Ya advirtió Pierre Bourdieu en Sobre la televisión (1997) que, por su propia lógica, la pequeña pantalla buscaba lo sensacional, lo espectacular. La televisión incita a la dramatización en un doble sentido: por un lado, escenifica con la propia selección de imágenes que contribuyen a exagerar el acontecimiento; por otro, su formato y su ritmo confieren a la realidad un cierto carácter trágico. Lejos de ser un instrumento para reflejar el mundo, la televisión ha acabado creándolo a su medida. Según Bourdieu, en los barrios, por ejemplo, solo importarán “los tumultos”, acompañados de “palabras extraordinarias”, expresiones apocalípticas y capaces de “causar estragos”. Es inevitable recordar la expresión estercoleros multiculturales utilizada por la diputada de Vox Rocío de Meer para estigmatizar algunos barrios populares de Madrid, Almería o Barcelona. A pesar de que la televisión sea el reino de la imagen, éste está dominado, en último extremo, por las palabras que nos permiten interpretarlo. Algo de eso pudimos vivirlo el pasado 16 de julio: tras ser expulsado por algunos vecinos de Torre Pacheco (Murcia) de la manifestación que había impulsado junto a Daniel Esteve, líder de Desokupa, Vito Quiles ofrecía declaraciones a los medios de comunicación. Al terminar, la policía lo escoltaba hasta su coche por indicación del Ministerio del Interior, con el objetivo de garantizar su seguridad. Gritaba, denunciaba un atentado contra la libertad de prensa. Algunos seguidores lo recibían entre vítores, selfies y gritos de “¡Ánimo, fuerza, Vito!”, “¡Máquina!”, “¡Libertad!”. Sonreía, saludaba, posaba. Levantaba el puño y deseaba mucha fuerza a los vecinos de la localidad, que minutos antes le habían “invitado a irse”.
Es verdad que ha llovido mucho desde finales de los 90. Los ecosistemas mediáticos han sufrido una transformación profunda. Hoy, Bourdieu no tendría suficiente con un par de emisiones en el Collège de France, porque ni la televisión sigue siendo “el árbitro del acceso a la existencia social y política”, ni sus grandes audiencias son ya el criterio dominante en los medios escritos. Quizá, para captar la mutación acelerada por la instantaneidad y la esquizofrenia digital, habría tenido que grabar pequeñas cápsulas de reflexión crítica en redes sociales, usando su casa de estudio como un youtuber más. Solo así podría haberse acercado a una nueva realidad, marcada por la erosión de la confianza en los grandes medios, un mundo sin fundamentos comunes y en el que el yo narcisista se erige como único criterio de autoridad.
Nuestras sociedades arrastran una crisis persistente de los medios de comunicación de masas. Según el último informe del Reuters Institute (2024), que analiza las tendencias en distintos países, la confianza en las noticias apenas alcanza el 40%, y el interés por la política y la actualidad sigue en declive. Hay casos extremos, como el de Argentina, donde ha caído del 77% en 2017 al 45%, o el del Reino Unido, donde en solo una década se ha desplomado a la mitad. En España, casi un 40% evita activamente las noticias. Hay desafección, hartazgo y descrédito. Paradójicamente, no hay desconexión. El consumo informativo sigue siendo alto, sobre todo en plataformas digitales: a pesar de su creciente fragmentación, el 31% utiliza YouTube para informarse, y el 21% recurre a WhatsApp. Se recela de las noticias, pero se consumen sin descanso.
Esa relación ambivalente entre la adicción y el desprecio por la información ha sido el caldo de cultivo ideal para la mutación de la que hablamos. Ya no se premia la veracidad, ni el rigor, sino el efecto inmediato: la indignación en bucle, el titular que confirma el propio sesgo. En un contexto mediático oligopólico, la irrupción de lo digital ha agudizado una competencia brutal por la atención donde la confianza ha quedado relegada a un segundo plano. Siguiendo esa lógica, criterios periodísticos como verificar, contextualizar o respetar los tiempos han sido arrasados por los nuevos mandamientos algorítmicos de la espectacularización, la viralidad y captar la atención con el objetivo prioritario de monetizarla.
