Tres años de pandemia y un tiempo de catástrofes

Gaspar Llamazares | Miguel Souto Bayarri

No cabe duda de que algunos de los efectos de la pandemia han revelado nuestro lado más positivo. La lucha contra el covid-19 ha mostrado en muchos momentos nuestra superficie más solidaria, nos ha acercado a los profesionales sanitarios y a nuestros conciudadanos y ha servido para dejar a los negacionistas de todo el mundo en un rincón marginal, sobre todo en países con una valorada sanidad pública universal como el nuestro. Efectivamente, ha sacado a la luz nuestro lado bueno en muchos aspectos. Hemos homenajeado a los médicos y a la enfermería de primaria, de urgencias y de cuidados intensivos, hemos cuidado de nuestros familiares más vulnerables, hemos apoyado los ERTE y los fondos de recuperación europeos y hemos reaccionado con sensibilidad cuando hemos visto los horrores de las residencias, que se sucedieron uno tras otro en los comienzos de la pandemia, en particular en la Comunidad de Madrid en una clara vulneración de la ética y de los derechos humanos, aún pendiente de investigación y depuración de responsabilidades.

¿Cuál es el problema entonces? Pues que en el ámbito de lo público, de las relaciones de poder, de lo más político, también hay que constatar que nuestro sistema sanitario, sobre todo en lo relacionado con la atención más cercana como la atención primaria o la salud mental, no ha salido bien librado de la contienda y, además, nuestra democracia social, que se ha mostrado más resiliente de lo que algunos le auguraban, en los aspectos más relacionados con la participación y la proximidad (o más bien lejanía) de los ciudadanos y su relación con la administración, ha salido tocada; en realidad, bastante mal parada.

De modo que si pensábamos que, una vez acabe la pandemia, no solo desde el punto de vista subjetivo sino también con el fin de la emergencia por parte de la OMS, podremos hacer como si nunca hubiera ocurrido, la respuesta es que no, y no solo porque la sobremortalidad y el síndrome postcovid seguirán en nuestra memoria, sino porque hay toda una serie de cuestiones muy actuales que nos lo van a estar recordando día a día. Porque las cosas se resisten a ser como antes. Lo cierto es que, como si asistiésemos de espectadores, a veces activos, pero en muchas ocaciones pasivos, a una revolución en directo, el mundo se está transformando a nuestro alrededor y, en los últimos años, lo está haciendo a una gran velocidad. El mundo ha entrado en un tiempo de catástrofes encadenadas y de políticas de emergencia, no solo con la pandemia sino con los efectos de la guerra y de la emergencia climática, y en paralelo todo se automatiza precipitadamente, así como nuestras propias vidas, y eso trae otra verdadera revolución: para el análisis de todos esos datos hace falta una gran inteligencia tanto natural como artificial.

Yendo de lo periférico a la parte central del sistema: de todos estos cambios tiene una gran parte de culpa la digitalización sin freno que, aunque nos ayudó a mantener una forma de relacionarnos a distancia durante el confinamiento, poco tiempo después se ha revelado como una muralla insalvable para muchos ciudadanos a los que se les exige realizar gestiones online para las cuales no tienen la preparación adecuada. Es así como, además de las catástrofes y la política de emergencias, también nos hemos visto abocados a reciclarnos, porque en cualquier momento nos podemos ver obligados a evaluarnos.

Para entender lo que está pasando, nada mejor que el paso del tiempo. De este modo, con el tercer aniversario del inicio de la pandemia hemos constatado que toda mala experiencia es susceptible de empeorar, y así ha sido. De hecho, algunas de sus secuelas son muy visibles en la actualidad: la exigencia de la cita previa para muchas de nuestras relaciones con los bancos o con las distintas administraciones; la persistencia de las reuniones telemáticas para eludir en muchos casos el debate cara a cara, mucho más democrático; el abuso del teletrabajo sin que en muchos casos se den las situaciones laborales adecuadas; o la consulta médica telefónica o telemática, en sustitución de los equipos menguantes en atención primaria. Todos ellos son ejemplos que están siendo muy dolorosos para la ciudadanía.

Muchas de esas cuestiones están ahora en el centro de la actualidad política. Por no hablar de que cada una de ellas representa un incremento de un déficit democrático que, pensamos, es merecedor de una gran protesta ciudadana, pero que las más de las veces provoca la desconfianza y el desafecto, letales para la vitalidad de nuestra democracia y de lo público. Recordemos que en el otro lado del Atlántico durante este tiempo hemos visto el asalto al Capitolio por unas hordas de extrema derecha enfurecidas y capitaneadas nada menos que por el presidente saliente de Estados Unidos, y más recientemente en Brasil. El populismo ultra se aprovecha de la crisis de la democracia en tiempos turbulentos y es un enemigo contra el que tenemos que defendernos, tanto a nivel global como también en nuestro país, sobre todo cuando asistimos al blanqueamiento de la ultraderecha por parte de los partidos conservadores por mero pragmatismo. Paralelamente, a nivel geopolítico, asistimos a una batalla encarnizada por la supremacía tecnológica entre Estados Unidos y China, aunque paradójicamente el último conflicto tenga que ver con unos globos civiles o militares más propios de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial.

En todo caso, cabe anotar que la Unión Europea está en un muy segundo plano en esa batalla de la tecnología, incluyendo la inteligencia artificial, que es, junto con los microchips, la vanguardia de los sectores tecnológicos más importantes.

Cuando hablamos del futuro de Europa, de su autonomía estratégica, esto va más allá del ámbito de las cuestiones de defensa y seguridad, hoy tan actuales debido a la guerra de Ucrania

Por eso cuando hablamos del futuro de Europa, de su autonomía estratégica, esto va más allá del ámbito de las cuestiones de defensa y seguridad, hoy tan actuales debido a la guerra de Ucrania. Desde hace tiempo, la autonomía estratégica se ha ampliado a nuevos temas de naturaleza económica, industrial, científica y tecnológica, así como de bienestar social y sostenibilidad ambiental, como se ha puesto de manifiesto especialmente con las primeras medidas adoptadas en Europa frente a la pandemia de covid-19. Sin embargo, da la impresión de que en los últimos meses la Unión Europea ha perdido fuerza y autonomía política y presupuestaria frente a las medidas adoptadas por los EEUU o China en defensa de su industria. Vuelven los halcones del BCE y con ellos la vieja política de austeridad.

En definitiva, hay elementos para considerar que uno de los campos de batalla fundamentales, la lucha por la supremacía tecnológica, por ahora no se inclina favorablemente para Europa.

En consecuencia, ser demócrata y progresista hoy en la UE pasa por frenar al populismo ultra (los recientes desencuentros en nuestro Gobierno de las izquierdas no favorecen para nada ese objetivo) y por la necesidad de cuidar el Estado social y, más en concreto, la sanidad, oponiéndose a su desmantelamiento y, al tiempo, garantizando uno de sus pilares como es la atención primaria. Y también por combatir las consecuencias de la hiperdigitalización, esto es, reforzar las relaciones entre los administrados y la administración para acabar con el caldo de cultivo del malestar, sea este de cualquier tipo, sanitario, municipal, del Estado o bancario, y por ser fuertes en tecnología, reforzando las ayudas y subvenciones a la industria europea en los sectores clave, a la vez que no debería subestimarse la necesidad de transferencia de tecnología desde las universidades, junto con las garantías legales de su control democrático.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa y Miguel Souto Bayarri es médico y profesor de la Universidad de Santiago de Compostela

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