Rebeldes con causa

Lucía Ruano Rodríguez

La primera vez que leí el texto de la Constitución de 1978, después de haberme licenciado un año antes, créanme si les digo que me quedé “anonadada” al leer el artículo 9 en su apartado primero. ¡Se acabó la tiranía! Ya ejercía como abogada. A partir de ese momento le podría decir al magistrado de turno que no sólo mi defendido y yo debíamos cumplir la ley, sino que incluso él mismo también estaba obligado a cumplirla. Cuarenta años después puede que suene a invento o a disparate lo que ahora cuento si no se ha vivido en esa época.  

El artículo 9.1 dice que "Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico". Que los ciudadanos estuvieran sujetos a la ley no me llamaba la atención, pero que los poderes públicos estuvieran sometidos a las leyes, eso era para mí una gran novedad. Además, el mismo artículo finalizaba garantizando, entre otros, " los principios de legalidad… así como la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos". Esto último me parecía verdaderamente novedoso viniendo de una cultura política y jurídica en la que las leyes se hacían para que las cumplieran los subordinados, frente a los cuales, los poderes políticos instituidos como árbitros no elegidos democráticamente interpretaban y aplicaban las leyes bajo criterios de oportunidad, conveniencia, equidad cuando la había y, en muchos casos, de pura arbitrariedad. Para ello contaban con un poder judicial conformado de acuerdo con la inexistencia de los presupuestos del Estado democrático de Derecho: ni elecciones libres, ni soberanía popular, ni separación de poderes, ni imperio de la ley. 

En los años ochenta y noventa, el sistema político democrático se consolida e impregna el ordenamiento jurídico en su conjunto. El proceso de democratización del poder judicial discurrió más lentamente a pesar del notable cambio que supuso la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 (la anterior provenía del siglo XIX). A mediados de los ochenta y los noventa, el judicial llegó a ser el poder mejor valorado en las encuestas. Se hizo perceptible un cambio en la extracción social de los nuevos jueces y magistrados, se abrieron nuevas formas de acceder a la judicatura, diferentes de la tradicional oposición, se adecuó la organización y planta de órganos a la estructura autonómica del Estado y los nuevos jueces asumían sin dificultad los nuevos valores y presupuestos jurídicos del Estado democrático de Derecho. Cuarenta años después parece que todo este entramado jurídico constitucional se estuviera desmoronando. 

El Consejo General del Poder Judicial lleva ya casi cuatro años en funciones. También desde hace unos meses, cuando se tienen que nombrar magistrados en el Tribunal Constitucional, varios vocales con el mandato ya vencido se niegan a cumplir la ley que ha fijado un plazo para que se lleve a cabo la designación que a este órgano corresponde.   

Estos altos cargos no sólo están incumpliendo las leyes vigentes, también están cometiendo un fraude a la Constitución y a su espíritu, que no es otro que limitar el tiempo de quienes administran el poder judicial y posibilitar que, aunque no de forma automática ni mimética, porque los tiempos no son coincidentes, se puedan reflejar los cambios políticos y sociales expresados por la sociedad a través de elecciones periódicas, libres y democráticas, tanto en el órgano de gobierno de los jueces como en el Tribunal Constitucional. 

El todavía presidente del Consejo, que lo es también del Tribunal Supremo, utilizó el término “rebeldía” para referirse a la postura obstruccionista del grupo de vocales que se niegan a cumplir la ley y la Constitución. Por ello, anunció su posible dimisión. De intento de “golpe de Estado institucional” lo han calificado algunos juristas (Tomás de la Quadra Salcedo en El País, por ejemplo). 

Las excusas que vienen esgrimiendo estos rebeldes son variopintas. Alegan que hay que cambiar la ley. La ley que piden que se cambie fue elaborada en el año 2013 y aprobada en el Parlamento por el mismo partido que entonces tenía la mayoría y con el que algunos mantienen vínculos estrechos; no sólo por el hecho de que fuera el partido que les propuso en su día para ocupar el cargo. ¿Desde cuándo los ciudadanos cumplimos las leyes sólo si nos gustan o esperamos a que se cambien por otras a nuestro gusto o conveniencia?

