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Julio Llamazares: “Hay dos Españas, una creciente y otra menguante”

El escritor leonés en 2018.

Leo al principio de ‘Vagalume’: “Para Julio”. ¿Se dedica el libro a sí mismo?

No. Julio es mi hijo.

Pensé que era un ejercicio de onanismo literario.

A tanto no llego. Ya bastante onanismo es escribir, que no deja de ser onanismo intelectual, por decirlo muy solemne. Se lo dedico a mi hijo, y es una dedicatoria que tiene algo de complejo de culpa o de cargo de conciencia. Tengo la impresión, que seguramente le pasa a todo el mundo, de que por la escritura le he robado mucho tiempo. Cuando era más pequeño me veía más, podía saludarme, y me encontraba a la luz del flexo, lo que podía llevarle a pensar, como el personaje de la novela, que su padre era una luciérnaga que se encendía en la noche.

¿Y que usted también tenía una doble vida, como el Manolo Castro de Vagalume?

No, no. Yo tengo varias, como todo el mundo. Todos tenemos una vida secreta, que hay una tendencia a identificar con un o una amante; pero me refiero a esa vida secreta que no compartimos con nadie, no porque sea algo prohibido, sino a veces porque no sabemos ni contarla, ni comunicarla. Todos tenemos una vida secreta, con la que nos vamos a la tumba y que no hemos conocido. Pasa con los padres, que cuando se van dices: Tenía que haberles preguntado más cosas, no ya de la guerra, sino de lo que pensaban uno de la otra, por ejemplo. Y como nadie te pregunta al final te quedas con ello. Esa es la verdadera vida, la secreta.

La novela transcurre en una ciudad que ha cambiado y resulta ajena y casi irreconocible para el protagonista. En su literatura siempre hay alusiones a la despoblación, al abandono urbano y rural. Dijo en una entrevista: “León es un lugar en liquidación por ruina”. Ha perdido cien mil habitantes en veinticinco años, la quinta parte de su población. Un ejemplo reiterado en Castilla y León.

Y en toda la España interior. Hay dos Españas, una creciente y otra menguante. Y ahora se ha puesto de moda la expresión zonas de sacrificio: Lo que no quiere la España rica se lo ponen a la España pobre, como hacía Europa con África. Hay una España colonizadora y otra colonizada. Durante cincuenta años la España pobre aportó agua, minerales, carbón y mano de obra barata para el desarrollo de la España rica, y ahora que la España pobre ha quedado desmantelada la llenan de molinos de viento, de placas solares, lo que no quiere la rica. Un ejemplo: la segunda comunidad en consumo de energía es Madrid, y es la única que no tiene un molino de viento. Que se lo pongan a Ávila, a Soria, a Cáceres. Y esto lo dicen impunemente. Yo me acuerdo de un debate en el Senado, del que estuve escuchando un trozo, porque es un coñazo, en el que, cuando empezó la crisis de la energía, con la guerra de Rusia, el PP volvió a defender la energía nuclear. Quería volver a abrir Garoña y demás. La presidenta de Madrid, nuestra ínclita presidenta, pidió otra vez que se potenciaran las nucleares. Pedro Sánchez dijo una cosa muy provocadora: seguramente tiene razón la presidenta Ayuso, pero que me diga un pueblo de Madrid, uno, donde poner la central nuclear, y se la ponemos. Tenía razón. Porque lo que no podemos es pedir la energía nuclear y que se la pongan a Soria o a Teruel.

Teruel Existe ha presentado una proposición de ley en el Congreso para proteger los bares de los pueblos de menos de doscientos habitantes con incentivos fiscales como espacios de convivencia y centros neurálgicos contra el abandono. ¿El bar, el dominó, el mus y el carajillo pueden salvar la España vacía?

No. La España vacía no la va a salvar nadie, ni el bar. Creo –lo dije una vez y me miraron con cara de póker–que la España vacía la ha vaciado el coche. Antes la gente vivía en esos lugares, porque era su forma de vida, pero ahora vive en las capitales, en las pequeñas cabeceras, donde tiene todos los servicios, el instituto, el hospital, y por la mañana se desplaza a trabajar a los lugares de origen. El libro de Sergio del Molino [La España vacía] puso nombre a este fenómeno, que parece que empezó a existir en cuanto empezó a nombrarse.

