tintaLibre

Felices y rebeldes años veinte

Joséphine Baker, en una imagen tomada en 1932, siempre estuvo comprometida con las causas que consideraba justas.

El 2 de octubre de 1925, la cantante y bailarina estadounidense Joséphine Baker debutó en París con el espectáculo musical La Revue Nègre. Baker llevaba a la capital de las vanguardias literarias y artísticas dos novedades muy sugestivas: ella misma, encarnación de la joie de vivre con la que el mundo occidental respondía a las matanzas de la Primera Guerra Mundial, y el jazz, el género musical que estaba desbordando los límites de los guetos afroamericanos. El triunfo parisino de La Revue Nègre fue inmediato y fulgurante.

En aquel ecuador de los años 1920, la cultura estaba a la vanguardia de la respuesta a las brutalidades de la Gran Guerra. Lo hacía tanto desde la exaltación del gozo de estar vivos como de la rebeldía ante el sistema que había llevado a los países occidentales a arrojarse al cuello de los vecinos. Un movimiento llamado Dadá había marcado el rumbo desde su nacimiento, en el Cabaret Voltaire de Zúrich, hacia 1916. El imperialismo burgués había empujado a millones de jóvenes europeos al infierno de la sangre, la mierda y las ratas de las trincheras, y Dadá rechazaba de plano tanto su avaricia insaciable como su arte atildado, hipócrita y mediocre. Lo dejó claro en su primer manifiesto, publicado por el rumano Tristan Tzara en 1918. “¿Sirve el arte para amontonar dinero y acariciar a los gentiles burgueses?”, se preguntaba Tzara. Y su respuesta negativa a la pregunta concluía de esta guisa: “Todo hombre debe gritar. Hay una gran tarea destructiva, negativa por hacer”.

Los poetas y pintores dadaístas situaban a la vida y la libertad por encima de todo, rechazaban las convenciones sociales y culturales de la llamada Belle Époque, practicaban la burla y el humor, la provocación y el escándalo. En 1917, en una exposición en Nueva York de jóvenes creadores, uno de ellos, el francés Marcel Duchamp, presentó una obra denominada Fontaine (Fuente) que no era sino un urinario de porcelana. El escándalo fue mayúsculo y la obra fue retirada de la exposición, pero si hoy en día no nos subimos por las paredes ante ideas como la de que un objeto ordinario puede ser considerado artístico si se saca de su contexto, es, precisamente, porque los dadaístas las practicaron en su tiempo, cuando eran nuevas, divertidas y subversivas.

Tzara terminó recalando en París, allí se compinchó con un grupo de inquietos poetas liderado por André Breton y Philippe Soupault y de estos mimbres surgió el surrealismo, el más importante de los movimientos culturales vanguardistas de la primera mitad del siglo XX. El surrealismo tenía una poderosa propuesta creativa: ir más allá de la realidad evidente impulsando mediante el automatismo todo aquello perteneciente al terreno de lo onírico, de lo subconsciente. “El hombre que no puede visualizar un caballo al galope sobre un tomate es un idiota”, decía Breton.

También tenía el surrealismo una propuesta social: la insurrección individual y colectiva contra el orden burgués de las cosas. El surrealismo se asociaba sin complejos a causas políticas revolucionarias como el anarquismo y el bolchevismo. A partir de 1930, lo haría explícito a través de una publicación periódica titulada Le Surréalisme au service de la révolution. Decía Breton: “La rebelión, y solo la rebelión, es creadora de luz y esa luz no puede tomar más que tres caminos: la poesía, la libertad y el amor”.

¿Por qué me acuerdo ahora de estas cosas?, se preguntarán ustedes. Pues porque llevo meses preguntándome si, una vez superada la pandemia del coronavirus, adoptará la cultura de los años 2020 el espíritu gozoso, innovador y rebelde del mismo período del siglo XX, aquel que fue conocido en inglés como The Roaring Twenties y en francés como Les Années Folles. Obviamente, no tengo respuesta a esa pregunta, nadie puede anticipar por dónde va a ir una cultura auténticamente libre y creativa. Pero sí puedo expresar deseos, y el mío es absolutamente partidario de que lo haga.

Los años 1920 fueron aquellos en que las poblaciones occidentales expresaron su condena de la Primera Guerra Mundial y su alegría por haberle sobrevivido con un vitalismo y un progresismo frenéticos. Los años en que se acortaron las faldas femeninas y Coco Chanel liberó a las mujeres de la tiranía del corsé. Los años en que a ambos lados del Atlántico se bailó el charlestón con furor desvergonzado. Los años de las rebeliones de Dadá y el surrealismo. Los años en los que la gente podía ser muy pobre y también muy feliz como contó Hemingway en su París era una fiesta.

Espíritu irreverenteirreverente

Ya sé que la historia nunca se repite exactamente del mismo modo. Pero la historia del siglo XX nos da pistas que pueden permitirnos imaginar reacciones posibles a paréntesis vitales tan tremendos como una guerra o una pandemia. Quizá mi deseo no sea tan ilusorio si se recuerda que también en los años 1950, tras las decenas de millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, Estados Unidos y Europa occidental reaccionaron como lo había hecho tres décadas antes, con espíritu bailongo, irreverente, crítico, sediento de novedades.

The Fabulous Fifties fueron en Estados Unidos los de la explosión del rock & roll, una nueva música que empujaba a mover obscenamente las caderas; los del expresionismo abstracto de los pintores Jackson Pollock y Willem de Kooning; los de la Beat Generation de los escritores Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William S. Burroughs. Entretanto, en París, la trompeta de Boris Vian interpretaba jazz en los sótanos de la Rive Gauche, mientras Albert Camus, envuelto en una humareda de cigarrillos, proponía su existencialismo libertario. Hay otras vidas, pero todas ellas están en esta. Intenten, pues, vivirla lo más felizmente posible.

