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Políticas climáticas: cuando el éxito del futuro depende de la reconciliación con el pasado

Laura García Portela

En los últimos tiempos el Acuerdo de París de 2015 se han hecho famosos por la voluntaria retirada de los Estados Unidos. Estados Unidos, recordemos, es el segundo país con más emisiones históricas de gases de efecto invernadero, por detrás de China, y probablemente uno de los mayores responsables del establecimiento de una economía global basada en la quema de recursos fósiles. El anuncio realizado por el presidente galo Emmanuel Macron de redoblar los esfuerzos por poner soluciones al cambio climático alivió las preocupaciones de muchos, y resituó a Francia y a la Unión Europea como garante de que la amenaza será atajada, con o sin Estados Unidos. Pero, ¿es cierto que podremos solucionar el problema del cambio climático sin contar con uno de los principales responsables del mismo?

Cuestiones de política internacional y política energética aparte, es indiscutible que uno de los principales problemas se encuentra en la asunción de responsabilidades históricas. Tras décadas de mirar para otro lado, las políticas de mitigación (reducción de gases de efecto invernadero y aumento de los estabilizadores climáticos) y adaptación (modificación de los ecosistemas y sistemas humanos para reducir la vulnerabilidad y los impactos del cambio climático sobre las poblaciones), que en un principio sustentaban el eje del grueso de las políticas climáticas, se han mostrado insuficientes. Los llamados “daños y pérdidas” que el cambio climático genera ya no pueden ser pensados como algo que llegará en un futuro lejano, en caso de que no adoptemos otras medidas. Ya son muchas las comunidades que se han visto afectadas por los efectos del cambio climático: islas que han quedado inundadas por la subida del nivel del mar, poblaciones forzadas a emigrar porque la extrema sequía de sus tierras no permite cultivar alimentos, comunidades que sufren los cada vez más frecuentes desastres naturales generados por la desestabilización del clima, y un largo etcétera. Todas estas comunidades forman parte de la comunidad internacional y sus demandas deben ser atendidas. Sirva como ejemplo la petición de la comunidad Inuit contra los Estados Unidos, que exige reparaciones al gobierno de Washington por el cambio climático.

Es por eso que, desde la Conferencia sobre el Clima de Cancún en 2010, los acuerdos adoptados para afrontar el cambio climático han ido dando cada vez más peso a lo que se ha llamado “daños y pérdidas”: ¿cómo solucionar los efectos negativos generados por el cambio climático cuando la mitigación y la adaptación ya no son suficiente? ¿Cómo responder ante los daños climáticos (materiales, económicos, sociales y culturales) que sufren hoy ya las poblaciones más vulnerables?

El problema de enfrentar los “daños y las pérdidas” es que obliga a los estados a asumir responsabilidades que ya no son solo prospectivas. Ya no se trata meramente de contribuir a solucionar un problema que llegará en el futuro, por razones que bien pueden ser humanitarias o caritativas. Ahora se trata de asumir responsabilidades por cómo un pasado de sobrecontaminación ha generado ya injusticias en el presente. Como se puso de manifiesto en las negociaciones para establecer el Mecanismo Internacional para Daños y Pérdidas en 2013, nadie está dispuesto a reconocer unas responsabilidades que podrían generar cargas, ahora sí, vinculantes, sobre sus economías. Y mucho menos, al parecer, Estados Unidos. Ilustra bien el problema el hecho de que el artículo 8 del Acuerdo de París, donde aparece la necesidad de enfrentar los daños y las pérdidas, excluya expresamente las palabras “responsabilidad” y “compensación” por deseo expreso de algunas de las partes y con el descontento manifiesto de otras.

La respuesta de muchos políticos y académicos ante el problema de la distribución de responsabilidades ha sido la de tratar de jugar con el vocabulario para conseguir acercar a las partes. Si nadie quiere asumir “responsabilidades”, excluyamos ese tan irritante término y enmarquemos el problema como una cuestión de justicia distributiva. Eso supone adoptar una narrativa en virtud de la cual los daños y las pérdidas que los más vulnerables sufren serían equivalentes a los efectos de sufrir la “mala suerte” de que los daños generado por el cambio climático les hayan tocado a ellos. A pesar de que nadie sea responsable por ellos, pues nadie es responsable de la “mala suerte” que otros sufran, uno puede, sin embargo, acordar tratar de reequilibrar la desigualdad distributiva que esos inmerecidos daños han generado sobre esas poblaciones.

Obviemos por un momento la debilidad de este argumento para conseguir un acuerdo sólida y vinculante entre los más capaces de ayudar a las víctimas. ¿Quedarían, en ausencia de asunción pública de responsabilidades, las demandas de justicia de las víctimas atendidas? ¿Podríamos conseguir con ello enfrentar el desafío del cambio climático con la fuerza y la solidez política e institucional que merece? La respuesta, me temo, es negativa.

Sequía

Parte del problema del cambio climático es que no contamos con las adecuadas instituciones para enfrentarlo. A su vez, este problema viene generado por uno más básico: carecemos del sentido político de “comunidad internacional” necesario para construir tales instituciones. Pero, ¿cómo vamos a construir una comunidad internacional sólida sin ser capaces de reparar las demandas de responsabilidad histórica que las víctimas del cambio climático exigen? Mi hipótesis es que necesitamos asumir que enfrentar el cambio climático exigen también una narrativa de reconciliación histórica entre partes con mayor responsabilidad que sufren menos efectos y partes con menor responsabilidad, si acaso alguna, que se llevan la peor parte. Tratar de convencer a los más vulnerables de que los daños y las pérdidas que sufren son fruto de la “mala suerte” no solo es injusto, sino que además incrementa su vulnerabilidad, disminuye su resiliencia, destruye la confianza de las partes en el proceso y anula las garantías de no repetición. Y todo eso viene acompañado del consecuente debilitamiento de las instituciones que puedan generarse para enfrentar, juntos, una de las mayores amenazas del siglo XXI.

La comunidad política internacional no conseguirá sortear la falta de adecuadas instituciones para enfrentar el problema del cambio climático sin asentar antes una base sólida sobre la que construir una comunidad política unida. No obstante, para ello es necesario que un proceso de amplia reconciliación entre partes desigualmente afectadas y desigualmente responsables. Estados Unidos debe reconocer su responsabilidad como uno de los principales emisores históricos, lo que allanaría el camino, no sólo para lograr una compensación económica por daños y pérdidas sino también para afrontar la restitución simbólica de la dignidad de las víctimas.

Sin el reconocimiento de responsabilidades, volveremos a dejar, una vez más, que este reto acabe con una nueva historia de vencedores y vencidos. Pero los vencedores deben saber que esta vez la historia de los vencidos será, con el paso del tiempo, cada vez más su historia. Quizá esta vez debamos mirar a los más vulnerables con los ojos de quien mirándose en el espejo ve reflejado su futuro. El futurible éxito de la política climática y su permanencia en el tiempo pasa por asumir las responsabilidades históricas. El éxito del futuro depende de la reconciliación con el pasado.

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