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La verdadera Josephine Peary, exploradora polar

La verdadera Josephine Peary, exploradora polar

Pilar Rubio Remiro

En Nadie quiere la noche una mujer avanza en trineo por algún lugar del Ártico, vestida como si en vez del Ártico caminara por las calles de Washington: abrigo de tweed, rostro maquillado sin cubrir y sin la menor huella del efecto abrasivo de temperaturas con varias decenas bajo cero. Es el cine; es una imagen irreal, incluso estúpida, ¿quién en su sano juicio, sea hombre o mujer, se pasearía así por los aledaños del Círculo Polar Ártico?

Servidumbre de taquilla y hábito de interpretar el pasado con imágenes y claves del presente como ocurre no sólo en el cine, sino en la exitosa novela histórica que se produce en la actualidad tan carente a veces de todo rigor histórico. Sorprende también que sea una directora como Isabel Coixet la que cargue las tintas sobre un guión que desaira una figura de tanto interés como Josephine Peary, abiertamente una pionera de la exploración polar, en un mundo concentrado en una compacta imaginería heroica de sexo masculino. Así, el personaje interpretado por Juliette Binoche nos ofrece un retrato de la exploradora como una mujer por cuyo capricho y tozudez mueren otros, se hace transportar todos los antojos de la civilización (vino y cristalería, sombreros y vestidos imposibles para el frío polar…), y solamente al final parece humanizarse desde el dolor. La realidad fue muy distinta y no hay que juzgar la película como un biopic, ni mucho menos como un documental, sino como lo que es: una recreación más que libre de unos personajes que se merecen ésta y muchas más películas.

Sabemos que los personajes son reales (el afroamericano y fiel ayudante de Robert Peary, Matthew Henson; la inuit Allakasingwah; la propia Josephine), pero el guión de Miguel Barros sólo se inspira en algunos episodios verídicos, aunque mezclados, sobre el terremoto emocional que sufre Josephine Peary cuando en su viaje a Groenlandia de 1900 en busca de su marido, conoce a Aleqasina, la mujer inuit que éste había hecho su amante y con la que tendrá, al menos, dos hijos. Aleqasina (Allaka, Allakasingwah, Akatingwah, Ally) estaba casada con Piuaiittuq Ulloriaq. Sin embargo, como en otras culturas, el marido podía disponer de su propia mujer como intercambio forzado y atención a otros hombres en circunstancias especiales.

Asumimos que la figura de Robert Peary, el futuro y dudoso conquistador del Polo Norte, daría para otra película, y dejamos que Fergus Fleming (La conquista del Polo Norte, Tusquets) lo dibuje en un par de pinceladas: “Robert Edwin Peary fue sin duda el más obstinado, posiblemente el más exitoso, y probablemente el más desagradable de los hombres que aparecen en los anales de la exploración del polo”. En la relación entre ambos cónyuges ni entramos. Quizás daría para otro buen guión.

Nos quedamos con la figura de Josephine Diebitch Peary (1863-1955) para poner algunas cosas en su sitio y porque ¡ay! todo un carácter, más allá de sus logros o su mérito como exploradora polar, fue uno de los escasos modelos en cuya estela las mujeres siguieron construyendo un camino propio, que no era el de la pasividad, sino el de la libertad de ensanchar unos límites demasiado exiguos. Hija de inmigrantes alemanes, su padre trabajaba como traductor en el Smithsonian Institute de Washington y era la mayor de cuatro hermanos. Una mujer despierta que ya destacaba como la primera de la clase y que cuando muere su padre y ella contaba 19 años, entra a trabajar en la misma institución para sacar adelante a sus hermanos hasta que su compromiso con Peary le hace renunciar al trabajo. Como en tantas mujeres de su época, el mundo que se abre tras su matrimonio, es el que ofrece alguna posibilidad de vivir una vida distinta, una vida bendecida por la institución familiar, pero en la que es posible desarrollar parcelas de cierta libertad, aunque sea bajo la sombra y la tutela del marido. Abrazó la causa polar como podría haber enfocado su necesidad de diferencia en cualquier otro proyecto; pero la opción más próxima, aunque no la de menor coste, fue formar equipo con su marido. Probablemente no tenía muchas más. “Yo nunca tenía frío. Esa fue una de las razones por las que me sentía capaz de ir. He sufrido más aquí (Washington DC) de frío de lo que lo hice en el Ártico”, confesaba para quitar hierro a una circunstancia que nunca le frenó.

