La blanquitud descolonizando

Para el autor, la defensa del lugar social que ocupan las muxes de Zapotecas (en la imagen) desde tiempos prehispánicos resulta más descolonizadora que los relatos de los museos de Madrid, Londres o Bruselas.

Pau Luque

Llamamos descolonización, según el autor, a la expiación de nuestros pecados pasados. La hipocresía que late en la actitud de muchos museos occidentales representa un Gatopardo de la blanquitud para que, aunque aparentemente todo haya cambiado en su forma y su lenguaje, todo se mantenga igual.

Para la directora del MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona), Elvira Dyangani Ose, la descolonización museística es, básicamente, la combinación de tres cosas (sintetizo a partir de la conversación de Ose con José Durán Rodríguez en El Salto diario, “Descolonizar el museo: el arte de devolver lo robado”, 18 de mayo de 2023). Primero, en la medida en que los museos fueron uno de los aparatos coloniales fundacionales tanto en el sentido material como en el simbólico, toca resignificar el museo para que este adquiera responsabilidad sobre cómo ese papel construyó las discriminaciones del presente. Segundo, se ha de prestar atención a la manera en que se les da espacio en el museo a las comunidades perseguidas en el periodo colonial. Y tercero, la repatriación de la obra que llegó a los museos como resultado y consecuencia del colonialismo.

Me cuesta ver cómo alguien que tenga la brújula ética mínimamente imantada podría oponerse por principio a esas acciones. Mi perplejidad va por otro lado. No entiendo cómo ninguna de esas acciones, ni su combinación, descoloniza nada. Intentaré desentrañar mi desconcierto.

Elvira Dyangani Ose se refiere, obviamente, a los museos europeos u occidentales. Y esta es una de las cuestiones que sobresale en el discurso de la descolonización. Descolonizar es algo que hacen o deberían hacer los occidentales a través de instituciones de sello inequívocamente occidental: la red de museos públicos y nacionales, la industria editorial o cultural en general (con sus cuotas de representación) o el sistema de acceso a la de educación superior (las universidades). Una vez más, las formas culturales occidentales tienen un papel activo, mientras que las demás tienen uno pasivo en el mejor de los casos o uno inexistente en el peor. A mi juicio, esto ocurre porque la cuestión de la descolonización museística se hace partiendo de la siguiente pregunta implícita: ¿Qué significaría la descolonización desde los ojos de los colonizadores y sus descendientes? Y esta pregunta, no importa demasiado cuál sea su respuesta, es la continuación de la colonización por otros medios. Es, en otras palabras, el Gatopardo de la blanquitud. Un proceso de descolonización llevado a cabo por las instituciones de la élite de la blanquitud es un proceso desde dentro y desde arriba, es un proceso en que todo cambia para que todo siga igual: cambia la blanquitud para que siga reinando la blanquitud.

Uso blanquitud inspirándome (libremente) en el significado que le daba el filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría. Él se refería a la blanquitud como el conjunto de prácticas e instituciones culturales, políticas y sociales que, provenientes de Europa, se habrían impuesto a sangre, fuego y tinta como la modernidad irreversible. Así que el hecho de que haya algunas personas que no sean blancas ocupando puestos de poder en instituciones de la blanquitud, o de que se modifiquen las expresiones más insoportablemente supremacistas de los museos europeos, no es sino, me temo, una victoria del Gatopardo de la blanquitud: todo cambia (los cargos visibles ya no son hegemónicamente blancos y las narraciones de los museos se acomodan a lo que haga falta para ganar crédito moral) para que todo siga igual (con el crédito moral recién adquirido, las instituciones de la blanquitud renuevan su legitimidad y perpetúan su poder hegemónico). Todo conspira para que se materialice la gran broma final: la blanquitud se compromete a descolonizar.

Pondré dos ejemplos recientes de esta broma inaudita, uno francamente bochornoso y otro un poco más digno. Primero, la vergüenza: el British Museum y el Victoria&Albert Museum de Londres prestarán tres años a Ghana algunos objetos del pueblo asante que fueron sustraídos en los saqueos llevados a cabo por el Imperio británico en el siglo XIX. El mensaje está claro: ¡Tres años de descolonización pero no más! Es una manera de seguir siendo el custodio último de las piezas por parte de un país que, en el fondo, se sigue viendo a sí mismo como una potencia colonial.