Es que lo que no se nombra no existe. Las mujeres sabemos mucho de eso.

Es como la memoria histórica. Los muertos estaban ahí en la cuneta, pero hasta que no se puso el nombre parece que no había muertos. El libro de Sergio del Molino empieza diciendo: “Cada mañana salen de las capitales de provincia españolas brigadas de secretarios, médicos, profesores, veterinarios, funcionarios de todo tipo que llegan a los pueblos, hacen su trabajo y al caer la tarde se vuelven a la capital”. Eso es la sociedad actual, y los bares no van a corregirlo. Mi padre era maestro de escuela y cuando empezaron las concentraciones escolares le comentó a mi madre: “Esto es el fin de los pueblos”. En el momento en que se van los niños se van los padres detrás. Y si se van los padres se van los abuelos. Y el segundo paso después de cerrar la escuela es que cierren el bar, porque el bar es el lugar donde la gente se encuentra. Y no solo no tendrían que pagar impuestos, sino que deberían estar financiados, porque luego el Estado se gasta mucho dinero absurdo en parques infantiles en pueblos en los que no hay niños o en hacer una cosa que es terrible: el sitio de usos múltiples. Si el sitio de usos múltiples ya está inventado, es el bar, donde uno habla con los vecinos o el que quiere y le gusta juega a las cartas.

¿Si los políticos, la iglesia, los señores del lugar y demás tienen abandonada la España vacía por qué siguen ganando elecciones?

Porque esa España vacía es muy conservadora por tradición, no por pensamiento. La gente, salvo una parte de la sociedad, es del Madrid, otra del Barcelona, y hay un hooliganismo político total. Si yo fuera moderador, soltaría en los debates una frase sin decir quién la ha dicho, para ver qué opinan los tertulianos: si la dijo éste, está bien dicha; si la dijo el otro, no. Contra ese hooliganismo político es imposible luchar. En esa España hay otros factores que impiden corregir esa situación. Uno es que al final el poder lo dan los votos y los votos los da la población. Por lo tanto, ¿dónde se juegan las elecciones, ahora que van a llegar? En las zonas más pobladas: en Cataluña, en Andalucía, en Madrid. Y todos los políticos que piensan en el corto plazo para sobrevivir no van a intentar hacer inversiones en Cuenca, cuando saben que no les va a dar un rendimiento político.

Y contribuyen a incrementar la desigualdad territorial.

Es que hay otro factor que hace que no se corrija la situación que citaba anteriormente, y es la insolidaridad autonómica. La gente puede entender que haya una solidaridad social y que los ricos paguen más impuestos que los pobres, pero luego a nivel regional o territorial no se comprende. Para corregir lo que se pueda corregir de este desequilibrio territorial de España, que cada vez va a más, tienes que pedir renuncias a las comunidades más ricas. Y vete a contar tú al PNV o a JuntsXCat que los de Soria necesitan más dinero. Te miran con cara de póker.

Le preocupa mucho el problema del agua. “Abrimos muy alegremente el grifo”, dice. ¿Qué le parece la decisión del PP y Vox de legalizar ochocientas hectáreas de Doñana para cultivos, pese a la oposición de la Comisión Europea, de los directivos de Doñana, de los expertos?

Me parece obsceno. El bien más escaso que hay ahora no es ni la energía ni los alimentos, es el agua. Ya hace mucho tiempo que algunos pensadores dicen que la tercera Guerra Mundial será por el agua. Y cada vez es más escasa, porque cada vez hay más población y menos agua. Me parece tan obsceno como cuando Rajoy dijo que el cambio climático era una falacia porque se lo había dicho un primo. Pero volvemos a lo de antes. Como esto es hooliganismo, pues tú puedes decir la mayor estupidez, que si la dice uno de los tuyos va a misa. El agua no tiene ideología. La ideología la aplican los partidos, las personas para utilizarla. Es un bien escaso y hay que repartirlo en función de un criterio que tiene que estar por encima de la lucha política. En este caso lo que quieren es favorecer a los regantes ilegales que les darán votos o son de su partido. No hay que darle más vueltas.