Tanto o más disparatada es la afirmación de estos vocales y del líder de la oposición de derechas de que la ley que se aprobó por el Parlamento en mayo de este año, para fijar un plazo para la designación de magistrados del Tribunal Constitucional, es “inconstitucional”. No deben de saber que la declaración de inconstitucionalidad de una ley es competencia exclusiva del Tribunal Constitucional.   

El conflicto institucional que han creado lo han trasladado a algunas instancias europeas, afirmando que nuestro modelo de elección de vocales del Consejo no garantiza la independencia judicial. Con ello intentan generar más confusión en la ciudadanía, que no tiene por qué tener formación y conocimientos para saber que la forma de organización de la justicia, entre los varios modelos posibles, no es una competencia de los Tratados de la Unión Europea, siempre que se respeten los principios, valores y garantías que son propios de la democracia y del Estado de Derecho.    

¿Será realmente la defensa de la “independencia del poder judicial”, a la que constantemente aluden, la noble causa que justificaría la rebeldía o el intento de golpe de Estado? 

Como las nuevas generaciones no han estudiado filosofía es posible que no hayan oído hablar de lo que es una falacia o un sofisma, algo que les sería de gran utilidad para navegar en medio de las grandes falacias populistas del momento (falacias ad populum que dirían los antiguos romanos). A estas generaciones les podría comenzar diciendo que la “independencia del poder judicial”, así afirmada, en realidad no existe y que es una gran falacia. Podría también citar lo que sobre ella han afirmado algunos autores que se han ocupado de ello, como por ejemplo A. Nieto, para quien la independencia del poder judicial es un mito. 

Afortunadamente los redactores de la Constitución, entre los que no había ningún magistrado, eran todas personas ilustradas y lo sabían, por lo que el artículo 117 se refiere a “jueces y magistrados independientes”; pero no a un “poder judicial independiente”. 

 ¿Qué querrán por tanto decir estos rebeldes contra la ley y la Constitución cuando confunden el órgano de gobierno del poder judicial con el propio poder judicial y proclaman su independencia de la ley y de la Constitución?  

Pues quieren algo que coincide con lo que realmente piensan y difícilmente pueden ya ocultar: que no creen en la democracia, ni en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; y sobre todo que no creen que los poderes públicos estén sometidos a la ley y al Derecho como el resto de los mortales, como proclama el artículo 9.1 de la Constitución. 

Estos altos cargos no sólo están incumpliendo las leyes vigentes, también están cometiendo un fraude a la Constitución y a su espíritu, que no es otro que limitar el tiempo de quienes administran el poder judicial

Alimentando las falacias populistas omiten que el Consejo es un órgano político que como tal no ejerce jurisdicción y cuyas funciones son todas políticas. Por ello sus integrantes según la Constitución no tienen que ser todos jueces o magistrados. Por lo mismo los jueces y magistrados que parcialmente entran a formar parte del órgano político no pueden –como pretenden– ser elegidos por la corporación o estamento judicial, sin intervención de la soberanía popular. Ello a pesar de que las malas prácticas de los partidos políticos a lo largo de los años hayan restado legitimidad a la elección parlamentaria a ojos de parte de la ciudadanía y de una mayoría de jueces y magistrados. Sobre esta gran falacia llevamos varios años discutiendo. Se olvida que este órgano político que es el Consejo, previsto por la Constitución de 1978, podría no existir, como de hecho sucede en otros modelos políticos de países tan democráticos, como Alemania, Finlandia o Gran Bretaña, sin que por ello se ponga en cuestión la independencia de sus jueces, en cuya designación intervienen los poderes ejecutivos o el parlamentario. 

