Sí, querido negacionista, existe racismo climático

Estefanía Suárez

Poner sobre el tablero que los efectos del cambio climático los sufren con mayor intensidad las mujeres y las niñas es ver cómo se levantan automáticamente las hordas de negacionistas. Al fin y al cabo, unimos en la misma frase dos de los monstruos de siete de cabezas: igualdad de género y cambio climático. Si además decimos que, como en todo, existe doble discriminación y que, por tanto, existe racismo climático, qué duda cabe que a más de uno le estallará definitivamente la cabeza. 

Bastante tienen los pobres con buscar argumentos peregrinos para negar lo que hoy por hoy es más que evidente: que hay una relación directa entre la acción del hombre y el cambio climático. Al fin y al cabo, sus consecuencias se sufren ya en todas las regiones habitadas del planeta, y las que no hacen nada son las primeras en sufrir las consecuencias. Pero sí, querido negacionista, existe racismo climático.

Si hablamos de cambio climático, de su mitigación, de las medidas de adaptación que hay que adoptar, deberíamos tener claro que justicia climática y justicia racial tienen que ir necesariamente de la mano. Las comunidades, las personas que sufren pobreza, desigualdad, aquellas que están en situación de mayor vulnerabilidad, no sólo están más expuestas, sino que sufren con más intensidad tanto la degradación del medio natural como los efectos producidos por el cambio climático. No hay más que ver la lucha de las mujeres indígenas contra la industria extractiva en América Latina. Y no sólo en defensa del medio ambiente y la biodiversidad, también porque este tipo de industrias tienen unos efectos especialmente adversos para ellas, por el aumento de la violencia y la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual.

Por lo tanto, es una obviedad que no todas las personas sufrimos el cambio climático de la misma forma. El informe Disproportionate exposure to urban heat island intensity across major US cities, publicado en la revista Nature Communication, recoge datos a este respecto muy llamativos, como que en las personas afrodescendientes el aumento de las temperaturas tiene el doble de impacto que en el resto de la población, en gran medida debido a que viven en zonas con menos árboles y donde el efecto de la “isla de calor urbano” es mayor.

En este mundo en el que vivimos no da igual el lado de la historia en el que se nace, ni el género, ni la raza

En palabras de Philip Alston, que fue relator de Naciones Unidas en temas de pobreza extrema y derechos humanos, “nos enfrentamos al riesgo de un apartheid climático, en el que los más ricos pagan para escapar del calor, el hambre y los conflictos, mientras que se deja sufrir al resto del mundo". Cuanto más pobre, cuanto más vulnerable, peor es la conclusión del informe sobre Cambio climático y pobreza de Naciones Unidas.

Podríamos decir, por tanto, que la justicia ambiental brilla por su ausencia. Entendamos que, cuando hablamos de “justicia ambiental”, hablamos de cómo las personas y comunidades más vulnerables sufren más los efectos de dañar el medio ambiente. Pues bien, si a esto le añadimos la raza, la situación empeora considerablemente.

Un ejemplo muy gráfico es el llamado “corredor del cáncer” de Estados Unidos. 160 kilómetros separan Baton Rouge de Nueva Orleans, y en ese espacio existen más de 150 instalaciones petroquímicas y refinerías. Su nombre original es “Plantation Country”, donde miles de personas afrodescendientes eran explotadas como esclavos.

Pues bien, esa zona, donde la mayoría de la población es y sigue siendo afrodescendiente y pobre, es uno de los lugares más peligrosos para la salud humana. Esa industria ha contaminado por agua, mar y tierra. De hecho, en esta zona la posibilidad de contraer cáncer es cincuenta veces superior que en el resto del país.  

Un segundo ejemplo de este racismo ambiental lo podríamos encontrar en Mama Fikile, activista ambiental sudafricana asesinada por oponerse a los planes de ampliar la mina de carbón de Somkhele, una de las más grandes de África; expansión que supondría, además del evidente daño ambiental, el desplazamiento forzoso de muchas familias.

Este asesinato trae a la memoria aquel otro ocurrido el diez de noviembre de 1995, donde nueve activistas nigerianos, entre ellos Ken Saro-Wiba, fueron ejecutados. Su delito: oponerse a una explotación petrolera que había provocado migraciones forzosas y contaminación.

En definitiva, en este mundo en el que vivimos no da igual el lado de la historia en el que se nace, ni el género, ni la raza. Por eso, cuando hablamos de una transición ecológica justa que no deje a nadie atrás, deberíamos pensar en todos aquellos y aquellas que ya hemos dejado en el camino, y planear una alternativa que de verdad incorpore a todas las personas y no sólo a los de siempre.

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Estefanía Suárez es experta en Sostenibilidad Ambiental y colaboradora de la Fundación Alternativas.

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