Leyendo My artic journal y también The snow baby, dos de sus tres relatos sobre su experiencia ártica, asombra cierta capacidad de adaptación y, frecuentemente, de disfrute en tan extremas condiciones de vida. Parece como si en todo momento hiciera sus incursiones por verdadero placer, por deseo de transgredir sus propias lindes, por curiosidad, por experimentar, por ejercer la libertad. Pertenecía a una época y a una mentalidad en la que, precisamente eso, era una excentricidad.

Su primer contacto con el paisaje ártico fue en 1888 en una navegación en el Kite por Groenlandia. La segunda de las expediciones de Josephine junto a su marido y el resto del equipo se desarrolló desde junio de 1891 a agosto de 1892, por el norte de Groenlandia, experiencia que cuenta en My artic journal. A year among ice-fields and skimos y que incluye a Frederick Cook, el futuro y atrabiliario rival de Peary, como médico. Tras navegar haciendo escala en Upernavik, el enclave danés más al Norte, la expedición siguió hasta desembarcar en McCormick Bay donde construyeron una cabaña como base, en la que pasarían un año. El 11 de agosto los trabajos de la cabaña acabaron, el Kite se había ido y lo celebraron con un banquete: “No teníamos ni mantel, y los platos eran de estaño pero nunca se vio fiesta más alegre”, relata Josephine.

Su tercera experiencia ártica en 1893 fue un bombazo pues la inicia embarazada de cinco meses y, tres después, da a luz a una niña a 77º 44' grados de latitud Norte, donde jamás ninguna mujer blanca lo había hecho. Con ella viaja además una enfermera, la señora Cross, a la que habían reclutado en un anuncio, con lo que son ya dos mujeres blancas en la pequeña expedición. Todo lo que aconteció en ese año, invierno incluido, lo contó después en un relato, The snow baby. A true history, with true pictures, escrito en tercera persona con abundantes fotos de la niña en el entorno de su primer año de vida entre los hielos. Un relato que después se hizo muy popular, al igual que su secuela Children of the Artic, contribuyendo a recaudar fondos para la causa ártica. Los inuit la bautizaron como la bebé de la nieve, AH-POO-MIK-A-NIN-NY en inuit. Nació al final del verano y rápidamente se echó encima el temido invierno. Se le confeccionó ropa con pieles de zorro y de cachorro de ciervo hecha por una inuit llamada AH-NI-GHI-A, por lo que se decidió añadir su nombre al de Marie. Durante este tiempo la niña creció, dio sus primeros pasos y aprendió algo de inuit con los esquimales de Etah. Su historia era insólita. La de la madre también porque lejos de poner el acento en lo extraordinario de la situación, el relato de Josephine representa un plácido canto a la vida, al placer de los pequeños detalles y a la observación y registro de las costumbres inuits.

En 1900, se produce ese encuentro decisivo que de manera novelada, da morbo a la película. Josephine había acudido con su hija Marie AH NI GHI TO de nuevo a Groenlandia, tras enterarse de que a su marido le habían amputado ocho dedos de los pies. El objetivo era salir a su encuentro en Fort Conger (Groenlandia), pero su barco, el Barlovento, sufrió una embestida con un iceberg y el grupo se tiene que quedar en la embarcación a 300 millas al sur del campamento de Robert Peary. Atraídos por la curiosidad, los inuits se acercaban hasta el barco de visita y, entre ellos, aparecen Aleqasina y Anaukkaq, la amante y el hijo que había tenido con el explorador. ¿Sabía de su existencia? ¡Sí sabía! Josephine había visto fotos de ella desnuda, —la fotografía de mujeres inuits desnudas, también de niñas, era una de las pasiones poco confesables de su marido—.

Este encuentro resultó emocionalmente devastador. Parece que el dolor de esa traición fue tan insoportable que le escribió una carta de 26 páginas, pero aún así la relación siguió después. Lo que retrata a la digna Josephine, es la sensibilidad hacia la situación y el afecto sincero a los inuits, pues Allaka cae enferma y cuando la familia de la joven llega al barco a buscarla, sospecha que podrían aplicar la costumbre inuit de matar al niño si muere la madre y manda al médico del barco a cuidarla y después la sube al barco mientras los dos hermanos, Marie y Anaukkaq juegan encantados. “Te puedo asegurar que si hubiera sido cualquier otra persona no lo habría hecho, pero sentí que lo estaba haciendo por ti”, le confesará a Peary en una carta. La relación de Robert Peary con Aleqasina continuó en años sucesivos y parece que tuvo con ella hasta dos hijos. En su autobiografía de 1898 se jacta abiertamente de su relación con ella, incluso incorpora algunas fotografías.

