciones del Estado, junto con el procesamiento de la información por parte de los tradicionales y de los modernos medios de comunicación y la no menos trascendental cultura democrática de la sociedad civil organizada.

La democracia representativa, si bien ha sido sacudida desde su inicio por los populismos, y la mayoría de las veces a pesar de ellos, los ha superado y se ha ido ampliando y fortaleciendo. Sin embargo, hoy corre el peligro de morir atrapada entre la presión de los totalitarismos exteriores y la carcoma del populismo en su propio seno, cada vez más monopolizado por la ultraderecha, como su más genuina representación política. No hay más que ver las negativas consecuencias del trumpismo, del Brexit en Gran Bretaña, el Procés en Cataluña y más recientemente del negacionismo y los maniqueos en la pandemia y ahora de la geopolítica del imperialismo gran ruso en la invasión y la guerra de Ucrania, como también del empecinado negacionismo del cambio climático y el peligroso crecimiento de la extrema derecha en Europa, que ha llegado recientemente al gobierno de Italia, ahora dirigida por la ultraderecha de la mano de una derecha iliberal. Por eso es tan importante diagnosticar la afectación de los organismos y de las funciones más vitales de la democracia representativa para, a partir de ahí, tratarlo y prevenir su reaparición en el futuro. En primer lugar en relación a la forma y función del partido político, que ha ido evolucionando desde el ideal del intelectual colectivo al partido de masas y más recientemente al partido como contenedor y gestor, y que ahora afectado por el virus del populismo de organización del pensamiento se ha degradado hasta el espectro de una mera guardia pretoriana del líder y de un relato endogámico, una estructura de agitación. También con respecto al asalto al carácter central del parlamento convertido en un campo de maniobras y ahora de batalla, con lo que se impide su función representativa, deliberativa, y de mediación, de diálogo y de pacto entre diferentes, esencial para la democracia, sustituido por la escenificación de la mera agitación frente a un adversario tratado como enemigo a batir, todo ello disuade aún más a la ciudadanía de la imprescindible participación en democracia, y ese es el objetivo: Que la sociedad no se sienta representada. Y asimismo de las dificultades para superar el fraccionamiento, la incertidumbre y la complejidad actual de unos gobiernos cada vez más compartimentalizados y a la par presidencialistas. Un trasunto del fraccionamiento de los viejos proyectos compartidos en forma de relatos de parte. Esta contaminación populista afecta también al conjunto de las instituciones del Estado, siendo perceptible sobre todo en la judicialización de la política y en la instrumentalización política del Tribunal Constitucional, instrumentos clave en la generación de cultura cívico-política y para la ampliación del perímetro democrático, en los que se ataca su función constitucional, la dialéctica del consenso y se desarrolla la imposición de la mayoría sobre la minoría, cuando no el intento de convertir a la justicia y a los tribunales en una instancia espuria de control político del parlamento y de oposición política al Gobierno. Una contaminación populista que se alimenta de la polarización de la sociedad civil, que también se amplifica desde las redes sociales y hasta en los propios medios de comunicación tradicionales con la entronización del maniqueísmo.

Todo ello se da en una sociedad gaseosa y eruptiva, hoy en acelerada transición desde la sociedad del riesgo (en los términos de Ulrich Beck) a la emergencia con el encadenamiento de las catástrofes, desde la pandemia al cambio climático y la guerra, en que la ciudadanía va tan pronto de la incertidumbre a la indignación como luego a una angustiosa búsqueda de la seguridad. En este contexto, la política se mueve condicionada por lo urgente e inmediato frente a la búsqueda de la definición consensuada de las prioridades más vitales y sus soluciones a medio y largo plazo. Por eso mismo es urgente repensar colectivamente las condiciones actuales de la democracia.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa.

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