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Independencia rima con elecciones libres y democracia

Luiz Inácio Lula da Silva, Lula, durante un acto electoral celebrado el pasado mes de julio en Río de Janeiro

Lilia Moritz Schwarcz

“Las obras del azar son infinitas” José Saramago, Todos los nombres

Es frecuente que las efemérides ciudadanas se rijan por la lógica de la coincidencia. Los brasileños, por ejemplo, estamos viviendo un semestre convulso, complejo sin duda, en el que dos acontecimientos decisivos para nuestra identidad nacional se celebrarán casi simultáneamente: la conmemoración del bicentenario de la independencia política del país, el 7 de septiembre, y las elecciones presidenciales, junto con otros cargos legislativos, cuya primera vuelta se realizará el 3 de octubre de este año.

La coincidencia en las fechas hizo que el actual jefe del Ejecutivo anunciara una nueva maniobra de las suyas con motivo de la primera cita. Desde el 7 de septiembre de 2021, Jair Bolsonaro ha estado secuestrando esta fiesta ciudadana y convirtiéndola en una demostración de su fuerza militar, en un acto de coacción que tiene como objetivo intimidar a las instituciones democráticas a través de la difusión de noticias falsas sobre el proceso electoral brasileño, que es notoriamente rápido, efectivo y adecuado.

Las efemérides cívicas se ven sujetas siempre a muchas batallas narrativas, pero este año la temperatura política en el país es particularmente alta, de tal forma que la celebración del 7 de septiembre de 1822 se convierte en un buen pretexto para todo tipo de manifestaciones. Antes de que el bicentenario se transforme tan solo en una tapadera ideológica, siempre es buen momento para analizar qué sucedió, en realidad, en aquellas circunstancias.

Es bien conocido, y no menos reconocido, que la independencia brasileña fue un movimiento conservador que, en nombre del mantenimiento del statu quo de las élites agrarias, de la esclavitud y de la extensión territorial del país, sacrificó el régimen político y el carácter revolucionario del proceso. En consecuencia, la emancipación de la metrópolis no condujo a un régimen presidencial y participativo, sino que el poder en Brasil terminó en manos de un príncipe portugués, heredero de la familia Braganza y Habsburgo. Con ello, el país se convirtió en una nación independiente, si bien era una monarquía rodeada de repúblicas por todos lados. Una anomalía política en las Américas.

No solo eso, ya en la misma década de 1820 se difundió una especie de leyenda acerca del 7 de septiembre; una versión mítica que describía un movimiento que, a diferencia de los de sus vecinos, no implicó enfrentamientos ni bajas entre civiles y soldados. La tesis defendida era que el cambio de régimen se alcanzó en plena paz y concordia, con el mayor orden. Se trataba, sin embargo, de un relato contado sobre todo desde la perspectiva de la región sudeste del país, de las élites agrarias de la región, que ocultaba las luchas que se produjeron en las provincias del nordeste —Bahía, Marañón, Pernambuco y Piauí— que no apoyaron de inmediato la solución política propuesta y que desconfiabandel liderazgo de la entonces capital, Río de Janeiro, que había asumido tal condición administrativa apenas en 1763.

Con todo, esta versión victoriosa ha sufrido, a lo largo de estos doscientos años, varios otros secuestros; es decir, diferentes intentos de interpretar y cambiar el significado de los acontecimientos. En 1830, un año antes de que don Pedro I (de Brasil, y IV de Portugal) renunciara al Imperio, ante las presiones políticas locales, este protagonizó una suerte de secuestro palaciego, privilegiando los hechos ocurridos el 7 de septiembre a orillas del río Ipiranga (ubicado en la ciudad de São Paulo, pero en una zona alejada) como una forma de resaltar su propio protagonismo. Hasta entonces, apenas se hablaba de dicho episodio ni de su ubicación. La emancipación quería recordarse así desde la consagración y coronación de don Pedro I, hechos ambos centrales para la monarquía, y vinculados únicamente a la lógica del poder concentrado en Río de Janeiro. Será a partir de 1830 cuando esta narrativa, muy ligada al liderazgo del entonces príncipe regente, cobrará fuerza, hasta convertirse en la versión oficial: una independencia monárquica que se valió del liderazgo único y voluntarioso de un soberano europeo.

Cien años después, en 1922, en el centenario de la independencia, llegó el turno para que São Paulo, el estado económicamente más fuerte de la nación, reclamara un papel protagonista. La tesis fue que los acontecimientos ocurridos en los campos de Ipiranga marcaron simbólicamente la pujanza de São Paulo, el bandeirismo y el protagonismo del Estado.