Este episodio, que constituye el núcleo dramático de la película de Isabel Coixet, tiene que ver con una práctica entre los inuits que continúa hoy y que se basa en el intercambio sexual entre parejas, algo que nada tiene que ver con una aureola romántica, como intentan hacernos creer los apasionados de las culturas del Ártico, sino con la desigualdad habitual en los rangos de poder de unos y otras. El pueblo inuit —recordemos que es el nombre que se dan a ellos mismos, y no esquimales o eskimos en inglés, nombre que consideran despectivo pues se traduce por devoradores de carne cruda— y sus tradicionales condiciones de vida en los hielos se fueron adaptando al medio gracias a estrategias culturales que garantizaban su supervivencia. Los roles femeninos y masculinos actuaban en simbiosis. El hombre cazaba, pero la mujer le acompañaba para ocuparse del fuego —la lámpara de esteatita que le seguía hasta la tumba— la alimentación y la ropa y el cosido de pieles, del todo imprescindible.

Cuando la compañera quedaba embarazada, en ocasiones la acompañaba otra esposa del grupo, ya que eran frecuentes los abortos en los trayectos en trineo, con pleno derecho a realizar el coito. Si en su origen fue una estrategia de supervivencia, después fue una vía para evitar el escaso intercambio genético y en la actualidad aún constituye un rasgo cultural apreciable. De hecho, los índices de prostitución son muy bajos entre la cultura inuit de áreas como Groenlandia, al carecer de mercado. Sin embargo, esta característica tiene su correlato en las estadísticas, poco o nada románticas como cabe imaginar: los asesinatos de género, mal llamados crímenes pasionales, arrojan cifras desorbitantes, que unidas al alcoholismo y al suicidio ofrecen un panorama desolador en su tránsito a la contemporaneidad de esta vieja y apasionante cultura. Y son las mujeres, prisioneras de sus roles secundarios en la sociedad patriarcal, sobre las que recae el peso del drama, antes y ahora, como intenta visibilizar una nueva corriente de la antropología atenta a un enfoque de género.

Nueva cultura colonial

Las expediciones de los Peary en Groenlandia supusieron un primer contacto con la cultura colonial para muchos de sus habitantes. En My artic diary, Josephine cuenta con gran detalle la llegada de una familia inuit y sus dos hijas, una de de dos años y la otra, de seis meses, a Redcliffe House, la cabaña que levantaron en McCormick Bay, para que el padre, Ikwa, les enseñara los lugares de caza y la mujer, Mané, se encargara de confeccionar los trajes esquimales de pieles, tan vitales en un medio de condiciones tan extremas. La primera imagen fue muy desagradable para Josephine: “Estos esquimales eran los más extraños y sucios seres que jamás he visto. Vestidos enteramente de pieles tenían más de monos que de seres humanos”, pero su actitud cambia con el paso de los meses y, a pesar de sus reparos con la limpieza, comienza a familiarizarse con sus hábitos describiendo atentamente y tomando nota de todo ese mundo que se abría entre ellos por primera vez. “Nunca antes habían visto material tejido y parecían no poder entender la textura, insistiendo en que era la piel de algún animal en América”. Lo más interesante de este relato es apreciar cómo desde esta postura de inicial rechazo, Josephine Peary se va convirtiendo en una observadora atenta que registra con interés todo lo que observa en la vida cotidiana de los inuits. Exactamente lo que no hizo su marido que “durante su carrera en el Ártico no escribió nada que pudiera interpretarse como un estudio etnográfico”, en opinión del cualificado Fergus Fleming y nada que ver con la dedicación que emplearon otros como el exquisito Knud Rasmussen (De la Groenlandia al Pacífico, Interfolio).

Ikwa y Mané trajeron con ellos a sus hijos, a su perro, su trineo, su kayac, su tienda, sus utensilios y su vida. Después otros inuits venían frecuentemente a visitarlos. Se observaban mutuamente, pero el impacto con esa cultura superior que traían los Peary habría de crear un tenso estrés. Los inuits se convirtieron en un apoyo esencial para las sucesivas incursiones de Robert Peary, igual que lo fueron en otras. Sobrevivir sin sus habilidades era del todo imposible por lo que la compleja vida inuit y sus costumbres contaminaron la de los exploradores, y el contacto con una cultura superior, claramente en posición de poder, se proyectó sobre los otros. El sexo formaba parte de este intercambio.

