Aristófanes tenía razón

Grabado de un bufón de la Corte en la 'Cosmographia universalis', Basilea, 1552.

Miguel Sánchez-Romero

Nada mejor que remontarnos a la tradición de los bufones en la Corte durante el Siglo de Oro para homenajear a la escuela picaresca. Así es como se cocinaba la risa por entonces: en una taberna ante un buen plato de bacalao.

Madrid, siglo XVI. Mesón La Portuguesa. Sentados a una de sus mesas, dos hombres dan cuenta de un plato de bacalao en escabeche y una jarra de vino. La apariencia física de ambos encajaría en lo que hoy llamamos “cuerpos no normativos”. Uno de ellos pregunta al otro tras apurar su vaso y antes de volver a servirse.

—Entonces, ¿estás seguro de que quieres dejarlo?

El otro asiente mientras mastica extasiado.

—Tenías razón en tus cartas. No he probado en toda Andalucía un bacalao como este. Sí, sí, lo dejo.

—¿Cómo es que el Duque te ha permitido marchar?

—Le dije la verdad: que mi madre había enfermado gravemente.

—¿La verdad? ¡Ja! Tú madre murió hace ya años.

—Lo cual confirma que la enfermedad era grave.

Risas.

—Podrías quedarte un tiempo en Madrid. En palacio ha fallecido Fabrique, el enano del rey y para cubrir su hueco Su Majestad está pensando en comprar un negro. Podría hablarle de ti, decirle que el bufón de Medinaceli está ahora en la corte y…

—No, te lo agradezco. Está decidido, lo dejo. No entiendo esa fascinación por los negros. ¿Has visto alguna vez alguno?

—No. ¿Y tú?

—Una vez en Sevilla vi a tres, dos hembras y un macho. Salvo que parecen carboneros que trabajan a destajo, no tienen nada de especial. Aunque reconozco que para nosotros son una dura competencia. En las tres horas que coincidimos no fui capaz de hacer reír ni una sola vez. ¿Recuerdas mi parodia de la gallina cojitranca?

—¿Cómo olvidarla? Me hice bufón por esa parodia.

—Pues el Duque me ordenó interrumpirla para ver bailar a los negros. De todas formas, suerte tienes de que le haya dado por un negro. Peor sería que quisiera comprar un loco. Con un loco, siempre tienes perdida la batalla del protagonismo.

—¿Recuerdas a Periquillo Mataburras?

—¿Mataburras no fue el que le clavó un tenedor en el culo a una marquesa?

—El mismo. El Rey lo vio en una venta volviendo de Toledo y se encaprichó con él. Estuvo en palacio seis meses. Un infierno. No actuabas, tirabas el repertorio. Cuando no era un grito era un alarido, una carrera, un manotazo… Hasta que pasó lo del tenedor. Esa noche estaba yo interpretando uno de mis números estrella, El solo de gaita.

—Te lo vi hacer cuando el rey nos visitó en Sanlúcar. Magnífico. Es ese tipo de trabajos donde la sencillez oculta muchas horas de dedicación.

—Toda la razón.

Nada mejor que remontarnos a la tradición de los bufones en la Corte durante el Siglo de Oro para homenajear a la escuela picaresca. Así es como se cocinaba la risa por entonces: en una taberna ante un buen plato de bacalao

—Siempre me pregunté cómo se te ocurrió. Me interesan mucho los procesos creativos. ¿Cómo sabías que silbar melodías mientras te estrujabas el escroto simulando tocar una gaita iba a funcionar?

—Bueno, al principio no lo sabía, pero intuía que era un terreno digno de explorar. En un primer momento sólo me estrujaba mis partes simulando la presión sobre el fuelle mientras silbaba. Funcionaba, pero sentía que el número estaba incompleto, que le faltaba algo.

—Y entonces se te ocurrió lo del pedo final.

—Sí. Surgió de repente, lo improvisé una noche y enseguida supe que aquel era el remate que andaba buscando.

—Y dices que estabas interpretando El solo de gaita cuando sucedió lo del tenedor.

—Sí. Era una de esas noches en las que todo te sale a la perfección. Tenía al público en el bolsillo. A la duquesa de Béjar la tenían que abanicar dos criados porque, de la risa, le había dado un sofoco. La noche con la que sueña todo bufón. Pero, de repente, se oyó un grito. Y, bueno… el resto ya lo conoces.

—El rey quiso ajusticiarlo, ¿no?

—Sí, pero la marquesa pidió clemencia. Dicen que gracias al tenedor la señora descubrió que era masoquista. Lo tomó a su servicio, pero la cosa no funcionó. Periquillo no estaba preparado para una relación estable. Le clavaba tenedores a todo el mundo.