No sé qué pensaran ustedes, pero a mí no me satisface que la literatura, la pintura, la música, el cine y las demás expresiones culturales reaccionen al paso de la pandemia tan solo poniendo cara de pena, reiterando lo obvio –no hay vida auténticamente humana sin cultura– y solicitando subvenciones públicas. Me gustaría que la cultura también sacara lecciones de la catástrofe que pudieran situarla al frente de los cambios que la humanidad precisa. Me gustaría que fuera menos consumista y más respetuosa con la Tierra, que se situara a la vanguardia de la lucha contra el cambio climático. Me gustaría que pensara menos en el mercado y más en la gente, que valorara menos el envase y más el contenido, que promoviera más la diversidad y menos la uniformización, que fuera más divertida, provocadora y subversiva.

Desde el tramo final del siglo XX, la cultura occidental se ha ido haciendo irrelevante en relación a otros periodos históricos porque se ha ido haciendo chata, acomodaticia y previsible. Ha estado más preocupada por gustar, o al menos no ofender, a los mercados, los gobiernos y las mayorías sociales que por proponer nuevas formas de vivir. Se ha resignado a lo que hay, ha ido aceptando un papel meramente decorativo en el seno del triunfante capitalismo salvaje.

La literatura, la pintura, la música, el cine y las demás manifestaciones culturales tienen que volver a ser escandalosos para recuperar un papel relevante en el mundo que seguirá a la pandemia. También deben de adaptar sus formatos a ese mundo, por supuesto. No estamos para conciertos a lo Woodstock 1969. Hemos de pasar de lo macro a lo micro. De los eventos masivos a los eventos pequeños. Pequeños conciertos, pequeñas conferencias, pequeñas exposiciones, pequeñas actuaciones musicales y teatrales en plazas, calles, ateneos, cines, teatros, librerías, bibliotecas y polideportivos. Hay que sacar la cultura de los grandes estadios de fútbol y llevarla a los barrios y los pueblos. Es menos contaminante y más democrático.

Estoy convencido de que hay que acercar la cultura a la gente, no pedirle a la gente que se gaste un dineral y contamine absurdamente viajando hasta la cultura. El tejido primordial de la cultura debe estar en lo local. Allí deben desarrollarse la mayoría de las acciones presenciales. Para lo global, para participar en un seminario convocado en Berlín o para ver la última revelación del cine chino, tenemos el gran descubrimiento positivo de la pandemia: la comunicación a través de internet.

La cultura es escandalosa o no es, dije antes y lo mantengo. Picasso, Duchamp, Tzara, Breton y muchos otros creadores eran escandalosos en aquel París de octubre de 1925 en el que desembarcó Joséphine Baker. Y a ellos se sumó la entonces jovencísima artista afroamericana. Lo hizo a su manera, danzando el charlestón con sensualidad desinhibida y mínima vestimenta –apenas una faldita hecha con bananas de tela–, practicando su bisexualidad, mostrándose orgullosa de su negritud, demostrando que era tan inteligente como divertida. París, que tenía tragaderas más anchas que el resto de las metrópolis, la convirtió en la gran vedette del Folies Bergère y la coronó con títulos como la Venus de bronce, la Perla Negra y la Diosa criolla.

Vacuna contra el fascismo

No tengo nada en contra de que la cultura sea entretenida; al contrario, la cultura tiene la obligación de serlo si aspira a ser popular. Pero no debe ser tan solo entretenida, tiene que ir más allá. Tras el coronavirus, la cultura tendría que ser también una vacuna activa contra la extensión de otra pandemia de nuestro tiempo, la del fascismo. Me temo que a bastantes escritores, pintores, músicos y cineastas de las generaciones más jóvenes que la mía este deseo les parezca chocante. Sé que han crecido escuchando una y otra vez esa estupidez que pregona que el artista no debe de tomar partido, debe ser absolutamente neutral en las pugnas cívicas y políticas.

Permítanme, pues, que siga contándoles la historia de Joséphine Baker, que añada que su jovialidad nunca fue frívola, que siempre estuvo comprometida con las causas que consideraba justas. Llegaré así a aquel capítulo en que, ocupada Francia por las tropas de Hitler, la cantante y bailarina de la faldita hecha con bananas se convirtió en un gran activo de la resistencia antifascista y democrática.

Joséphine Baker se alistó el 24 de noviembre de 1940 en los servicios secretos de la Francia libre, la Francia que lideraba el general De Gaulle, la que se negaba a dar por terminado el combate contra los aparentemente invencibles ejércitos de Hitler, la que repudiaba la rendición y el colaboracionismo del derechista mariscal Pétain. En los años siguientes, Baker realizó para la resistencia importantes trabajos de información y comunicación tanto en el territorio francés como en sus colonias del norte de África. Explotó a fondo el que los nazis y los colaboracionistas la ningunearan, la tuvieran por una negrita cantamañanas que tan solo sabía hacía reír y bailar. Pero no, ella llevaba en sus partituras mensajes a los resistentes en tinta simpática, ocultaba notas clandestinas en su sujetador, obtenía de admiradores nazis y colaboracionistas confidencias sobre movimientos de tropas. Y, más tarde, se hizo oficial del Ejército del Aire de la Francia Libre a la par que daba espectáculos musicales gratuitos para las tropas aliadas que daban el asalto definitivo a la Alemania nazi.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, Joséphine Baker fue condecorada con la Croix de Guerre y la Légion d’honneur por sus actividades como espía y luchadora antifascista. Hasta el final de sus días, dijo que este había sido el mayor éxito de su carrera.

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí

Más sobre este tema
stats