A cara de hiena

Bernat Castany Prado

NPI. Entre las grandes virtudes de la risa está su capacidad para generar esa atmósfera de ligereza, intrascendencia, desimportancia, o qué más da, que es tan propicia para la acción y la alegría. Le preguntaron a un hombre cómo es que siempre estaba tan tranquilo, y respondió: “Porque no discuto con nadie”. “No será por eso...”, le objetaron. Y, dándose la vuelta, dijo: “Pues por eso no será...” El hombre de mi chiste podría haberle dado clases particulares a Montaigne, quien necesitó escribir más de mil páginas para aprender a decir: Que sais-je? Una expresión que no deberíamos entender como una pregunta inquisitiva, de corte epistemológico, al modo kantiano (“¿qué cosas podemos saber?”), sino como una antipregunta, que podría haberse expresado con un mero encogerse de hombros: “¿Y qué sé yo?” “¿A mí qué me cuentas...?” Esta capacidad de suspender el juicio, o hacer epokhé, es considerada por los filósofos escépticos como la magna virtus, que debe practicar (o ensayar, como diría Montaigne) todo aquel que desee acercarse a la felicidad, o eudaimonía, que entienden en términos de serenidad, o ataraxia, que también podemos traducir como despreocupación, indiferencia, desimportancia, o ¿qué sé yo...?

El principal obstáculo en la vía hacia la serenidad es el dogmatismo, que es un sueño (agitado) de conocimiento del que nacen los monstruos de la ansiedad y la violencia. Y es que los fosos de nuestros castillos en el aire están llenos de cocodrilos que se nos caen encima. La idea sería suspender el juicio, con el objetivo de descomplicarse la vida. Porque, como dice Pessoa (y que conste que estoy citando mucho menos, como me recomiendan mis amigos): “la inconsciencia es el fundamento de la vida”, hasta el punto de que, “si el corazón pudiera pensar, se pararía”. Por eso, lo mejor que podemos hacer es no entrometernos demasiado en nuestros propios asuntos. Dejar de ser como el ibis, al que los antiguos egipcios atribuían la costumbre de introducir el pico lleno de agua en su propio ano, con el objetivo de limpiarlo. Lo cual resulta enigmático (o enemático). Sí, después de pensarlo mucho, pienso que deberíamos pensar menos, y estar encantados de habernos desconocido. Afortunadamente, la tradición escéptica lleva más de dos mil quinientos años desarrollando todo tipo de argumentos y prácticas, en las que la comicidad cumple una función esencial, con el objetivo de enseñarnos a refrenar nuestras pulsiones dogmáticas.

En mi instituto corría la leyenda de que, en un examen de matemáticas, un alumno había escrito, como única respuesta: “NPI”, queriendo significar “Ni Puta Idea”, y que el profesor le había puesto un diez, porque había entendido “No se Puede Integrar”, que era la única respuesta correcta. La filosofía escéptica consiste un poco en lo mismo. En reconocer que no tenemos “Ni Puta Idea”, pero decirlo con la gracia y la suerte suficientes como para que esa misma ignorancia acabe revelándosenos, de forma sorpresiva, y ciertamente cómica, como algún tipo de conocimiento superior. Se non è vero è ben trovato.

Mindemptiness. Veamos, pues, de qué modo la risa es una de las vías fundamentales en la relajada conquista de la despreocupación. Notemos para empezar, que las principales estrategias escépticas para atemperar nuestras desaforadas pretensiones cognoscitivas, como son la refutación de argumentos, la explicitación de falacias, la caza de incongruencias, la exhibición de contraejemplos, la reducción al absurdo o la constatación del carácter relativo de nuestras percepciones, ideas y costumbres, y del carácter imperfecto y ambiguo de nuestro lenguaje, suelen mantener una estrecha relación con lo cómico. Primero, porque muchas de ellas provocan una cierta sorpresa o revelan algún tipo de incongruencia (“¿así que el hecho de que se escondan y no los veamos es la prueba de que los ángeles existen...?”). Segundo, porque evidencian el carácter pretencioso y obsesivo, casi mecánico, de la persona dogmática (como si nos hallásemos ante una marioneta o un payaso intelectual, que no domina sus propios pensamientos). Tercero, porque suponen un aumento de nuestras potencias cognoscitivas (“qué listo que soy”) o existenciales” (“ya no me atormentará más la idea del infierno, o de que este libro no valga nada”). Cuarto, porque nos descarga de las preguntas excesivas que solemos infligirnos, propiciando una ligereza cognoscitiva que nos anima a vivir sin tantas complicaciones (“¿para qué darle tantas vueltas a las cosas...? Cerremos esta enumeración de cualquier modo”). Y por muchas otras razones que ahora mismo no se me ocurren, y me da pereza pensarlas... Perfecto.

