Desde la entrada de Trump en la Casa Blanca, la lucha contra el cambio climático y la responsabilidad medioambiental han sido objeto de una desregulación continua. Un desmantelamiento en toda regla. Una de sus medidas más sonadas es acabar con el Greenhouse Gas Reporting Program, el sistema que obliga a más de 8.000 instalaciones a reportar sus emisiones. Suprimirlo oscurece el seguimiento de más de 2.600 millones de toneladas anuales de CO₂ emitidas a la atmósfera. Si no hay datos, no hay problema; y si no hay problema, ¿para qué responsabilizarse? Fácil y sencillo. El mensaje del actual administrador de la EPA (Agencia de Protección Ambiental) lo dice todo: “No es más que un proceso burocrático que nos hace gastar 2,4 mil millones de dólares en costes regulatorios”. En paralelo, el Departamento de Interior ha dejado de exigir evaluaciones de impacto ambiental a 3.244 concesiones de gas y petróleo. Además, por orden ejecutiva —qué novedad— se imponen caducidades automáticas a las regulaciones ambientales (de un año para las vigentes y de cinco para las futuras). La guinda del pastel: revertir la endangerment finding, el fundamento legal que permite a la EPA regular los gases de efecto invernadero bajo la Clean Air Act. En definitiva, un despropósito que no parece tener fin.
Nada de esto debería sorprender. En cuanto volvió a la Casa Blanca, la Administración Trump retiró de nuevo a EE.UU. del Acuerdo de París. Bajo la consigna de energy dominance y el “drill, baby, drill”, el Gobierno propone un recorte del 50% en la estructura de la EPA, impulsado por el llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (conocido como DOGE), dirigido hasta hace poco por Elon Musk. No solo son peligrosas las acciones, también su narrativa: se admite que el clima cambia, pero se insiste en que sus efectos son inciertos y que las reducciones de Estados Unidos tendrían un impacto global “residual”. Si ese marco mental cala, el problema se vuelve serio de verdad.
Mientras tanto, como era de esperar, las compañías gasistas y petroleras celebran esta política. Los distintos lobbies denuncian la “injusticia” de la administración anterior por las subvenciones y ayudas federales a las renovables, alegando que distorsionaron el mercado e impidieron competir en condiciones justas. ¿El resultado de su presión? Una política fiscal y de concesiones a medida: multiplicar oportunidades en tierras y aguas federales, fijar hasta 30 subastas en el Golfo de México y aprobar automáticamente proyectos si no hay objeciones y se cumplen criterios prefijados. Un catálogo de regalos administrativos para acelerar el negocio.
El mensaje de fondo es claro: no queremos saber cuánto contaminamos, queremos perforar más y queremos sembrar dudas sobre la ciencia
Como siempre, todo tiene un precio. Aquí, el precio se paga en salud. Un artículo reciente de investigadores en Harvard advierte que relajar los estándares de calidad del aire incrementa la mortalidad y las enfermedades respiratorias y cardíacas, además de aumentar la probabilidad de incendios y olas de calor. Entre 2006 y 2020, se estiman en torno a 15.000 muertes asociadas a partículas derivadas de incendios exacerbados por el clima. Si el mecanismo que regula estas cuestiones desaparece, será imposible reducir esas cifras. Y hay un boomerang jurídico: sin regulación clara, en pleitos contra compañías de gas y petróleo, estas podrán sostener que no existe norma que limite sus emisiones. Nadie les pondrá freno.
Para rizar el rizo, ya no solo se cuestionan los daños; se venden supuestas ventajas. “El CO₂ beneficia a la agricultura” o “el frío mata más que el calor” son perlas que difunde el propio Departamento de Energía. Aun así —y ojalá con éxito—, existen detractores que intentan frenar estos envites. Grupos como Earthjustice y NRDC ya han anunciado que llevarán al Gobierno a los tribunales si revierte la endangerment finding, convencidos de que no resistirá frente a la evidencia científica. También hay quien confía en que buena parte de estas desregulaciones acaben en papel mojado, como ya ocurrió con varias órdenes durante la primera etapa de Trump.
El mensaje de fondo es claro: no queremos saber cuánto contaminamos, queremos perforar más y queremos sembrar dudas sobre la ciencia. ¿Para qué? Para blindar a las compañías energéticas y reforzar a Estados Unidos como punta de lanza geopolítica en energía. Pero la factura es altísima. La salud de los ciudadanos quedará mermada mientras la agencia que debería protegerles mira hacia otro lado. La libertad termina donde empieza la del otro, se suele decir. La libertad de Trump aquí parece no tener límites; la libertad —y el derecho— a respirar aire limpio, en cambio, corre el riesgo de desaparecer más pronto que tarde.
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Antonio García-Amate es profesor de finanzas en la Universidad Pública de Navarra (UPNA) e investiga sobre energías renovables y gas.
Desde la entrada de Trump en la Casa Blanca, la lucha contra el cambio climático y la responsabilidad medioambiental han sido objeto de una desregulación continua. Un desmantelamiento en toda regla. Una de sus medidas más sonadas es acabar con el Greenhouse Gas Reporting Program, el sistema que obliga a más de 8.000 instalaciones a reportar sus emisiones. Suprimirlo oscurece el seguimiento de más de 2.600 millones de toneladas anuales de CO₂ emitidas a la atmósfera. Si no hay datos, no hay problema; y si no hay problema, ¿para qué responsabilizarse? Fácil y sencillo. El mensaje del actual administrador de la EPA (Agencia de Protección Ambiental) lo dice todo: “No es más que un proceso burocrático que nos hace gastar 2,4 mil millones de dólares en costes regulatorios”. En paralelo, el Departamento de Interior ha dejado de exigir evaluaciones de impacto ambiental a 3.244 concesiones de gas y petróleo. Además, por orden ejecutiva —qué novedad— se imponen caducidades automáticas a las regulaciones ambientales (de un año para las vigentes y de cinco para las futuras). La guinda del pastel: revertir la endangerment finding, el fundamento legal que permite a la EPA regular los gases de efecto invernadero bajo la Clean Air Act. En definitiva, un despropósito que no parece tener fin.