Haber nacido en un lugar que ya no existe, como Vegamián, anegado por el embalse del río Porma, ¿no da un poco de vértigo?

En Distintas formas de mirar el agua intenté contestar a esa pregunta, porque las novelas son respuestas a preguntas que te haces. Intenté contestar, y lo hice voluntariamente, desde la relatividad, porque son diecisiete personajes que van a tirar las cenizas del abuelo al agua y cada uno piensa sobre el abuelo, sobre la vida, sobre el pantano, pantano que no deja de ser un espejo donde se reflejan. Siempre me han preguntado en los coloquios cómo ha influido en mí el hecho de haber nacido en un pueblo que ya no existe. Pues estoy convencido de que ha influido mucho, pero no sé cómo.

No puede ir a las fiestas de su pueblo, por ejemplo.

Bueno, tampoco iría, ¿eh? Porque las fiestas de los pueblos son terribles. Pero ahí te das cuenta de que el sentimiento de desarraigo que tiene todo el mundo en tu caso es más evidente, porque no hace falta que tu pueblo o tu ciudad quede bajo el agua para sentirte forastero en ella cuando vuelves.

El protagonista de Vagalume se siente forastero al volver a un lugar donde no ha nacido, pero sí vivido.

Bueno, es que en el país de la infancia es donde más forastero te sientes, y en los lugares donde has sido feliz cuando vuelves te sientes forastero.

¿Es mejor no volver a los lugares donde has sido feliz? Ya sabe que hay varias escuelas de pensamiento al respecto.

Bueno, es lo de Camus, El extranjero. Todos somos extranjeros en el mundo, y más en el mundo que habitamos en un momento dado de nuestra

vida.

¿Vagalume es una novela dentro de la novela?

A mí me gustan mucho las estructuras novelescas a la hora de escribir, porque al final lo que tú cuentas es lo que sea, como la pasión de escribir, que es de lo que trata esta novela, y el misterio de la literatura y de la vida. Eso se puede contar de muchas formas. Lo determinan la estructura narrativa y los personajes. Yo quise construir Vagalume como una novela dentro de otra novela que esconde más novelas, e incluso uno es un escritor, que tiene detrás otro escritor y detrás otro, un poco al modo de las muñecas rusas o de las cajas chinas. Y sí, está muy bien visto, no una novela dentro de otra, sino varias.

¿Es usted bastante nostálgico o es mi vista?

Jeje. No soy más nostálgico que los demás, yo creo. La nostalgia, además, tiene mala prensa y no sé por qué, porque tampoco tiene nada

malo añorar cosas que has perdido.

¿Pero tiene un puente de hierro ya en desuso que se va comiendo la maleza, como en su libro?

Sí, sí. Ese puente existe. En cierto modo lo tengo, y de hecho esa imagen estuvo a punto de ser el título de la novela. En principio la titulé El puente perdido. Luego lo cambié porque evocaba mucho Los puentes de Madison, y esas cosas. Pero esa imagen… Habrá muchos más puentes, pero vi ése en el río, donde una riada había desviado su cauce. Como cuando ves un tren abandonado en una vía muerta. Y esa imagen de que la vida sigue por otro lado y el puente queda ahí sin ningún sentido. Pasa con muchas personas.

¿Cuál es su puente de hierro?

¿Mi puente abandonado? Seguramente es parte de mí, no todo. Hay una parte de mí que es un puente abandonado, pero otra que sigue por el río, que es la vida.

Como la cita de Faulkner que trae a colación, ¿entre la pena y la nada elige la pena?

Yo sí. Todos los que estamos vivos hemos elegido la pena. La pena de vivir, aunque luego puedes vivir con mucha alegría y mucho optimismo. Yo en la vida cotidiana soy bastante optimista y bastante sociable, no se corresponde mucho con lo que escribo, con los personajes, a veces. Si hablas con mis amigos y la gente que me conoce te dirán que no soy el personaje de La lluvia amarilla. Pero en el fondo si lo piensas la frase de Faulkner es una mina de profundidad. Los que estamos vivos dejamos el puente, que es la nada, y elegimos seguir por el río, que es la pena, la pena de vivir.

¿Tiene penas muy grandes?

