PLAZA PÚBLICA

Ucrania, Rusia y la OTAN

José Enrique de Ayala

En las últimas semanas estamos viendo noticias, sin duda preocupantes, sobre despliegues militares rusos masivos cerca de las fronteras ucranianas, que según proclama Kiev, y repiten altos responsables de la OTAN, así como numerosos medios de comunicación, estarían preparando una invasión de Ucrania, como continuación de la agresión sobre este país que ya viene practicando Moscú en los últimos años, y para evitar su alineamiento con Occidente.

Conviene recordar que el conflicto de Ucrania no lo inició Rusia. Comenzó, en noviembre de 2013, con un golpe de Estado, la llamada revolución de Maidán, que derrocó al presidente legítimo del país, Viktor Yanukovich, prorruso, para acercar el país a Occidente. Los sectores de población prorrusos o ruso-parlantes se sintieron agredidos y se produjeron levantamientos en muchas partes del país, que contaron con el apoyo explícito de Moscú. El resultado fue la anexión por Rusia de la República Autónoma de Crimea y de la ciudad de Sebastopol, que habían sido rusas hasta que en 1954 Jrushchov se las cedió a Ucrania para celebrar el 300 aniversario del primer tratado entre ambos países, y la secesión de facto de la región oriental del Donbás, donde se proclamaron las repúblicas independientes de Donetsk y Luhansk, dando lugar a una guerra civil que aún continúa.

Después de un primer intento fracasado de detener el enfrentamiento, el Protocolo de Minsk, que acordaron en septiembre de 2014 las partes en conflicto, en febrero de 2015 los líderes de Alemania, Francia, Rusia y Ucrania (Cuarteto de Normandía), firmaron el acuerdo Minsk II que debía ser el instrumento definitivo para acabar con la guerra. Minsk II incluía un alto el fuego completo y verificable, estableciendo zonas de seguridad, así como la amnistía de los implicados en el conflicto. Además, preveía una ley ucraniana sobre el estatuto especial de autonomía de Donetsk y Luhansk, una vez tuvieran lugar elecciones locales supervisadas internacionalmente. Esta ley debería recogerse en una reforma de la Constitución de Ucrania, que tendría que entrar en vigor a finales de 2015, cuyo elemento clave sería la descentralización. Contemplaba también la restauración del control total de la frontera estatal por parte del gobierno ucraniano en toda la zona de conflicto, que debía comenzar el primer día después de las elecciones locales, pero solo finalizaría después de la regulación política completa acordada, incluida la reforma constitucional.

Como su predecesor, el acuerdo nunca se ha cumplido: el alto el fuego fue reiteradamente violado por ambas partes, las reformas legales sobre la amnistía o la autonomía de las regiones rebeldes nunca se produjeron, tampoco la reforma de la Constitución y, por supuesto, Ucrania nunca pudo controlar en esas regiones su frontera con Rusia. Seis años después, en lugar de una solución estamos viendo un aumento dramático de la tensión en la zona. Kiev se muestra impaciente por recuperar la soberanía de todo su territorio y Moscú amenaza con responder a cualquier intento de modificar el statuo quo. Muchos temen que Rusia no se conforme con eso, y pretenda llegar más lejos y acabar por la fuerza con el régimen prooccidental de Ucrania. Por supuesto, la pregunta de si Rusia quiere cumplir Minsk II es pertinente, a la vista de lo que ha hecho hasta ahora. Pero también es pertinente preguntarse si quiere cumplirlo Ucrania, a la vista de lo que no ha hecho hasta ahora. Porque podría ser que todo este ruido político y mediático sobre las intenciones bélicas de Moscú, estuviera tratando de prevenir o disuadir una reacción rusa ante un intento de Kiev de recuperar el Donbás por la fuerza.

