¿Dónde están los verdugos en la nueva ley de memoria democrática?

Alfons Cervera

Ya lo ha dicho claramente el nuevo el líder del PP: lo primero que hará si gobierna será derogar la nueva Ley de Memoria Democrática. Ha desembarcado en la política española Núñez Feijóo como si fuera el no va más de la conciencia democrática. ¿Me pueden decir ustedes qué ha hecho desde ese desembarco para considerarlo un cambio profundo en las estructuras políticas e ideológicas de su partido? Que es más educado que Casado, eso dicen. Pues vaya cosa, ¿no? El falangismo cínico y a ratos violento de su antecesor se disimula en los modales del nuevo mandatario. Y todos tan contentos. La derecha española tiene por fin un líder que la homologa con las del resto de Europa. Leo esto en muchos sitios y no sé si echarme al monte o reírme a carcajada limpia. El Consejo General del Poder Judicial está bien como está, aunque lleve más de tres años en situación de absoluta irregularidad. Y no lo va a mover del sitio. Sin embargo, si llega a gobernar, mandará enseguida la Ley de Memoria Democrática a la basura. Así es él. No sé si tendrá ramalazos de violencia como Casado, pero en lo del cinismo no tiene nada que envidiarle.

La derecha, la extrema derecha y el sector del PSOE abanderado por Felipe González batallarán a tope contra la nueva Ley. Volveremos a escuchar la eterna cantinela: reabrir heridas del pasado es lo que persiguen esa Ley y quienes la defienden. ¡Qué hartura, dios, qué hartura! Decir que en este país se cerraron esas heridas es una burla macabra. Hay más de cien mil personas enterradas en fosas comunes, asesinadas por los franquistas y con el dolor de las familias como único rescoldo de ese pasado cruelmente insoportable para mucha gente. ¿A esas familias se les han cerrado las heridas de la ausencia, de una pérdida que tantos años después aún sigue en su memoria insobornable? En este país las cicatrices del pasado siguen en su sitio de siempre: cruzando los cuerpos de la desdicha, del trapicheo político para que todo quede en agua de borrajas, para que la historia de este país, nuestra historia, sea la del borrón y cuenta nueva: como si la historia fuera un edificio de compartimentos estancos, aislados unos de otros, como si lo de antes y lo de ahora no tuvieran ninguna relación. Como si la muerte de antes nada tuviera que ver con la vida de ahora mismo.

Lo que persiguen desde siempre es que no haya voces, que sólo haya el silencio de la sumisión en vez de la palabra que convierta esa sumisión en canto a la verdad en los renglones de la historia

Hace unos días tuvo lugar el recordatorio del asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA. Y se volvieron a escuchar, entre las palabras de homenaje, las críticas a la nueva Ley de Memoria Democrática y al Gobierno por haberla cerrado con la ayuda de Bildu. Siempre el PP va a encontrar –o a inventarse– una excusa para cargarse esa Ley. La memoria democrática les suena a chino. La única memoria que respetan y defienden a machamartillo es la del franquismo. Ahí se encuentran reflejados y ampliamente satisfechos. Es la memoria de los suyos, de sus familias, de quienes consideran que la Patria es el sitio donde sólo pueden vivir ellos y a los demás que los parta un rayo. Las palabras de Mola, de Queipo, de Yagüe, del mismo Franco, llamando al exterminio de quienes no pensaran como ellos cuando el golpe de Estado de 1936. Los mensajes en grupo de unos militares franquistas que hace unos meses hablaban de fusilar a 26 millones de españoles. Es esa la memoria que hay que respetar, no la que se abre a un pasado que necesita justicia y reparación para que la vida y la muerte no sigan siendo, tantos años después, una misma cosa. Lo que persiguen desde siempre es que no haya voces, que sólo haya el silencio de la sumisión en vez de la palabra que convierta esa sumisión en canto a la verdad en los renglones de la historia. Canto a la verdad, digo. Porque esa verdad ha de estar en algún sitio y no en la crónica infame de un franquismo que sigue vivo en las mentiras de la democracia. Los miles de cuerpos hacinados en fosas comunes son parte de esa verdad. Una parte muy importante de esa verdad. Porque la verdad no es un camino por donde transitar tranquilos. La verdad, como la memoria que la busca, está llena de dolor porque muchas veces está en el centro mismo del daño que nos hiere. Lo que escribe Joyce Carol Oates: “Yo creo en la verdad, aunque duela. Especialmente si duele”. Lo que dice ese nuevo adalid de los valores democráticos que es Núñez Feijóo es que lo primero que hará si llega a gobernar es seguir con las mentiras para que no salgan a la luz los apellidos ilustres de los suyos. Y de eso quiero hablar ahora: de los nombres y apellidos ilustres de los suyos.