Aunque la televisión sigue entrando en millones de hogares y es una fuente de información clave para buena parte de la población, lo digital y sus algoritmos han ido desplazando silenciosamente esa centralidad. Cuando la crisis de autoridad se generaliza, la frontera entre información y escenificación se diluye y la ciudadanía premia el carisma sobre la confianza periodística. ¿Quién informa hoy? ¿Una cabecera centenaria de “un medio tradicional” o un influencer con un IPhone? ¿Un redactor en plantilla con la carrera de Periodismo o un youtuber con más de 200.000 seguidores? Ante semejante estado de confusión, se han abierto brechas que han ido ocupando estos nuevos actores, que se presentan como alternativas al poder, auténticos periodistas y personas comprometidas con la verdad.
En Torre Pacheco los protagonistas no eran sus vecinos, ni siquiera los altercados. El protagonista era Vito Quiles, una figura más de la galaxia mediática de la nueva derecha, que bebe de la escuela de Federico Jiménez Losantos, Tucker Carlson o Éric Zemmour, pero que va más allá. No disparan estratégicamente como francotiradores desde los estudios o los platós de televisión, sino que constituyen una suerte de infantería de la indignación. Influencers que buscan representar y generar identificación con cierta juventud española más que imitar al viejo periodismo de máquina de escribir y redacción.
Esta nueva infantería mediática no surge de los márgenes progresistas, sino de los recovecos más oscuros del corazón de la derecha. Vito Quiles, Javier Negre, Rubén Gispert y Bertrand Ndongo se definen como periodistas libres de ataduras y dinámicas económicas mientras amplifican y radicalizan discursos del poder; dicen dar voz a los silenciados, pero defienden privilegios; acusan a los medios tradicionales de manipular la información mientras fabrican sus audiencias y alimentan sus algoritmos a base de bulos y montajes. El debate no es cuánta pluralidad es capaz de albergar en su seno la democracia liberal. El problema no es lo que opinan, sino lo que hacen.
Sin ética periodística
Lo cierto es que estos artefactos mediáticos no se enfrentan al poder. De hecho, muchos de ellos son inconcebibles sin las subvenciones públicas que reciben desde los gobiernos autonómicos y municipales de determinadas formaciones políticas afines como el PP. Eso sí, tampoco son meras correas de transmisión, porque en algunos casos –como, por ejemplo, el de OkDiario – han acabado autonomizándose y radicalizando el lenguaje y las posiciones de la propia derecha. En cualquier caso, en buena medida no publican noticias basadas en hechos, producto de ninguna investigación. Su misión no es ofrecer información, sino evidenciar la incoherencia total del enemigo político, fabricar mediáticamente una realidad maniquea sin ninguna ética periodística.
Durante décadas, el periodismo fue considerado el cuarto poder. Debía ofrecer una visión informada de los hechos, ser un contrapoder encargado de fiscalizar a los gobiernos, denunciar sus abusos y, en último extremo, tumbarlos. Según un relato retrospectivo sobre la España de la Transición, esa misión había adquirido entonces un aura casi mística. La prensa libre era el símbolo de una democracia restaurada y de la madurez política del pueblo español. En la actualidad, esa narrativa ha perdido progresivamente terreno. No solo por la transformación del ecosistema mediático, sino también porque la gente ha visto cómo ante la disyuntiva entre verdad y poder, los grandes medios elegían, en demasiadas ocasiones, al poder. Es en ese vacío en el que la derecha ha ocupado un terreno que antes fue patrimonio del progresismo: el discurso crítico con los medios de comunicación.
La denuncia del sesgo informativo, de la connivencia entre medios y poder y del pensamiento único en la prensa dominante fue durante mucho tiempo patrimonio de la izquierda. Ahora ha sido reciclado por las nuevas derechas para proclamarse defensoras del periodismo libre. Un periodismo que se reivindica como el único verdadero: capaces de decir lo que nadie más se atreve. O, como dice esa frase atribuída en Internet a Orwell y que probablemente nunca pronunció: “una noticia es aquello que alguien no quiere que se publique. El resto son relaciones públicas”.
El resultado es también una mutación ideológica de la crítica mediática. La sospecha hacia los medios ya no conduce a una reflexión sobre el poder, la verdad y la democracia, sino a una estrategia de demolición controlada. Se trata de destruir la autoridad del periodismo tradicional para imponer una narrativa propia, moldeada por intereses partidistas, pulsiones viscerales y lógicas algorítmicas. El periodismo libre deja de trabajar por una esfera pública democrática. Es entonces cuando todo lo que no confirma tus prejuicios es manipulación; toda crítica es censura y, por supuesto, toda discrepancia, una persecución. ¿Nos resulta familiar?