En los relatos de estas expediciones por Groenlandia aparece por primera vez la mención al piblokto, un extraño fenómeno psíquico que afectaba a las mujeres inuits y que se menciona de pasada en la película. El piblokto se ha catalogado después como un episodio de histeria por el que la mujer entraba en un estado de trance nervioso, despojándose de la ropa, convulsionando, llorando o corriendo por la nieve con el riesgo de congelación y con la creencia de ser poseída por espíritus. Desde un punto de vista médico se ha intentado vincularlo con la toxicidad de un exceso de vitamina A proveniente de la carne cruda o con la falta de calcio, pero es una evidencia que perturba singularmente a las mujeres.

Tan singular fenómeno causaba la hilaridad de los miembros de la expedición y se menciona con insensible humor el que padeció una mujer, AHL-NAY-AH, que no tenía marido y por ello era una pieza más vulnerable al abuso de los hombres de Peary. No hay que ir muy lejos para interpretar hoy que el piblokto es un síndrome cultural padecido por las mujeres inuit en una situación de abuso sexual y emocional sin ningún resorte defensivo sobre quién las relega a esa situación de dominación. En los últimos años, los estudios poscoloniales y de género han podido extraer una lectura cultural de este y otros síntomas. Particularmente esclarecedora es la que se refleja en Gender on ice. America ideologies of polar expeditions, de Lisa Bloom (University of Minesotta Press) y Sex, lies & northern explorations: Recents books on Peary, MacMillan, Stefansson, Wilkins and Flaherty, de Christopher Robert (McGill-Queen University Press) que nos llevarían a un análisis más amplio, pero en los que se aporta una imagen más certera, como la de que es una forma de histeria ártica causada posiblemente por celos, abuso del marido o un ansia de afecto, valoración o respeto, siendo una respuesta inconsciente como protesta, llamada de atención o resistencia a los abusos sexuales.

Hasta aquí algunas de las circunstancias que, como siempre, se ocultan en un segundo plano en el discurso y el relato hegemónico de los exploradores, en este caso algunos de los del Ártico. Volviendo al rol que en ellos tuvo una mujer, Josephine Peary, vividos en primera persona, también apreciamos cómo se desvirtúan, aún ahora mismo, en una imagen edulcorada o fantaseada, como decíamos al principio, para crear un conflicto dramático que guste en las salas de cine. “Ha estado”, escribía su marido, “donde ninguna mujer blanca ha estado jamás, y donde muchos hombres han titubeado a la hora de ir”.

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En sus claroscuros, en sus contradicciones, en sus limitadas posibilidades, la figura de Josephine Peary merece ser rescatada de la imaginería folletinesca de polisón y miriñaque en la que la cosifican las reseñas cinematográficas. Ya únicamente por su presencia en un espacio reservado a la hombría como era el de la exploración, articulado en torno a valores como el heroísmo, el esfuerzo, la inteligencia táctica, la resistencia a las dificultades, la camaradería, la consecución de un fin o proyecto; ya por facilitar información de corte antropológico sobre una cultura ancestral tan apasionante como la inuit; o porque solamente fuera por participar de pleno derecho en la exploración ártica, habría que respetar su figura como lo que representa: la conquista de un espacio de libertad y deseo personal de una mujer en un ámbito muy cerrado.

El proyecto ártico en equipo con su marido benefició a ambos. A ella porque pudo experimentar una vida relativamente activa dentro de los márgenes impuestos culturalmente a las féminas y a él porque fue un apoyo práctico en sus expediciones, tanto en los aspectos cruciales de supervivencia, como fuera de ellos, al desarrollar una incansable labor como propagandista de la causa ártica, escribiendo libros para darla a conocer, dando conferencias, trabando relaciones, buscando patrocinadores y recaudando fondos, sin mencionar los esfuerzos que duraron años para que fuese reconocida la autoría de su marido en el descubrimiento del Polo Norte en contra de Frederik Cook. Méritos que la National Geographic Society reconoció cuando le entregó la medalla de oro el mismo año de su muerte, 1955, cuando contaba 92 años.

*Pilar Rubio Remiro es periodista especializada en literatura contemporánea de viajes y sus culturas.Pilar Rubio Remiro

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