Sobre 'Teletubbies' y otras falacias

Lídia Guinart Moreno

Estos últimos días estamos escuchando hablar, más que nunca, de la llamada teoría del gran reemplazo. En el Congreso de los Diputados hemos tenido que presenciar esta semana el alegato de la candidata de la extrema derecha en las elecciones autonómicas andaluzas del 19 de junio. La sensación fue, sinceramente, de estar viendo una película o de estar inmersa en medio de una pesadilla. Lamentablemente, estábamos en la sede del parlamentarismo escuchando improperios y alegatos racistas, xenófobos y machistas, repletos de intolerancia revestida de falsas promesas implícitas. Una mezcla entre el cuento de Caperucita —¡que viene el lobo!— y los Teletubbies que veía hace veinte años con mi hija, unos muñequitos que vivían en una pradera verde y se alimentaban de golosinas dulces y maravillosas. Esos personajes infantiles se abrazaban contentos y felices porque en su mundo tan ideal como irreal no existían la maldad, los contratiempos, no había guerras ni pandemias. Las personas adultas que lo veíamos junto a nuestra prole sabíamos, no obstante, que aquello era un cuento.

La candidata ultraderechista se vino tan arriba en su alegato que hasta soltó un "palabra de presidenta" para rematar la faena en la tribuna parlamentaria. Su discurso, el de su partido y el de las formaciones hermanas en Francia, Hungría y en muchos otros países, es alarmista, populista y torticero. Parte de falsas premisas, como que la violencia que sufren las mujeres tiene causa en la inmigración. Será por eso que, hace ya veinticinco años, Ana Orantes murió brutalmente agredida y quemada por su marido, un "señor" de España de toda la vida. Será por eso que infinidad de mujeres quedaron fuera de las estadísticas antes de 2003 pero no por eso dejaron de ser víctimas de violencia de género, aquella que sufrían y sufren las mujeres por el hecho de serlo. Nuestras madres, abuelas y bisabuelas vivían en una sociedad también violenta y machista en la que todos eran blancos. 

Las emociones, como los 'Teletubbies' que se abrazan, y aún menos las falsedades, no sirven para solucionar problemas en el mundo real. Para mejorar y transformar la realidad hacen falta propuestas concretas y realistas, no teorías conspiranoicas

Más de dos tercios de los asesinatos machistas los cometen hombres nacidos en España. No, la inmigración no es la causante de la violencia contra las mujeres, ni de la violencia contra el colectivo LGTBI, ni contra ancianos o jóvenes, como dice la candidata. No más que el resto de la población. El problema de la violencia, también de la violencia de género, es más complejo de lo que pretende Olona. Ese partido que busca los resortes del miedo al diferente, que ondea la bandera de la inseguridad asociada a la inmigración, es el mismo que niega la existencia de una violencia específica contra las mujeres. Regala los oídos de los varones que se consuelan pensando que su machismo no es dañino. Así pueden continuar siendo igual de machistas sin sentirse señalados. Y ahora ese partido se lanza a la caza del voto de las mujeres a base de maximizar casos protagonizados por individuos no nacidos en este país a la vez que oculta todos los demás en los que los agresores o los asesinos son de Madrid, de Barcelona, de Valencia o de cualquier otro rincón de España. Pretende ese voto a costa de infundir miedo y, lo que es peor, animadversión y hasta odio. Y en cambio no ofrece ninguna solución a la violencia, más bien al contrario. Quiere eliminar de un plumazo la ley contra la violencia de género y, con ella, todos los recursos, siempre mejorables, que protegen en cambio de manera eficaz, en la mayoría de los casos, a las mujeres. Las estadísticas hablan de los asesinatos, que además por fortuna han ido disminuyendo en los últimos años, aunque mientras se registre solo uno será un fracaso. Pero no nos revelan con tanta elocuencia el gran volumen de mujeres maltratadas a las que el sistema protege y salva. Todo eso desaparecería, y con ello cientos de miles de mujeres quedarían desprotegidas, si algún día llegara a gobernar quien pretende que todo ese sistema de protección no sirve para nada. 

La teoría del reemplazo que ha defendido estos días Vox en la tribuna del Congreso sostiene que el Gobierno y medio mundo forman parte de una especie de complot para que se perpetre una sustitución poblacional en la que los blancos sean sustituidos por los inmigrantes de otros orígenes. Lo dicen en un país y en un continente envejecido y falto de mano de obra para cubrir multitud de puestos de trabajo que los autóctonos no somos capaces de abastecer. La teoría del gran reemplazo fue la que hace unos días llevó a un joven estadounidense a conducir más de trescientos kilómetros para perpetrar una matanza en un supermercado de Buffalo. Como dijo el alcalde de esa ciudad, buscaba a todas luces "acabar con la mayor cantidad de vidas negras posible".

Las emociones, como los Teletubbies que se abrazan, y aún menos las falsedades, no sirven para solucionar problemas en el mundo real. Para mejorar y transformar la realidad hacen falta propuestas concretas y realistas, no teorías conspiranoicas que, además, son altamente peligrosas. 

Lídia Guinart Moreno es diputada por Barcelona, portavoz del Grupo Socialista en la Comisión de Seguimiento y Evaluación contra la Violencia de Género del Congreso y secretaria de Políticas Feministas de la Federación del Barcelonès Nord del PSC.

Estos últimos días estamos escuchando hablar, más que nunca, de la llamada teoría del gran reemplazo. En el Congreso de los Diputados hemos tenido que presenciar esta semana el alegato de la candidata de la extrema derecha en las elecciones autonómicas andaluzas del 19 de junio. La sensación fue, sinceramente, de estar viendo una película o de estar inmersa en medio de una pesadilla. Lamentablemente, estábamos en la sede del parlamentarismo escuchando improperios y alegatos racistas, xenófobos y machistas, repletos de intolerancia revestida de falsas promesas implícitas. Una mezcla entre el cuento de Caperucita —¡que viene el lobo!— y los Teletubbies que veía hace veinte años con mi hija, unos muñequitos que vivían en una pradera verde y se alimentaban de golosinas dulces y maravillosas. Esos personajes infantiles se abrazaban contentos y felices porque en su mundo tan ideal como irreal no existían la maldad, los contratiempos, no había guerras ni pandemias. Las personas adultas que lo veíamos junto a nuestra prole sabíamos, no obstante, que aquello era un cuento.

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