Una gota de periodismo en un mar de propaganda

Carlos Manuel Álvarez en Ciudad de México el pasado mes de abril durante la presentación de 'Los intrusos'.

Carlos Manuel Álvarez

Las cosas ya sucedieron y no sorprenden, pero mientras ocurrían nunca me abandonó el asombro. Tenía dieciocho años cuando publiqué por primera vez en un periódico. Arrancaba en la carrera de Periodismo en la Universidad de La Habana y me enviaron a la redacción de Juventud Rebelde –Guillermo Cabrera Infante lo llamaba Senectud Obediente— para que cumpliera con las prácticas laborales del primer semestre. Era el diario de la juventud comunista, un líbelo en blanco y negro de apenas ocho páginas que se imprimía en unas rotativas cargadas de personajes dickensianos, destruidos y abotargados a medianoche por el ruido incesante de las máquinas y sus minúsculas vidas de obreros, sometidos todavía a condiciones de trabajo decimonónicas.

Aquel edificio, búnker del realismo socialista entre soporífero y tenebroso, albergaba también otros medios de prensa y departamentos de archivos, décadas de divulgación orwelliana acumulada en estantes empolvados bajo una iluminación enferma, cetrina. Desde afuera, el lugar parecía un centro de interrogatorios o un puesto de inteligencia militar. Al frente quedaba justamente la sede del Ministerio de las Fuerzas Armadas, cuya presencia imponente establecía las jerarquías políticas de la zona y le otorgaba el rol de institución vigilante. El conjunto arquitectónico, su tosca gestualidad, su grosera distribución en un perímetro más o menos cerrado, anunciaba de manera intencional el tono de la ideología permitida y el lugar en ella de cada quién. Sin embargo, dicho decreto no era aún percibido por mí. Las dos corrientes principales de aquella fortaleza de la propaganda, el tedio y el miedo naturalizado, caían derrotadas ante el candor, el ímpetu de mis ilusiones y la curiosidad típica de un advenedizo. A fin de cuentas, yo había llegado a La Habana apenas unos meses atrás con el estandarte secreto de las novelas de Balzac en el corazón, específicamente modelos como Lucien de Rubempré, una fuerza adolescente de provincias dispuesta a poner París bajo sus pies.

Mi primera cobertura fue un partido de béisbol en San José de las Lajas, un pueblo a treinta kilómetros de la ciudad. Trabajaba en la página de deportes, pero en ese lapso, cerca de seis semanas de pasantía, también me moví por las otras secciones del periódico. Compartíamos un mismo espacio, un cubículo con aire acondicionado y una permanente luz de corredor que trastocaba las horas y deslocalizaba las referencias del mundo externo, puesto que tampoco había ventanas o salidas directas a la calle. No obstante, otras señas llegaban puntuales y marcaban un orden particular. Con los años, revelada completamente la puesta en escena, pude catalogar tales pasajes como el pistoletazo de salida de mi asco político y mi sedición en el oficio, si así podemos llamarle.

Cada tarde, un teniente coronel del ejército, vestido de militar, es decir, sin afeites o disimulos, irrumpía en la sección de nacionales e inspeccionaba una por una las notas de los redactores, como un maestro severo que somete a sus alumnos a una revisión rigurosa de un examen de grado. Pero no se trataba de ningún maestro, alumnos o exámenes, sino de un censor, sus víctimas y ese tipo de escrutinio particular que busca adaptar algo a una norma arbitraria, reglas que uno jamás termina de comprender del todo y que cumplimos como quien llega a un resultado aplicando una fórmula de cálculo aprendida a los golpes, por fuera del conocimiento. Los parámetros, tan difusos como rígidos, enloquecían a los redactores y, en general, a cualquiera que los padeciese.