Las mismas que todo el mundo. Ni más grandes ni más pequeñas. Tampoco hay que darse tanta importancia. Recuerdo una anécdota que me contaban de Juan Luis Galiardo, que decían que era un cenizo importante y que siempre se estaba quejando de lo que le pasaba. Y una vez llegó al Café Gijón, se encontró con Rafael Azcona y empezó a enumerar sus dolores y contratiempos. Azcona se debió de hartar y le dijo: “Mira, Juan Luis, con todo lo que me has contado Dostoievski no hubiera tenido ni para media página”. Yo soy, en ese sentido, muy azconiano. De penas más grandes, todos tenemos las mismas, otra cosa es cómo las llevemos.

Han dicho que usted tiene una visión poética de la realidad. Hay que tener muchas ganas de una visión semejante, con la que está cayendo.

Bueno, es que la tienes o no la tienes. Tampoco sé bien qué es la visión poética. Seguramente es la visión poco o nada práctica. Yo conozco mucha gente que va por el Delta del Ebro y está pensando que ahí un hotel estaría estupendamente. Tienen una visión empresarial, de los que llaman emprendedores, y yo no tengo ningún sentimiento emprendedor. Yo voy por las montañas de Soria y lo que menos pienso es que ahí los molinos de viento darían tanto. Pero no por conciencia ecologista ni nada. Lo que pienso igual es en Machado, y en el paisaje, y en lo bonita que está la mañana. ¿Eso es lo que llaman una mirada poética? Pues será así.

“Las novelas son vidas que no vivimos, pero pudimos vivir”.

Eso, que dice uno de mis personajes, es verdad. La vida es muy pobre, y por muy rica que la gente quiera creerse que es la suya… Estoy harto de que me digan: “Te voy a contar mi vida y vas a escribir una novela cojonuda”. Y a alguno le digo: “Mira, te voy a contar yo la mía y la escribes tú”. Porque lo de menos es la historia que cuentas, sino cómo la cuentas y el trasfondo que te transmite. Como la vida es muy limitada, por muchas cosas que te pasen, necesitamos vivir más vidas. Pensar, por ejemplo, cómo hubiera vivido, sentido y reaccionado yo si hubiera sido un guerrillero en la posguerra o el último habitante de un pueblo abandonado. Te pones en su lugar, vives la vida que no te corresponde. Y los que leen, o los que leemos, lo que queremos es vivir más vidas, la de Ana Karénina, la de Madame Bovary, la de La Regenta o la de Don Quijote. De hecho Cervantes decía: “El que mucho lee y mucho viaja, mucho vive y mucho sabe”. Pero eso pasado a nivel de cultura popular e incluso cutre lleva a que la gente se ponga delante de la televisión para saber lo que han hecho la Preysler o Isabel Pantoja. Como su vida no les llena, viven la de otros personajes, que desgraciadamente son un Olimpo bastante zarrapastroso.

¿No tiene su novela cierto anclaje con la conclusión calderoniana de que toda la vida es sueño?

Pues es verdad, no lo había pensado. Pero sí, sí, porque hay un momento dado en que el personaje, y yo mismo cuando escribía, pensaba en que eran personajes soñados, ya que al final tú dedicas tres años o cuatro a contar la historia de unos personajes que son invenciones tuyas, por mucho que se inspiren en personajes reales. Y te importa más lo que les ocurra a ellos que lo que les pasa a los que ves por la ventana andando o a tus vecinos, que no sabes ni cómo se llaman. No deja de ser una paranoia, ¿no? Y al final es esa idea de que los personajes uno dice: “¿No seré un sueño tuyo que me has inventado?”. Es algo muy calderoniano y es aquello que decía también Borges: Somos personajes de una fábula, de una fábula escrita por Dios o por no se sabe quién.

¿Usted de qué fábula es personaje?

No sé quién escribió mi fábula, pero le salió bastante regular. Yo soy un personaje bastante regular. Lo que pasa es que eso es como me veo yo. Porque al final es lo de las tres vidas a las que alude la contraportada del libro –la pública, la privada y la secreta–, y que no es una frase mía: la pública es cómo te ven; la privada, cómo te ves tú. Y la secreta es la que voy contando en los libros, pero tampoco queda muy explícita.

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