La comicidad puede ayudarnos a desinflar nuestras preguntas desaforadas, nuestros escrúpulos existenciales, nuestras especulaciones psicóticas, nuestros miedos inmotivados, y tantos otros engendros de nuestras compulsiones dogmáticas. Una ironía, un absurdo, una burla, una refutación, un contraejemplo, incluso un resbalón o un tropiezo, pueden romper con el aura trascendente y trágica que solemos otorgarle a las cosas, y a nosotros mismos, y que suele contribuir a exagerar nuestros problemas, cuando no a inventarlos, allí donde no los había. Porque Wittgenstein exageraba, pero pseudoproblemas haylos... 

Afortunadamente, la risa no sólo nos permite reposar de la tarea agotadora de clasificar, ordenar, explicar y comprender, sino también de la de maquinar, elucubrar, complicar, y mear fuera de tiesto. ¡Cómo nos gustaría, por un solo momento, poder dejar de pensar! Que es lo que buscamos, sin duda, por muy diversas vías –buenas y malas–, como el cine, la lectura, el deporte, las drogas, el alcohol, el estrés, el amor, el sexo, el coleccionismo, la querulancia o la escritura... 

Lo cómico, que está presente en muchas de esas vías, tiene la virtud de ofrecernos unas vacaciones mentales de bolsillo, con monedas, mecheros, bolis, goma de borrar y agujeros incluidos. Por eso Bergson dice que “hay en la risa un impulso hacia el reposo”. Lo cual no significa que nuestra mente quede en blanco, sino que queda libre para hacer lo que le plazca. De ahí que, para Bergson (pero ¡para ya!), en toda situación cómica, pensemos o actuemos “como si soñásemos”, dejando que la realidad se despliegue ante nosotros, como si no fuese con nosotros, o como si nosotros nos hubiésemos “desprendido de las cosas”, y aun así continuásemos “percibiendo imágenes”; como si todo fuese, en fin, un juego gracias al cual podemos descansar “de la fatiga de pensar” y “de la fatiga de vivir.” Qué placer sólo pensarlo... O no pensarlo...

Todo lo cual se parece bastante a lo que Kant dice, en su Crítica del juicio, acerca de la experiencia estética, que sería la contemplación gratuita del mundo, que deja pasar ante sí las formas, las palabras y los sucesos, sin tratar de reunirlos en estructuras conceptuales cerradas, sino permitiendo que se agregen y desagreguen libremente ante nosotros, como el que contempla las motas de polvo en un rayo de sol u observa cómo cambian las formas de las nubes. Quizás este tipo de mirada no agote la infinita variedad de experiencias que podemos englobar bajo los perezosos términos de belleza o de arte. Pero designa una forma muy placentera, y muy libre, de mirar el mundo. Quien, sentado en un tren, en un coche o en un banco se haya quedado mirando el caleidoscopio de formas, palabras e ideas del mundo, con la mente ausente, o quizás más presente que nunca, sabrá a lo que me refiero... Pero paro, porque de tanto relajarme, me ha entrado sueño. “X” “¿Desea cambiar los cambios en asdfasdfasdfasdf27.docx?” “Sí.” “Papá, pipi.”