Ahora, el ejemplo ligeramente más digno: en 2013, el Museo Real de África Central, en las afueras de Bruselas, bajó la persiana. Se trataba, como dijo su entonces director Guido Gryseels, “del último museo colonial del mundo”. Dicho así, parecía una sentencia definitiva. Pero cinco años después, el museo reabría el doble de grande, habiendo retirado algunas piezas (entre ellas, el famoso “hombre leopardo”) y subtitulado muchas de las piezas para cambiar la visión salvaje y primitiva que se daba de los pueblos africanos. Esta historia belga es idónea porque retrata los dos rasgos fundamentales con los que los herederos de los colonizadores descolonizamos. Por una parte, la hipocondría moral, es decir, la culpa por algo en lo que no participamos y que arrasó de tal modo la vida cultural y social de los colonizados que ya no hay reparación posible. Así que llamamos descolonización a lo que es ante todo expiación de nuestros pecados pasados. Por otra parte, la historia belga revela la incapacidad para que los herederos del colonialismo dejemos de ser los protagonistas de cualquier cosa importante que suceda: no sólo no cerramos para siempre el dichoso museo, sino que lo reabrimos el doble de grande y con una narración nueva que permite que la blanquitud siga definiendo la supuesta modernidad irreversible. Y en el siglo XXI la modernidad irreversible, según la vanguardia de la blanquitud, es la descolonización museística.

Hace tiempo le leí al filósofo Pascal Bruckner algo que no he sido capaz de encontrar para escribir este texto pero que más o menos venía a decir así: es cierto que al colonizar a otros pueblos los europeos los encerramos en una jaula, pero al colonizarlos también les dimos las herramientas para que aprendieran a salir de la jaula. Es una idea espeluznante. Viene a decir que hay colonizaciones buenas y colonizaciones malas. Las malas son las meramente extractivas. Luego las hay buenas. Las colonizaciones llevadas a cabo por los países europeos son, naturalmente, las buenas. Además de extraer y explotar, los europeos ofrecían recursos intelectuales, teorías y conceptos para que los pueblos conquistados pudieran abandonar su condición de vasallos. En resumen, los países europeos colonizaban y civilizaban al mismo tiempo: destruían las formas culturales que encontraban a su paso y luego imponían sus formas culturales: estados-nación, museos nacionales que unificaran relatos, un sistema de educación superior isomorfo a un sistema de castas y el nacionalismo político. Devastar y luego educar. O lo que es lo mismo: la letra con sangre entra. Sólo que, en este caso, no se trata de una metáfora.

Imponer el progreso a los atrasados

El argumento de Bruckner no es muy distinto del de la derecha neoimperialista española que legitima los desmanes de la Conquista por los beneficios que supuso el cristianismo –entre otras cosas– para Latinoamérica; es, por así decir, su versión laica. El corolario de la empresa es el mismo en ambos casos: está justificado imponer el progreso a los atrasados del mundo.

Y no puedo dejar de pensar que hay un inesperado punto de conexión entre la descolonización museística y la idea de Bruckner. Lo que tienen en común es la idea de que existe el progreso irreversible y de que son las instituciones de la blanquitud las que representan ese progreso irreversible. Esto no quiere decir que compartan proyecto: uno intenta justificar la devastación humana y cultural con la idea de civilización, el otro intenta justificar la devolución de piezas robadas. Pero ambos beben de la misma fuente desde la cual se abre paso el río del progreso inevitable. Esa fuente son las únicas formas culturales protagonistas y activas de la historia: las formas de la blanquitud.