—Que haya quien considere que locos, negros y bufones pertenecemos al mismo gremio me reafirma en que hay que dejar este oficio.

—¿Y qué vas a hacer?

—Me vuelvo a Salamanca. Tengo algunos ahorrillos y he pensado convertir un patio sin uso de la casa de mi hermana en un pequeño corral de comedias. Un sitio donde poder dedicarme a hacer el tipo de humor que me gusta. Un humor distinto, no sé… menos vulgar.

—¿Te parece vulgar lo que hacemos?

—No tengo nada en contra de lo que hacemos. Es sólo que me gustaría hacer otra cosa. Un humor algo más elevado, más...

—¿Inteligente?

—Esa podría ser la palabra. En cualquier caso, busco una risa que no se base siempre en exabruptos, cojeras o ventosidades.

—Aristófanes incluía ventosidades en sus comedias.

—Efectivamente. Hace veinte siglos.

—¿Hay que desterrar a los clásicos, entonces?

—No tengo nada en contra de las ventosidades, sean clásicas o modernas. Te lo estás tomando como algo personal. Ese otro número que tienes… ¿cómo se llama?

—Catarata flatulenta.

—Es graciosísimo. Has trabajado muy bien el crescendo, uno tiene la sensación de estar ante un espectáculo pirotécnico.

—Es el efecto que buscaba.

—En serio, no estoy en contra de los pedos como guiño cómico.

—Pero nunca los has incorporado a tu repertorio.

—Porque mis digestiones son menos pesadas que las tuyas. Lo que quiero decir es que, admitiendo que tienes uno de los aparatos digestivos más divertidos que conozco, no es mi estilo. Lo respeto, aunque para mí ha llegado el momento de probar a hacer algo nuevo.

—Por una parte admiro tu valentía, por otra me preocupa que estés a punto de tirarlo todo por la borda. Has tenido mucha suerte: tienes chepa, bizqueas y eres zambo. Has nacido para esto. Es una locura que vayas a dejarlo.

—¿Te parece una locura el que quiera que la gente se ría de lo que digo y no de lo que soy? Me hice bufón porque amo la comedia. Bueno, el que no levantara más de siete palmos del suelo también me ayudó a decidirme. Mira, estoy convencido de que en unos años nuestras desemejanzas no serán motivo de risa. Las gracias a costa de enanos, cojos y jorobados están condenadas a extinguirse. Nadie, salvo un idiota, las va a echar de menos cuando ya no se hagan.

—Y, entonces, ¿en qué va a consistir tu nuevo repertorio?

—Aún estoy en ello, no lo tengo cerrado del todo.

—¿Nada de bailes ni pantomimas?

—Nada.

—Y, entonces, qué harás.

—Contaré cosas. Historias basadas en la cotidianidad pero desde una perspectiva cómica.

—Por ejemplo…

—Se encuentran dos arrieros y uno le dice al otro: “¿Qué hiciste el fin de semana?”. Y el otro le responde: “Pues el sábado estuve todo el día leyendo libros prohibidos”. El amigo le replica: “Pero si tú no sabes leer”. Y él responde: “Eso pensaba yo hasta que el domingo me interrogó la Inquisición”.

—¡Bromas con la Inquisición! ¡Estás loco! ¿Tú has visto alguna vez sonreír a Torquemada?

—Bueno, no todas son de ese tipo. Te cuento otra: se encuentran dos judíos y uno le dice al otro: “Ay, amigo, mi mujer me mata de hambre porque, como es cristiana, todos los días cocina cerdo. ¡Lo que yo daría por un buen cordero!” El amigo le contesta: “Mi mujer también es cristiana y, sin embargo, en casa comemos cordero en el desayuno, cordero en el almuerzo y cordero en la cena”. “¿Y cómo lo has conseguido?”, le pregunta angustiado. “Le he dicho que odio el cordero”.

—No está mal. Aunque creo que ganaría si el segundo amigo le dijera que, además de cordero, come todos los días ensalada de coles y acabaras con

un pedo.

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—No, nada de pedos.

Fue la última vez que hablaron. Aunque no la última que coincidieron. Aprovechando una visita real a Salamanca, el bufón acudió de incógnito al corral de comedias de su amigo para comprobar que, tras unos comienzos difíciles en los que estuvo a punto de tirar la toalla, triunfaba ahora con un número cuyo título le resultaba vagamente familiar: Catarata flatulenta.

*Miguel Sánchez-Romero es guionista.

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