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La serpiente incubada

Lídia Guinart Moreno

Menos de la mitad de la población mundial vive –vivimos– en países que se pueden reclamar como democráticos. El nivel de atropello de los derechos humanos en los países autocráticos y en los que la democracia es manifiestamente deficiente resulta alarmante en pleno siglo XXI. Para ejemplos recientes, las ejecuciones y represión feroz en Irán, la involución perpetrada por el régimen talibán de Afganistán o la falta de respeto por los derechos humanos de las mujeres y de las personas homosexuales en el país donde se ha desarrollado el Mundial de fútbol, Catar. Amén de la represión de la disidencia en Rusia y de la vulneración, por parte de este país, del Derecho Internacional durante la guerra en Ucrania, si nos quedamos en la vieja Europa. 

Pero no es menos preocupante el riesgo en que se están poniendo algunas de las democracias aparentemente más consolidadas. El huevo de la serpiente acecha en las escasas democracias plenas que hay actualmente en el mundo. Lo ocurrido en Alemania, con detenciones de altos cargos de instituciones que deben velar precisamente por la buena salud democrática del país y que se dedicaban justo a lo contrario, no nos debe pasar por alto. No es una mera anécdota, sino un toque de alerta en el corazón de Europa. Tampoco es un hecho aislado. No debemos olvidar lo ocurrido en Estados Unidos durante el relevo presidencial, así como los acontecimientos que se han ido sucediendo durante el gobierno Biden y bajo la sombra alargada del expresidente Trump. 

Es bien sabido que las crisis económicas y sociales alientan el totalitarismo. Cuando menos, le allanan el camino. Pero deberíamos haber aprendido, a estas alturas, algo de la historia contemporánea. La primera mitad del siglo XX está en los libros, en los documentales y hasta en la memoria de algunas personas, si bien cada vez menos. Los síntomas están ahí, los estamos reconociendo, de manera que nos toca atajarlos e impedir que los enemigos de la democracia se asienten en las instituciones, tomen las riendas y nos arrastren a derivas indeseadas.

En España tenemos, desde hace ya unos años, a la ultraderecha sentada en los escaños del Congreso y de diversos parlamentos autonómicos. En Castilla y León incluso está en el gobierno, junto con el PP. El nivel de desconcierto de este partido que en su día albergó el germen de Vox va en aumento. Los bandazos del Partido Popular no dependen de quien lo lidere. Tanto Feijóo como Casado, Gamarra como García Egea, adolecen de la misma falta de norte y, lo que es aún peor, de proyecto y alternativa política. A lo único que juega el actual líder popular, como hiciera su antecesor, es a la descalificación por la descalificación, sin otra ocurrencia que la deslegitimación de una mayoría parlamentaria salida de las urnas y de un Gobierno respaldado por esa mayoría. O, lo que viene a ser lo mismo, sin otra propuesta que la erosión democrática.  

Es bien sabido que las crisis económicas y sociales alientan el totalitarismo. Cuando menos, le allanan el camino. Pero deberíamos haber aprendido, a estas alturas, algo de la historia contemporánea

Esta actitud, en paralelo al incumplimiento reiterado de la Constitución al bloquear con todo tipo de artimañas y sin rubor la renovación del Poder Judicial y junto con los insultos, los bulos y el catastrofismo, dan como fruto un caldo de cultivo para el deterioro de la democracia que resulta altamente preocupante. Y señalo directamente al PP como responsable porque, de no ser por la simbiosis con la ultraderecha a la que se ha entregado sin freno y de haber evolucionado en estas décadas transcurridas desde la Transición, seguramente estaríamos ante otro escenario. España tendría en sus instituciones la deseada oposición constructiva, instalada en la discrepancia civilizada y respetuosa con las reglas democráticas y con los derechos de las personas. Pero la realidad es muy distinta, hasta el punto de que, en una reciente entrevista, Núñez Feijóo fue incapaz de desmarcarse con claridad de la intención de Vox de derogar la ley integral contra la violencia de género. Dijo que no sabía si la derogarían o no en caso de que un día vuelvan a gobernar, pero que, en todo caso, no le parecía urgente. Tremenda duda que pone en falso a miles de víctimas que sufren a diario el terrorismo machista. Cerca de 50.000 denuncias interpuestas y 48.000 víctimas de violencia de género solo en el tercer trimestre de este año, cifras que son solo la punta del iceberg de un problema social al que nos enfrentamos desde las instituciones, aunque las voces políticas discordantes no ayuden para nada. 

Los efectos buscados, premeditados de estas actitudes son, a corto y medio plazo, nefastas para la democracia porque minan la confianza de la ciudadanía en la política y desmovilizan al electorado. Lo que esperan quienes las promueven es, evidentemente, que sea el electorado de izquierdas el que deje de acudir a las urnas cuando estas se convoquen. Nada pasa porque sí.

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Lídia Guinart Moreno es diputada por Barcelona, portavoz del Grupo Socialista en la Comisión de Seguimiento y Evaluación contra la Violencia de Género del Congreso y secretaria de Políticas Feministas de la Federación del Barcelonès Nord del PSC.

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