Si no es la “independencia del Consejo”, como órgano político, cuya existencia en abstracto es más que dudosa y si la independencia práctica de sus integrantes no existe, debido a una designación sectaria  que busca sobre todo la fidelidad al partido mediante la exclusiva intervención de sus  dirigentes en la elección, sin participación alguna de los representantes de la soberanía en el Parlamento, ¿será  entonces la “independencia de jueces y magistrados” la noble causa de los vocales rebeldes? Pues sí, a mi entender esa debe ser la causa.      

Una buena causa para apelar a la independencia de los jueces y magistrados sería el inacabable rosario de investigaciones judiciales por delitos de corrupción que están pendientes de instruir y juzgar. 

Pero para ser corroborada precisaría de una premisa previa que resulta más compleja de examinar y verificar en un artículo de opinión y que sólo me limitaré a apuntar en éste. ¿En España los jueces y magistrados no son independientes? En mi opinión unos sí y otros no o unos más y otros menos. ¿Por qué algunos no lo son? 

Para comenzar a resolver esta ardua cuestión invito a examinar, a quienes tengan interés, el actual estatuto jurídico de jueces y magistrados, después de las sucesivas reformas que se han ido aprobando desde el año 2003, a partir del denominado Pacto de Estado por la Justicia; algunas incluso se fueron introduciendo en ocasiones por vía reglamentaria

Por aquel entonces debieron de pensar algunos juristas de la derecha que en el futuro perder las elecciones o pasar años en la oposición, como habían pasado catorce desde la victoria del partido socialista en 1982, no sería tan grave mientras se pudiera mantener el control del poder judicial. No nos olvidemos, el que ostentan jueces y magistrados. Ese que tiene la última palabra. Bueno, la última la había tenido hasta entonces el Tribunal Constitucional (recuerden el artículo de Francisco Rubio Llorente en El País,Supremo no hay más que uno, pero no es el verdadero”). Hasta que también comenzó a definirse por aquel entonces, mediante oportunas reformas legales, un modelo de justicia constitucional que, en mi opinión, podría haber contribuido a la deriva no sólo conservadora, sino en ocasiones escasamente democrática y a veces abiertamente reaccionaria, tanto de la jurisdicción ordinaria como de la constitucional.   

El cuerpo judicial tiende naturalmente al conservadurismo. La endogamia y el corporativismo después de cuarenta años de dictadura afianzan este sesgo. El poder auto reglamentario, en mi opinión excesivo, del órgano de gobierno –el Consejo–, casi siempre en manos del sector conservador, ha ido haciendo el resto. Bastaba con apretar tuercas y clavijas del estatuto jurídico de jueces y magistrados, del que depende su carrera, es decir, su vida profesional y hasta personal y, en consecuencia, la posibilidad de que sean todos y cada uno de ellos, efectivamente, independientes. Ese estatuto –ingreso, tribunales de selección, nombramientos, ascensos, inspección, régimen disciplinario, situaciones administrativas, como las opacas comisiones de servicio o la actual regulación de los servicios especiales, entre otras– fue etiquetado con propiedad por el todavía presidente del Consejo, al comienzo de su mandato, con la castiza expresión de “el palo y la zanahoria”.

Puede que Lesmes y los vocales que en cada momento le han acompañado no hayan leído nunca a Maquiavelo. No es preciso haber leído El Príncipe para saber que hay dos sentimientos que forman parte de la condición humana: el miedo y la ambición, que bien manejados permiten someter a adversarios y súbditos e incluso a los jueces y magistrados más“rabiosamente independientes”, en incomprensible expresión también utilizada por el presidente.  

De cómo el actual estatuto judicial puede mermar la independencia de los jueces y magistrados en activo es de lo que deberíamos estar hablando. No son tiempos para grandes cambios de un modelo que se ha ido conformando a través de años de reformas; pero tampoco se debería renunciar a revisar aquellas normas que más han podido contribuir a desvirtuar el espíritu de la ley de 1985 y de la propia Constitución, en algunas ocasiones con la aquiescencia y, en otras, con la pasividad del sector denominado progresista. Creo que ahí está el quid de la cuestión.

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Lucia Ruano Rodríguez, ex magistrada.

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