Fenomenología de la gravedad. Anoche decía que la mirada cómica favorece esa suspensión de juicio, o epokhé, en virtud de la cual la vida queda liberada: no sólo de la seriedad con la que solemos enturbiarla, sino también del utilitarismo con el que solemos degradarla. Claro que la gravedad, la solemnidad y la seriedad, no son sólo una apariencia, relacionada con una gestualidad, una vestimenta, un ritmo o un tono de voz, sino, ante todo, una forma de pensar y de actuar. Según la mentalidad aristocrática, la lentitud gestual del noble sugiere que éste posee un mayor peso ontológico, moral y social que el plebeyo, ese chisgarabís, ese zascandil, ese mequetrefe, ese chiquilicuatre. A diferencia del apresuramiento inconstante, ignorante y descontrolado del plebeyo, propios del mundo sublunar en el que se halla encerrado, el noble progresa lento, racional y armónico, como los cuerpos celestes del mundo supralunar. Y hablan bajo y parsimoniosamente, como si Dios les estuviese dictando por un auricular qué es lo que deben decir. Es el estilo de los reyes, los papas, los sacerdotes, los jueces, los condes, los patriarcas, pero es también el estilo de los empresarios, los (malos) políticos, los adivinos y los mafiosos. La persona grave se cree un enclave del orden divino o trascendente. Su reino no es de este mundo, y sólo con gran resignación asume la carga de los cargos, y la molestia de las riquezas. Jo jo jo.

Sin duda (¡¿sin duda?!), la gravedad ha sido tradicionalmente utilizada para educar a ese grupo fácilmente impresionable que son los niños. De ritmo rápido, como el de las ardillas, y alma inestable, como los cielos de Magritte, los niños ven a los adultos que se encargan de su educación como seres pesados, lentos, gigantescos y hostiles. Planetas rocosos cuyas moles inmensas los atraen hacia una atmósfera irrespirable, en la que sus miembros se pegan al suelo, como en las pesadillas, o en las quesadillas. De ahí su deseo de romper con su gravedad hipopotamizadora mediante burlas, parodias, caricaturas, bromas y absurdos. De hecho, buena parte de la comicidad infantil puede verse como un acto de resistencia espontánea, que busca mantener una cierta ingravidez lingüística, conceptual y existencial, frente a la gravedad adulta. Gravedad que los adultos gustan de identificar con el principio de realidad, aunque no sea más que su deformación interesada. Pues una cosa es asumir que las cosas no pueden ser exactamente como tú quieras, y otra muy diferente que tengan que ser exactamente como los adultos, en general, y los adultos poderosos, en particular, nos aseguran que sólo pueden ser. Y es que quien dibuja el terreno de juego de lo posible, ha ganado la partida de lo real. De ahí que al realismo capitalista de Mark Fisher le anteceda el realismo educativo de Fisher Price. 

Por eso la comicidad filosófica no aspira a vivir sin gravedad, sino a abolir el falso realismo, para asumir el verdadero principio de realidad. Porque, en gravedad cero, no es posible la vida, que está tan necesitada de puntos de apoyo como de puntos de impulso. No, nuestra aspiración no puede ser flotar incontroladamente, abrazados a la paloma de Kant, que soñaba con volar en el vacío, en el cual es imposible volar, porque sin resistencia no puede haber impulso... Sería mejor que aprendiésemos a encarar con ligereza la caída inevitable, como aquel hombre que se cayó de un rascacielos, y, a medida que caía, repetía: “Hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien...”

El punto Lagrange. La libertad y la vida proliferan en los puntos Lagrange, que son esos lugares en los que las atracciones gravitatorias de dos grandes masas –como la tierra y la luna- se anulan mutuamente, provocando una situación estacionaria respecto de ambos puntos. Lo que significa que, en ese tipo de lugares, todo cuerpo flota, sin llegar a salir de él, porque no se halla estrictamente hablando en el vacío, sino atraído por dos fuerzas que se compensan la una a la otra, como las madres ante Salomón. Sólo que, en este caso, Salomón mata a las madres, y deja al niño libre... Pero, volviendo a nuestro tema: el principio de realidad podría ser la tierra, y el deseo de vida, la luna. 