Secuestro de narrativas

Pero el secuestro de narrativas no se detuvo ahí. En 1972, en el 150 aniversario de la independencia, en plena dictadura, los militares decidieron tratar la emancipación política brasileña como si fuera un acto militar, y representaron a don Pedro como soldado. Tanto es así que la celebración ciudadana fue sustituida por una manifestación militar, con el habitual desfile de tanques, tropas de guerra y la exhibición de armamento pesado asociados al 7 de septiembre. Además, la Dictadura se apropió de la independencia, defendiendo una versión muy conservadora, que describía aquellos hechos como una demostración de orden: un movimiento y no un golpe de Estado, como en realidad fue. Para terminar, se trasladaron a Brasil los cuerpos de don Pedro y doña Maria Leopoldina, en una especie de evocación material y fúnebre, una suerte de homenaje definitivo a su memoria que era más bien una manifestación necropolítica. Una exposición morbosa ligada a una forma conservadora de concebir la historia como una disciplina muerta, un pasado cristalizado.

Y la misma dirección está siguiendo el actual gobierno de Jair Bolsonaro. Tanto es así que el 7 de septiembre de 2021, el presidente arremetió contra el Tribunal Supremo Federal, habló mal de las instituciones democráticas y anunció que no se doblegaría ante el resultado de las elecciones de 2022; en caso de no resultar victorioso, claro. Recurrió a la efeméride para reafirmar su poder autocrático, y a través de esa alusión histórica pretendió fortalecer la imagen que conserva ante su electorado. No la de emperador, sino la de mito (como lo llaman generalmente sus fieles seguidores); no la de un gobernante autoritario, sino como aquel que es guardián del orden y que en ocasiones necesita de la fuerza para imponer lo que llama el curso certero de la historia: un golpe a la legalidad. Por último, y con la vista puesta de reojo en la agenda de la Dictadura Militar, ha decidido pedir prestado —entre medidas de alta seguridad— el corazón de don Pedro, que hoy se conserva en formol en la ciudad portuguesa de Oporto. Como carece de proyecto, solo le queda el espectáculo.

El 7 de septiembre de 2021, Bolsonaro arremetió contra el Tribunal Supremo Federal y anunció que no se doblegaría ante el resultado de las elecciones de 2022

Sabemos que a nivel global estamos viviendo un momento de gran desconfianza en la democracia. También sabemos que las democracias de todo el mundo se han vuelto más conservadoras y, por lo tanto, han socavado su propia estabilidad. Pero las democracias son así: cargan con sus promesas —en su lucha por la igualdad, por la libertad, por la inclusión— pero también con sus problemas. Al fin y al cabo, la democracia se basa siempre en la necesidad de renegociar y de mejorar. Brasil vive un momento paradójico. Nunca se ha mencionado tanto la palabra golpe, pero nunca se ha hablado tanto, al mismo tiempo, de libertad y de soberanía. Además, si el bicentenario ha servido de pretexto para un gobierno de extrema derecha, retrógrado y narcisista que pretende resecar la democracia, las inminentes elecciones, que se celebrarán el 3 de octubre, son una llamada a nuestra atención sobre la importancia de la sociedad civil y de su protagonismo.

Ulrich Beck ha definido el contexto actual como una metamorfosis social. Un período en el que lo transitorio parece ser permanente. En cuanto a las novedades, a las nuevas estructuras, apenas se mencionan; los viejos amos se niegan a abandonar la escena. Tal contexto genera mucha frustración e insatisfacción, pero también permite imaginar que no tardará lo viejo en dejar de ser reconocido por lo nuevo.

Quién sabe si Brasil acabará sumándose a ese giro progresista liderado por los que ya se conocen como los nuevos reformadores latinoamericanos —con la elección de políticos como Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile, Luis Arce en Bolivia, entre otros— y nos dará una bocanada de buena utopía. Eso sí que sería un nuevo comienzo, y una forma de refundar la democracia y honrar así éticamente la idea de independencia.

Como escribió el escritor Machado de Assis, en el temprano 1858, “somos libres en las páginas de la historia... somos ya libres en la voz del

Océano”.

(Traducción de Carlos Gumpert)

Lilia Moritz Scwharz (Sao Paulo, 1957) es una prestigiosa historiadora y antropóloga. Profesora en las universidades de Sao Paulo y Princeton ha publicado en España Brasil: Una biografía (Debate, 2015) en colaboración con Heloisa M. Starling. Este otoño sale en Brasil su esperado libro O sequestro da Independência (Companhia das Letras) en colaboración con Carlos Lima Jr. y Lúcia K. Stumpf.

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