Ucrania y la profundidad de la trinchera

Antxon Arizaleta Sánchez

Desde que comenzara el siglo XXI, la humanidad, o al menos los encargados de hacer la labor de portavoces de esta, ha establecido un modus operandi para analizar los grandes acontecimientos y catástrofes de nuestro tiempo: cada uno de ellos marcó su particular “regreso de la historia”. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, la invasión estadounidense de Irak o el colapso financiero del año 2008 son sólo algunos de los sucesos acaecidos que fueron acompañados de dicha predicción. Parece evidente que la acumulación de “hechos históricos” a la que nos hemos tenido que acostumbrar en las últimas dos décadas no deja espacio para que esa muletilla pueda ser utilizada con un mínimo de rigurosidad. La historia no acabó, pero el mundo sí ha ido tomando un color cada vez más gris y triste —aunque esa parte del presagio de Fukuyama nunca sea recordada—.

Si bien la concepción de que la caída de la Unión Soviética no era el final de todo está ya más que extendida, el debate historiográfico sobre los distintos periodos que componen nuestra historia reciente no muestra la misma unidad. La invasión rusa de Ucrania y el consiguiente alineamiento occidental con Kiev ha elevado, de nuevo, las preguntas sobre si nos encontramos ante el nacimiento de un nuevo momento histórico. Hay quien no acepta esta premisa y defiende que es la propia Guerra Fría la que nunca terminó y únicamente nos encontramos ante una nueva fase de la misma; pero asume igualmente que el nuestro es un presente extraordinario. Toda circunstancia fuera de lo común necesita ser nombrada para adquirir la suficiente relevancia, y este caso no es una excepción. Se ha popularizado la caracterización de esta coyuntura política internacional como un periodo de “Competición entre Grandes Potencias”. Una coyuntura en la que la decreciente hegemonía de Estados Unidos se enfrenta al desafío al orden establecido que supone el ascenso de China y la beligerancia rusa; mientras, la Unión Europea ve alejarse su objetivo de lograr la autonomía estratégica en beneficio del resurgimiento del atlantismo.

Como todo tiempo de acentuación de la lógica de bloques enfrentados, este ciclo trae consigo la aparición, por doquier, de comisarios políticos y propagandistas que recetan la necesidad de apretar las filas y de cavar profundas trincheras desde las que resguardarse y no sucumbir a los malignos planes del adversario. En nuestro país hemos podido ver cómo resuenan las cornetas llamando al orden cuando se indica que, a pesar de la ayuda militar y financiera de los miembros de la OTAN, en la posición de debilidad económica y logística en la que se encuentra, Ucrania no puede más que ralentizar el avance de las tropas rusas marcado por la superioridad aérea y de artillería de estas. Se señala a diestro y siniestro, en una clara aplicación social del Derecho Penal del Enemigo, la presencia de elementos peligrosos en el interior de nuestras fronteras que funcionarían como meros reproductores de la propaganda rusa —cuando no se acusa directamente de estar a sueldo del Kremlin—, por divulgar la realidad de lo que sucede en el frente. No significa esto que la Guerra de Información de Rusia y las Operaciones Psicológicas insertas en ella hayan de ser ninguneadas. No debemos confundir la necesidad de apuntar los delirios persecutorios de algunos con una negación de la realidad que termine con una moraleja similar a la del cuento de Pedro y el lobo. En un terreno tan agujereado, conviene cuidarse de no caer en la otra trinchera cuando se trata de huir de aquella en la que te obligaron a meterte en primera instancia.

