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Saramago y Ellas

El escritor José Saramago, en una imagen de 2009.

Pilar del Río

Los libros, como las personas y las palabras, tienen vida propia. Un día, hace años, Enriqueta Chicano y la Federación de Mujeres Progresistas en que milita y sostiene, decidió coordinar un libro con 14 declaraciones de hombres que aman a las mujeres. El libro se titula Ellas, y por los nombres de los autores se entiende que serán declaraciones de respeto y amor. Uno de los autores es el escritor José Saramago, que dejó el libro, una vez leído y acariciado, en su biblioteca. Y se perdió, pese a ser vistosamente rojo y tener volumen para gritar. Perdido anduvo más de veinte años y ha sido ahora, en vísperas del 8 de marzo de 2024, cuando ha aparecido sano y salvo, reclamando protagonismo. Lo tendrá y no solo en la biblioteca de “A Casa” en Lanzarote: Ellas nació para alumbrar y en tiempos de odio y rabia, cuando en privado y en ciertos discursos públicos se cuestionan las políticas de género, bueno es saber que hay hombres que vienen desde hace mucho defendiendo la dignidad, la histórica de las mujeres, la de los hombres que respetan porque se saben humanos. A manera de introducción escribió José Saramago: 

Escribí un día:

Es la grande, interminable, charla de mujeres, parece cosa de nada, eso piensan los hombres, pero no se dan cuentan de que esta conversación sostiene al mundo en su órbita, que si no hablaran las mujeres unas con otras, ya habrían perdido los hombres el sentido de la casa y del planeta.

Han pasado los años desde aquella reflexión, o comentario, que surgió al contemplar la escena que vivían dos personajes femeninos de la novela que estaba escribiendo y que eran, como casi siempre ocurre, una reelaboración de lo que hemos visto y sentido en nuestras personales vidas. Porque si es verdad que escribimos para comprender también es verdad que sólo escribimos de lo que conocemos, o creemos conocer.

Del mundo de las mujeres, algo he ido sabiendo a lo largo de los años, desde aquellas primeras que conocí en la aldea, con mi abuela Josefa, tan cerca de la tierra que la memoria me confunde los olores de una y otra, o en Lisboa, en las casas compartidas con otras familias donde pasé la niñez de emigrante pobre. Tuve la ocasión de observar comportamientos, charlas, disputas y mutuas ayudas. Era un mundo de estrechez y familia, de hijos pegados a las faldas, de dificultades económicas y de conversación. Los hombres nunca estaban, salían a la calle a ganarse la vida, pero las mujeres de aquel ámbito reducido gobernaban su mundo con una disposición y una pericia tan natural y tan sabia que hoy, tantos inviernos después, sé que allí radica el origen del sostenido respeto y admiración que me provocan y trato de expresar como hombre y como escritor.

La realidad, ya lo sabemos, no es idílica. Los paraísos de la infancia sólo se llaman así cuando son mirados desde otras edades y no vamos a negar que hubo lágrimas en aquellos días. También en nuestro camino de adultos encontramos mujeres que no se reconfortan ni prestan ayuda ni se ayudan a sí mismas, pero al lado de la mejor emoción siempre hay una mujer. La mujeres, por excelencia, son el ser que comprende, estimula y espera. De ellas he recibido las más hondas satisfacciones, los silencios más hermosos, el ejemplo más rotundo, el necesario amor. A cambio he procurado construir personajes femeninos que sean reflejo y homenaje, acto de gratitud y necesidad imperiosa, porque ahora que he vivido tanto sé que no sólo las conversaciones de las mujeres sostienen el mundo, sé que nosotros, yo, nos mantenemos en nuestra órbita particular porque alguien la llena de sentido. Gracias, pues.

Hace años escribí también, en otra novela, esta declaración que sigo suscribiendo, acaso con más fuerza:

Quedo siempre asombrado ante la libertad de las mujeres. Las miramos como seres subalternos, nos divertimos con sus futilidades, nos burlamos cuando las vemos desastradas, y cada una de ellas es capaz de sorprendernos súbitamente poniendo ante nosotros extensísimas campiñas de libertad, como si por debajo de su servidumbre, de una obediencia que parece buscarse a sí misma, alzasen las murallas de una independencia agreste y sin límites. Ante esos muros, nosotros, que creíamos saberlo todo de ese ser inferior que hemos venido domesticando o que encontramos domesticado, nos quedamos con los brazos caídos, torpes y asustados: el perrito faldero que con tan buena voluntad se contoneaba en el suelo, de espaldas, mostrando el vientre, se pone en pié de un salto, con los miembros estremecidos por la ira, y sus ojos son de repente ajenos a nosotros, y profundos, vagos, irónicamente indiferentes. Cuando los poetas románticos decían (o dicen aún) que la mujer es una esfinge, aciertan de pleno, benditos sean. La mujer es la esfinge que tuvo que ser porque el hombre se arrogó el señorío de la ciencia, del poder total, del saber todo. Pero es tanta la fatuidad del hombre, que a la mujer le bastó levantar en silencio los muros de su negativa final, para que él, tumbado a la sombra, como si estuviera acostado bajo una penumbra de párpados obedientes, pudiera decir, convicto: “No hay nada más detrás de esta pared”

Pobre hombre. Pobre mundo, si no se apresta a contar con la fuerza, acrisolada y nueva, de la mujer. Quizá de ella nazca la esperanza que necesitamos. Ojalá. Sería algo más que justicia poética. Es, simplemente, necesidad. 

José Saramago

(ELLAS, Catorce hombres dan la cara. Publicado por Ares y Mares, 2001)

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