Para ciertos países, dentro y fuera de la UE, la OTAN es muy importante, y sin una Rusia agresiva perdería gran parte de su razón de ser

La solución del conflicto del este de Ucrania solo puede venir del cumplimiento estricto, por todos, de todos los puntos del acuerdo de Minsk II, sin excepciones. Si la OTAN, o alguno de sus miembros, apoyaran o animaran una iniciativa unilateral de Kiev, cometerían un grave error, porque es evidente que Moscú no asistiría pasivamente a una acción de este tipo, y las consecuencias serían catastróficas. Aunque tal vez algunos no tengan mucho interés en que el asunto se resuelva y la UE y Rusia establezcan un diálogo que los lleve a acuerdos duraderos, también en el ámbito de la seguridad. Para ciertos países, dentro y fuera de la UE, la OTAN es muy importante, y sin una Rusia agresiva perdería gran parte de su razón de ser. Y tal vez para otros países, un entendimiento entre la UE y Rusia sería su peor pesadilla, porque constituiría un polo de poder absolutamente indominable.

Más irresponsable aún es reiterar la intención de integrar en la Alianza Atlántica a Ucrania y Georgia, que ya se incluyó —sin fecha— en el comunicado final de la cumbre de la OTAN en Bucarest, en abril de 2008, y ha vuelto a plasmarse en el de la cumbre de Bruselas de junio de 2021. Los aliados saben perfectamente que ésta es una provocación que Rusia no puede admitir, después de la integración de todo el antiguo Pacto de Varsovia, e incluso de parte de la antigua URSS, como los estados bálticos, porque ve acercarse a la OTAN a sus fronteras como una amenaza, y ya no está en la misma situación de debilidad que bajo la presidencia de Yeltsin. Además, ambos países podrían pedir la aplicación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte al día siguiente de su ingreso, alegando la presencia de tropas extranjeras en su territorio, y provocar una guerra de dimensiones impredecibles. Esta ampliación no se va a hacer —al menos por ahora—, y mencionarla solo sirve para aumentar la tensión.

La realidad política y cultural de Ucrania, cuyo nombre significa “frontera”, está formada por dos mitades prácticamente iguales, una occidental y otra eslava. Pertenece a dos mundos, y por eso, su mejor futuro es permanecer entre ambos, siempre que obtenga la garantía de su independencia y soberanía. El problema no es que Rusia impida a Ucrania integrarse en la OTAN —aunque es evidente que intenta hacerlo—, sino que la población está dividida, y no solo en las provincias separatistas, sino también en otras como Odessa o Zaporozhie. En realidad, en todo el este y el sur del país predomina la lengua rusa y la simpatía por Rusia. La solución no puede ser que una mitad se imponga a la otra por la fuerza, sino una reconciliación nacional que respete la idiosincrasia de ambas, mediante fórmulas federales y acuerdos políticos que satisfagan a todos. Y en el campo internacional, una neutralidad soberana, como la de Austria o Finlandia, garantizada por todos sus vecinos.

Desde luego, es inadmisible que Rusia se atribuya un derecho de veto sobre las alianzas o decisiones políticas de los países de su entorno inmediato, o trate de limitar su soberanía mediante cualquier tipo de presión. Pero es natural que tenga intereses en esa zona y por tanto es normal que sea consultada, y se conozca y valore su posición a la hora de resolver los problemas que surjan en el vecindario compartido, en lugar de empujarla hacia soluciones violentas. Es tan grande la dependencia económica de Rusia respecto a la UE, que ésta tiene medios suficientes para convencer a Moscú, mediante sanciones, de la conveniencia de la moderación sin recurrir a escaladas prebélicas. El establecimiento de un diálogo franco y amplio entre ambas partes debería conducir a un acuerdo comprensivo en los campos económicos, energéticos, políticos y de seguridad, que incluyera la garantía de la independencia y la soberanía de todos los países de la asociación Oriental de la UE, sin necesidad de su integración en ningún bloque defensivo, y también una solución democrática y razonable para la estabilidad y la paz duradera en Ucrania, que tenga en cuenta la diversidad sociológica y política del país.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.

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