La estrategia de mantenerse a la espera mientras Ucrania continúa, aunque sea a un ritmo relativamente lento, perdiendo territorio en favor de las fuerzas rusas, no deja de ser extraordinariamente arriesgada

Sin embargo conviene, también, empezar a asumir que el duro invierno al que, de cumplirse las previsiones de desabastecimiento y gran encarecimiento de la energía, se va a enfrentar Europa va a tener como consecuencia el gradual declive del apoyo de la ciudadanía europea a la extensión de la guerra en Ucrania. En una coyuntura tan frágil, las llamadas al atrincheramiento sólo crean más frustración y, posiblemente, una inestabilidad política de gran calado. Parece que la idea que rige la política de la OTAN y la Unión Europea hacia la guerra es tratar de estancar el conflicto a la espera de que las sanciones impuestas a Rusia surtan efecto y la economía del gigante euroasiático comience a hundirse, imposibilitando así que este último pueda seguir manteniendo el despliegue de su maquinaria bélica y, en consecuencia, Ucrania pueda recuperar las posiciones perdidas desde febrero y situarse en una mejor posición en la negociación de un eventual tratado de paz. Las previsiones del Fondo Monetario Internacional indican que en algún momento del próximo año los efectos de las sanciones serán más notables, pero señalan un retroceso del PIB ruso del 3,5% para 2023, menor aún que el 6% que esperan para 2022; sujeto, además, a revisiones que, hasta ahora, han tendido a reducir el impacto de la guerra y las sanciones en la economía del país.

Ante esta tesitura, la estrategia de mantenerse a la espera mientras Ucrania continúa, aunque sea a un ritmo relativamente lento, perdiendo territorio en favor de las fuerzas rusas, no deja de ser extraordinariamente arriesgada. Si no se cumplieran las previsiones y la economía rusa resiste los efectos de las medidas sancionadoras, cada día que pasa sin que se establezcan conversaciones de paz empeora la posición negociadora de Ucrania. A pesar de que unas futuras negociaciones implicarían, probablemente, que Kiev deba ceder parte del territorio que hoy en día ocupan las fuerzas rusas y que no existen seguridades de que Moscú vaya a aceptar sentarse en la mesa, resulta complicado imaginar un escenario en el que no dar una oportunidad a dichas conversaciones pueda mejorar la situación actual. De no ser así, será comprensible que los ciudadanos europeos, hartos de verse inmersos en esta guerra de posiciones, comiencen a abandonar las trincheras; no por falta de rechazo a las barbaridades cometidas por Rusia, sino por sentirse marionetas y títeres en manos de decisores que no sufren las consecuencias de sus acciones. Aún no es tarde para variar el rumbo.

Pero, ¿existe una alternativa a esos bloques que tan asentados parecen? En un artículo publicado en Foreign Policy el pasado 1 de julio, el diplomático y exConsejero de Seguridad Nacional indio Shivshankar Menon advertía de que el retorno a la lógica de bloques y la delicada situación económica global está provocando que cada vez más y más países se estén situando en una posición de No Alineamiento ante un orden internacional que “no parece abordar sus intereses”. Cabe señalar, sin embargo, que dicha posición no tiene, por sí misma, implicaciones positivas. Como apunta Menon, el rechazo de gran parte de la comunidad internacional a la presión de las grandes potencias para escoger bloque y su deriva, por necesidad, hacia la autonomía estratégica “podría crear un mundo más pobre y cruel a medida que los países reduzcan la dependencia externa y consoliden sus frentes internos”.

Cumplidos ya seis meses de invasión rusa en Ucrania, el No Alineamiento puede ser entendido como una posición de equidistancia ante las acciones barbáricas cometidas en este periodo. No obstante, la realidad es que también es la única posición que persigue el fin del horror de la guerra, dada la voluntad —repetida hasta la saciedad— de Rusia de continuar avanzando sobre el territorio del país europeo y la opción estratégica de la OTAN de extender el conflicto en el tiempo. La posición que afirma la necesidad de presionar para que la mesa de negociación se retome con urgencia, pues cada vez es más y más gente la que sufre las consecuencias de la guerra.

Por ello la obligación de disputar la noción de No Alineamiento. Para que esta no sea el refugio de quien, huyendo de la lucha entre bloques, obvie los crímenes de guerra, sino que sea la posición de la defensa de un orden internacional basado en normas, alejado de lógicas de enfrentamiento y capaz de hacer frente a los desafíos globales. Pero eso requiere no seguir cavando para profundizar la trinchera y, por el contrario, atreverse a sacar la cabeza de ella.

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Antxon Arizaleta Sánchez es graduado en Ciencias Políticas y de la Administración y Máster en Política Internacional en la Universidad Complutense de Madrid

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