Esta incómoda coincidencia ocurre porque se coincide en el punto de vista desde el que se observan las cuestiones del pasado colonial: el de los ojos de los colonizadores y sus descendientes. Para distanciarse de Bruckner, que es tanto como empezar a distanciarse de la blanquitud, se podría partir de esta otra pregunta: “¿Qué significaría la descolonización desde los ojos de los colonizados y sus descendientes?”. La antropóloga y lingüista mixe –perteneciente a uno de los pueblos indígenas mesoamericanos– Yasnaya Aguilar sostiene que, a día de hoy, la colonización en México la viene ejerciendo el Estado mexicano contra la pluralidad de formas de vida de los pueblos mesoamericanos. Lo colonial es la blanquitud y sus instituciones, o sea, el Estado-nación en sentido europeo. En una época, quienes pilotaban el Estado en México eran españoles. Luego, con la independencia y la revolución, fueron primero criollos y luego los representantes burócratas del mestizaje mexicano. El México Estado-nación es consecuencia de la colonización, pero también ejerce colonización; recrea, adaptándose a las particularidades locales, el mismo tipo de relato nacionalista que funciona en Europa desde hace siglos: aniquilación cultural de la diversidad interna y énfasis en la amenaza del enemigo externo que justifica la existencia de una frontera rígida. La blanquitud y la colonización, en pleno siglo XXI, no tiene tanto que ver con quién pilota en concreto un Estado-nación como con la existencia misma del Estado-nación y sus recreaciones transatlánticas.

(Interludio español: curiosamente, y pese a su mala fama, España es el único de los países europeos grandes que ha protegido constitucionalmente su diversidad cultural interna. La ironía –o no– es que España también es el único de los países europeos grandes cuya unidad corre algún riesgo. A mi juicio, y esto es algo controvertido dada la bélica historia de Europa, existe una obligación de asumir ese riesgo).

Una genuina descolonización desde los ojos de los colonizados y sus descendientes implicaría deshacerse del conjunto de prácticas e instituciones de la blanquitud. Para entendernos: significaría desmantelar el Estado-nación, las redes de museos nacionales, el sistema de educación superior o el apestoso modelo del nacionalismo político típico de los países europeos como manera de homogeneizar las diversas comunidades que terminan integrando un Estado. Tareas de desmantelamiento, si me preguntan, tan nobles y deseables como extraordinariamente improbables ahora mismo.

¿Qué hacer entonces en el mientras tanto? La idea de restituir las obras de arte robadas o expoliadas a los estados que las reclamen para que las expongan en sus museos nacionales es una idea perversa y a la vez necesaria. Es perversa porque ahonda en la legitimación de las instituciones de la blanquitud en las antiguas colonias: la existencia misma del “museo nacional” y de sus variantes en Latinoamérica presupone un modelo de Estado-nación propio de la blanquitud y es una forma de colonización cultural.

Sin embargo, a no ser que se esté dispuesto a llevar a cabo el desmantelamiento que mencioné antes, es una acción necesaria, pero no porque sea un genuino ejercicio de descolonización, sino por una razón mucho más modesta y menos grandilocuente. Se trata de la acción más decente posible dentro del esquema de la blanquitud, es decir, es el comportamiento más justo dentro de un sistema injusto. La imprescindible batalla cultural contra el neoimperialismo español u otras formas igualmente siniestras de reivindicar el pasado colonial no debería inducirnos al autoengaño, y es que no habría que olvidar nunca que la verdadera descolonización es la impugnación de la blanquitud. Y eso, por razones obvias, no es algo que vaya a ocurrir desde las instituciones de la blanquitud.

En este sentido, el alzamiento zapatista del que ahora se cumplen treinta años, así como la vigencia de sus formas de organización política más allá de las instituciones de la blanquitud, es mucho más descolonizador que cualquier transferencia de piezas de un museo nacional europeo a otro museo nacional latinoamericano. También la defensa del lugar social que ocupan las muxes en el Istmo de Tehuantepec desde tiempos prehispánicos es, por su capacidad para quebrar la binariedad del sistema sexogenérico (y hacerlo desde la sociedad misma y no desde un departamento universitario), mucho más descolonizador que las narraciones hipocondríacas de los museos de Bruselas, Madrid o Londres.

Crónica privada de un Congreso maldito

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Y si alguien quisiera convencernos de que con esas restituciones museísticas se está llevando a cabo una auténtica descolonización, yo no podría deshacerme de la sospecha de que se está instrumentalizando una causa noble o bien para expiar las propias culpas o bien para prolongar la legitimidad de los privilegios de la blanquitud en un momento en que se estaban poniendo en duda. Así que, por una vez, hagamos algo heroico: llamemos modestas a nuestras acciones modestas.

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Pau Luque es filósofo y trabaja como profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.

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