Los nombres y apellidos de quienes llenaron las fosas con los cuerpos asesinados por sus tiros. Los nombres y apellidos de quienes hicieron del crimen y la tortura un oficio siniestro incluso ya en democracia. Esos nombres y esos apellidos quedarán impunes porque la nueva Ley de Memoria Democrática no permite que sean enjuiciados los verdugos. Los crímenes de la dictadura seguirán amparados por la impunidad porque habrán prescrito, aunque sean crímenes de lesa humanidad, o porque chocarán con la Ley de Amnistía de 1977. Las víctimas verán cómo sus denuncias y querellas caerán en saco roto. Sé que hay versiones que amparan esa impunidad atendiendo a criterios estrictamente jurídicos. Y también sé que existen otras versiones que van más allá y defienden que juzgar a los responsables de asesinatos y torturas durante la dictadura y la propia democracia (incluyendo la transición como punto de conflicto) no debería resultar imposible. Los avances que supone el articulado de la nueva Ley de Memoria Democrática son evidentes con respecto a la de 2007. Pero mientras la justicia y la reparación de las víctimas no sean posibles, siempre habrá una pata coja (y muy importante) en esa Ley. Las querellas contra asesinos y torturadores franquistas se quedarán en el lado del silencio una vez más. Y Núñez Feijóo y los suyos respirarán tranquilos porque los nombres y apellidos de sus antepasados seguirán formando parte de ese silencio que debería avergonzar no sólo a la nueva Ley sino a la misma democracia.

El otro día, cuando el homenaje a la memoria de Miguel Ángel Blanco, me quedé con una frase pronunciada allí y que era titular en infoLibre: “No podemos permitir que haya generaciones que ignoren lo que pasó”. Se refería, sin ninguna duda, a los años de plomo en el País Vasco, personificados ese día en la figura del homenajeado. Estoy de acuerdo con la frase y con lo que significa. ¿Cómo no voy a estar de acuerdo? Lo que no entiendo es cómo esa misma frase no se aplica igualmente a los años de plomo que fueron en este país los de la dictadura franquista y buena parte de los primeros años de nuestra democracia, por lo menos hasta entrados los años ochenta del pasado siglo. Repito la frase y les ruego que la pronuncien pensando en el otro tiempo que les digo, el de la dictadura franquista y el de los muchísimos asesinatos y torturas que tuvieron lugar en la Transición, y más acá de la Transición, a manos de la policía y la extrema derecha con el permiso, incluso con la organización muchas veces, de los aparatos del Estado. “No podemos permitir que haya generaciones que ignoren lo que pasó durante la dictadura franquista y buena parte de nuestra democracia”: la frase es mía y es muy parecida a la que salió el otro día en Ermua. Preguntaría, a quien corresponda, por qué la frase de Ermua es un ejemplo de justicia y memoria democráticas y la otra no. Pero como escribía Juan Gelman en uno de sus poemas: “no vine a preguntar cosas difíciles”. Bueno, a lo mejor sí. Pues eso.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'Algo personal' (Piel de Zapa, 2021).

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