Cuando la gravedad del principio de realidad resulta demasiado poderosa, ya sea por el peso de los acontecimientos (muertes, enfermedades, accidentes, pobreza), ya sea por el falso realismo –ideológico o religioso– de los adultos, la comicidad puede servirnos para aumentar la fuerza de gravedad (o de levedad, según cómo se mire) lunar, o lunática. Los juegos de palabras, los absurdos, las caricaturas, las parodias, los chistes, las bromas, los sustos, los tropiezos, y todos los demás fenómenos cómicos, producidos o aprovechados, contrarrestarían, con su gratuita levedad lunar, los graníticos excesos de la gravedad terrestre, acercándonos al punto Lagrange, donde es posible volar en llamas por el fuego cruzado de la realidad y el deseo

Claro que la comicidad no sólo nos permite compensar la fuerza de gravedad de lo real, que amenaza con hacernos caer dentro del cráter del fatalismo resignado, sino también la fuerza de levedad del deseo, que podría hacernos entrar en la órbita de las ensoñaciones religiosas, ideológicas o existenciales. ¿Cómo? Combinando la comicidad lúdica y absurda, que nos eleva a lo sumo, con la comicidad lúcida y autoirónica, que nos baja los humos. Por eso, además de buscar un centro de gravedad permanente, deberíamos conservar una atmósfera de levedad ondulada. Españoles, Franco Battiato no ha muerto...

Peligrosos daimones. La gravedad inevitable del principio de realidad y la gravedad impuesta del falso realismo suelen materializarse en una pesada malla de tareas, intereses, preocupaciones, arrepentimientos, temores y problemas, que pueden resultar más agotadores que la lectura de Ser y tiempo. El griego clásico, siempre tan intuitivo, le atribuía dos significados al término ta pragmata: ‘los asuntos’ y ‘los problemas’. También resulta interesante que el término latino otium, de dónde procede nuestro “ocio”, que deberíamos entender como el ‘tiempo liberado de los asuntos y los problemas’, anteceda al término nec-otium, “negocio”, que deberíamos concebir como el ‘tiempo sometido a los asuntos y los problemas’. Porque primum vivere, pero vivere de verdad. Por eso nuestros idealizados griegos me recuerdan a los corsos de aquel chiste, en el que uno le pregunta al otro por un amigo común, y cuando le dice que está trabajando, exclama: “¿Trabajando? ¿Y acaso no tiene nada que hacer?” 

Lo propio de la vida seria es la ansiedad, que es la combinación de un miedo difuso, cuya causa, efecto y modos de enfrentarnos a él desconocemos, y una esperanza igualmente difusa, que tampoco sabemos cómo, cuándo, en qué forma y si realmente llegará a realizarse. Lo cual resulta enormemente desgastante. Por eso, de vez en cuando, soñamos con disolver la niebla, aunque sea a base de rayos y truenos. De ahí la tentación de transformar nuestra ansiedad en miedo, proyectando nuestras preocupaciones sobre un tema, un grupo o una persona terroríficas, que haga las veces de chivo expiatorio. Así, en lugar de vernos obligados a lidiar con un mundo multifactorial y complejo, en el que no sabemos exactamente cómo proceder para escaparnos o defendernos del peligro, nos creemos ante un mundo sencillo, en el que resulta evidente cómo conjurar el peligro. Así es como gracias al miedo y a la esperanza, a los que Teognis llamó “peligrosos daimones”, el universo infinito se transforma en un túnel –en el caso del fascismo, en un túnel metacarpiano– al final del cual brilla la luz del paraíso... que acabará trasnformándose en el tren suizo de la realidad...

Y, si bien es cierto que la comicidad, en general, y el chiste, en particular, poseen una estructura semejante, pues se trata de una narración teleológica, que se estructura en función de un final sorpresivo, lo que hallamos al final del túnel, no es ni el resplandor del paraíso, ni los faros de la decepción, ni siquiera el brillo del datáfono de una sanidad privatizada, sino el mundo abierto, con sus luces y sus sombras y sus reflejos y sus escorzos y sus perplejidades y sus trampantojos... Una luz compleja y matizada que no nos provoca la misma inquietud que el parpadeante fluorescente de la ansiedad. Todo lo contrario. Se trata de una complejidad que nos relaja, porque nos libera del deseo, o el deber, de comprenderla y controlarla. Porque no hay mejor modo de vivir que hacer el muerto en el mar abierto de nuestra ignorancia. Hasta ahora todo va bien...