Un censor tiene indefectible y constantemente que censurar, porque el acto de censura no actúa sobre el texto, eso el redactor lo hace por sí mismo, sino sobre la cabeza del censurado

Detrás de una fachada apacible, los rostros mansos y abatidos emitían signos de neurosis a través de las formas elusivas en las que asimilaban aquel vasallaje. El militar se llamaba Valido y recuerdo que muchas veces los reporteros actuaban como si su presencia no existiera, como si se tratara de un fantasma o un mal presagio y no de un represor que con gestos campechanos y fingida camaradería amputaba cualquier tipo de desvío. Pero, ¿en qué desvío podían incurrir aquellas informaciones, me pregunté luego, si no había nadie allí que no estuviese ya amaestrado? No importaba.

Un censor tiene indefectible y constantemente que censurar, porque el acto de censura no actúa sobre el texto, eso el redactor lo hace por sí mismo, sino sobre la cabeza del censurado. A veces Valido se colocaba de pie detrás de tu asiento y fiscalizaba la redacción de la nota. De modo literal, la mirada se colocaba por encima de tus espaldas. Te palmeaban en la nuca, como un susurro injertado en la conciencia. En ocasiones podían solo cambiarte una coma. No se trataba del ajuste sintáctico, sino del procedimiento, lo que te enseña que el control sobre las palabras cabe igual en la tachadura sutil de un signo de puntuación.

Fuera de aquel cubículo, Valido no existía. Se disparaba una amnesia cómplice que les permitía a todos continuar, o sea, irse a la casa, servirse un plato de comida, fornicar con su pareja o con un amante, mal descansar un rato y leer al otro día en la mañana sus nombres en el encabezado de una información cualquiera, como si realmente ellos la hubiesen escrito. El reconocimiento de que uno no era dueño de sus textos generaba una fisura o un resquemor que, si no se atajaba de inmediato, traía consecuencias desgarradoras, a saber: que uno no era realmente dueño de nada, ni de sus actos de amor o traición, ni de sus descansos o insomnios. Aquello no era la vida, sino un ensayo, la cáscara de una profesión cuya pulpa estaba en las manos de los funcionarios del Departamento Ideológico del Partido Comunista. Extirpada la responsabilidad sobre una labor adulta, el individuo se convierte en un simulacro, un niño en la peor de sus implicaciones: alguien a quien otro subestima y considera propiedad suya.

Sospecho que en algún punto los reporteros dejaron de distinguir el abuso contenido en aquella práctica cotidiana. Yo era inofensivo, desde luego, Valido por el momento no tenía que encargarse de mí, pero eso no significaba que su irrupción en mis pensamientos no planteara un asunto fundamental, el asunto al que muy tempranamente, lo asumiese o no, cada estudiante de Periodismo debía enfrentarse. Nos encontrábamos en un laboratorio de ideas que arrasaban con cualquier voluntad sensible, formábamos o formaríamos parte de una máquina de producción ideológica totalitaria. O nos despersonalizábamos y aceptábamos nuestro lugar como una pieza de cambio en aquella estridente fábrica de consignas o nos fugábamos con discreción por la puerta del fondo, sin que nadie demasiado poderoso lo notara, y hallábamos un lugar moralmente menos comprometedor para vivir.

La lástima instintiva que me inspiraron mis colegas mayores en Juventud Rebelde, el temor fundado de que me sucediera lo mismo, fue el germen de una decisión concebida a lo largo de mis años de estudiante, donde no faltaron votos confirmatorios de la feroz capitulación ética que implicaba seguir sin más la ruta institucional establecida. Antes de graduarme en el verano de 2013, cinco cursos después, ya me había convencido de que no trabajaría para ningún medio de prensa del gobierno, pero tampoco quería convertirme en otra cosa. Vivíamos una época nacional un tanto revuelta, sobre todo dentro de la lógica monocorde del castrismo.

Un tipo de reacción alérgica

El mando del país descansaba entonces en manos de Raúl Castro. Su hermano mayor ya no era más que una sombra achacosa y ciertas reformas tanto económicas como sociopolíticas, además de la proximidad de la muerte física del líder de la isla, acaecida un par de años después, en noviembre de 2016, desperezaron la vida habanera. Un poco antes, en diciembre de 2014, Obama y el menor de los Castro restablecían relaciones diplomáticas y aquella fachada última de la Guerra Fría parecía venirse abajo de una vez por todas. En marzo de 2016, junto a un grupo de colegas de generación, fundamos a cuenta y riesgo la revista El Estornudo. El nombre remitía a un tipo de reacción alérgica casi involuntaria e inevitable. Nuestros cuerpos rechazaban cierta sustancia tóxica disuelta en el ambiente.