¿No nada nada? La risa también se opone al carácter agotadoramente calculador de la vida seria, que sueña con someter la realidad a la magia cabalística de lo numérico, ya sea en euros, en gramos, en compradores, en me gustas o en líneas de currículum. La risa rompe el ábaco, y nos libera del cálculo, del latín calculus, que significa ‘piedra pequeña’, que era lo que solía utilizarse para contar (aunque eso es algo que debo consultar con mi grupo de Etimólogos Anónimos de los viernes). Pues el cálculo es nuestra piedra de Sísifo, que arrastramos sobre las espaldas del trabajo, o sufrimos dentro de las pantuflas del ocio. Y nuestra miseria se llama Excel. Aunque no se trata sólo de avaricia, sino también de control. El cálculo es una fantasía compensatoria de la ansiedad. Nuestra Señora del Puño es Nuestra Señora del Corazón en un Puño. 

Reír, en cambio, relaja. Porque, tal y como dice William Hazlitt, en Sobre el ingenio y el humor, reímos cuando “lo lúdico prevalece sobre lo patético y obtenemos placer, en lugar de dolor, de la farsa de la vida que se representa ante nosotros, y que descompone nuestra gravedad”. Pero no se trata sólo de que la comicidad suspenda agradablemente los principios, sentidos, valores, explicaciones y normas, sino también de que, cuando esos mismos sentidos, valores, explicaciones y normas colapsan, la comicidad transforma la ansiedad resultante en una alegre sensación de alivio y levedad. No es extraño que la comicidad prolifere en contextos nihilistas. Pues nadie como ella sabe flotar en el vacío, como el coyote del Correcaminos, antes de caer, porque caer hemos de caer. Eso está claro. Si bien, la comicidad, como la sonrisa del gato de Cheshire, logra que el mundo flote después de que éste haya desaparecido. Ése es su milagro. 

Es como si la comicidad aprovechase el apagón para cambiar el cableado del sistema eléctrico. Cada vez que reímos, apagamos las luces del mundo tal y como suele sernos impuesto, y las volvemos a encender, esperando que los focos de los vigilantes se transformen en la bola de espejos de una discoteca. Nunca lo hace del todo, claro. Y por eso debemos seguir riendo, a cara de hiena. Si Dios ha muerto, todo nada... O flota... “–¿No nada nada, señor Dostoievski?” “–No traje traje, señor Mark Twain.” 

Malentiéndanme bien. 

*Extracto de la obra en marcha ‘Una filosofía de la risa’, de Bernat Bernat Castany Prado en preparación en Anagrama.

NPI. Entre las grandes virtudes de la risa está su capacidad para generar esa atmósfera de ligereza, intrascendencia, desimportancia, o qué más da, que es tan propicia para la acción y la alegría. Le preguntaron a un hombre cómo es que siempre estaba tan tranquilo, y respondió: “Porque no discuto con nadie”. “No será por eso...”, le objetaron. Y, dándose la vuelta, dijo: “Pues por eso no será...” El hombre de mi chiste podría haberle dado clases particulares a Montaigne, quien necesitó escribir más de mil páginas para aprender a decir: Que sais-je? Una expresión que no deberíamos entender como una pregunta inquisitiva, de corte epistemológico, al modo kantiano (“¿qué cosas podemos saber?”), sino como una antipregunta, que podría haberse expresado con un mero encogerse de hombros: “¿Y qué sé yo?” “¿A mí qué me cuentas...?” Esta capacidad de suspender el juicio, o hacer epokhé, es considerada por los filósofos escépticos como la magna virtus, que debe practicar (o ensayar, como diría Montaigne) todo aquel que desee acercarse a la felicidad, o eudaimonía, que entienden en términos de serenidad, o ataraxia, que también podemos traducir como despreocupación, indiferencia, desimportancia, o ¿qué sé yo...?