Habíamos pasado antes por otros medios, que no eran oficiales, pero tampoco escapaban por completo al control estatal, y concluimos que debíamos inventar un lugar propio si queríamos sacudirnos del todo el mal rato de las negociaciones editoriales con censores o emisarios suyos, para el caso lo mismo. Fuimos parte de un tiempo que entendió que no hacía falta pactar con institución alguna, y eso, que hoy parece valiente, era más bien otra cosa, muy distinta: no volverse un cobarde. Teníamos una deuda con las lecturas acumuladas y un afán de emularlas en medio de una realidad inédita, traicionada no solo por la propaganda gubernamental, sino también, fatídicamente, por una zona importante de la prensa independiente. Provenientes del activismo, o simplemente de la desesperación de la pobreza, muchos de los reporteros que nos antecedieron en la conversación pública carecían de cualquier tipo de competencia profesional.

En aquel entonces, los enjuiciaba como partícipes de un estado de cosas asfixiante, voceros también de una retórica enfática y polarizada entre supuestos extremos ideológicos que reproducían el mismo tipo de operación discursiva y de fondo reforzaban el statu quo. Hoy creo que aquellos reporteros sobrevivían a duras penas, que el esquema político al que pertenecían rebasaba sus fuerzas particulares y que gracias a ellos no solo pudimos luego nosotros lanzar una revista y sostenerla en el tiempo, sino que las cosas que finalmente nos alcanzaron, la censura, las detenciones, los interrogatorios, las difamaciones y el exilio, demoraron en llegar.

Fuimos parte de un tiempo que entendió que no hacía falta pactar con institución alguna, y eso, que hoy parece valiente, era más bien otra cosa, muy distinta: no volverse un cobarde

En el interregno que va de 2017 a 2021 obtuvimos varios premios internacionales y logramos que Cuba empezara a leerse no solo dentro de su excepcionalismo ideológico, sino como parte de un territorio común, el territorio cultural del idioma. Yo quería, sobre todas las cosas, que El Estornudo fuese una revista latinoamericana. En 2018 el acceso a nuestra página fue bloqueado desde la isla y recuerdo haber pensado que alguien, sin embargo, aún podía leernos en mi país, y ese alguien era el Censor, quien único conocía en sentido estricto el tamaño de la ignorancia del resto de los cubanos. El Censor era el erudito de los estados totalitarios. Había un punto de ironía en el hecho de que nos pudiera y debiera seguir leyendo justo quien negaba que los demás lo hicieran. Mientras alguien siguiese leyendo algo, ese algo debía permanecer. El Censor justificaba así la presencia de aquello que quería borrar, no podían desaparecer del todo los sitios a los que él mismo les daba vida.

A partir de ahí, fuimos diligentemente perseguidos y catalogados de mercenarios por aceptar un tipo de ayuda económica similar a la que recibe todavía cualquier otro medio alternativo o no corporativo de la región, proyectos que emergen sin el músculo económico de la empresa, pero también sin su alarmante sesgo editorial. Después de siete años, El Estornudo ha sido igualmente la escuela informal de muchos jóvenes reporteros, provenientes la mayor parte de ellos de clases populares, que no pisaron las aulas de ninguna universidad, ni falta que les hizo.

La Arcadia no existe

La Arcadia no existe

La experiencia enseñó algo al conjunto, y es que, contrario a la verdad extendida, el periodismo no es solo un asunto del presente. En un país donde todavía no pueden circular publicaciones impresas por fuera de la línea oficial, y donde el acceso a Internet es limitado, elegimos recordar que la revista también existe para que los cubanos puedan enterarse mañana de qué les sucedía hoy.

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Carlos Manuel Álvarez (Matanzas, Cuba, 1989) es fundador de la revista ‘El Estornudo’. Con ‘Los intrusos (Anagrama) ha logrado el Premio de Crónica Sergio González Rodríguez.

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