Es fácil ver el giro ideológico en ese sentido si uno atiende a los cambios de estilo y de lenguaje. La derecha mediática ya no escribe desde la solemnidad editorial, ni tampoco desde la crónica seria, pero desapasionada. Lo hace con la jerga de las redes. Mandan el grito y el insulto. Si el rigor aburre y la duda debilita, se trata de transformar las barras de bar o las sobremesas en artefactos mediáticos. El lenguaje se transforma porque el objetivo es, por encima de todo, el activismo y no la información. Titulares inflamados, escándalos prefabricados, relatos con medias verdades y guiños maliciosos. La fórmula mágica es el exceso. Medios como OkDiario, El Debate o Libertad Digital construyen una narrativa de agravios donde el Gobierno conspira, los jueces se pliegan y los periodistas son engranajes del régimen. Este nuevo periodismo busca fieles a los que movilizar. La noticia deviene consigna y el lector, militante. Algunas otras cabeceras de la derecha como El Mundo y El Confidencial han entrado en esa dinámica compitiendo en construir una versión alternativa de la realidad (José Antonio Zarzalejos, por ejemplo, ha equiparado disparatada e insistentemente las autocracias de Corea del Norte o Nicaragua con el gobierno de Pedro Sánchez, al que llama autocracia de libro).
Steve Bannon lo explicó sin rodeos: Flood the zone with shit. Inundarlo todo de basura informativa. Ni siquiera para ofrecer argumentos o convencer, sino para fidelizar y movilizar a los propios, y desmoralizar a los de enfrente. Saturar es la manera de sembrar el caos. Si nada es verdad, todo está permitido para alcanzar mi objetivo. Si la televisión y su lógica del espectáculo amenazaba la democracia con banalización, los algoritmos y las redes la amenazan con el colapso de nuestra atención. Si la mentira es la norma y todo son relaciones de fuerzas, ¿cuál es el criterio para elegir la democracia antes que otro régimen? Lo hemos visto ante la ofensiva contra el presidente Pedro Sánchez y su familia. Columnas que insinúan delitos sin pruebas, portadas con acusaciones personales y teorías conspirativas –incluso importadas de prensa extranjera– sobre la sexualidad de las personas. Que la sospecha lo contamine todo. Si en el Estado de Derecho el principio jurídico fundamental es la presunción de inocencia, aquí se busca extender la presunción de culpabilidad.
Las sombras sustituyen a la realidad
La caverna mediática se convirtió en el sintagma preferido de la izquierda a la hora de criticar a los medios de la derecha española durante los años 2000: un ecosistema reaccionario, donde se mezclaban el moralismo católico, un nacionalismo extremo y un regusto nostálgico del pasado, que no hacía ascos a la etapa franquista. Pero, más allá del calificativo, Manuel Vázquez Montalbán recuperó el mito de la caverna de Platón para realizar un diagnóstico de los medios de comunicación de masas. En el libro VII de su obra La República, la caverna es el lugar donde las sombras sustituyen a la realidad. El problema no es solo la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento: quienes la habitan no ven hechos, sino proyecciones distorsionadas que confunden con verdad. La única manera de aproximarse a la verdad, entonces sería salir de la caverna.
Frente a esta ofensiva mediática de la derecha, la izquierda se mueve entre dos respuestas igualmente problemáticas. La primera es el repliegue. La idea tan extendida como ineficaz de que los medios están corrompidos, que el periodismo ya no tiene remedio, y que la única vía posible, el arma por antonomasia contra la manipulación mediática pasa por “la cultura”, “el pensamiento crítico” o “la filosofía”. El pueblo necesitaría que le iluminasen con la verdad, con el auténtico conocimiento. Sólo el conocimiento disiparía las sombras. Se desprecia lo masivo por considerarlo vulgar, se reniega del lenguaje accesible o los códigos populares y se apuesta por discursos minoritarios que no tienen recorrido social. El resultado es la desconexión con muchas capas de la sociedad que leen la realidad, ya sea a través de medios tradicionales, ya sea a través de las redes digitales.
La segunda respuesta es aún más peligrosa: construir una caverna mediática invertida. Dado que es imposible abandonar la caverna, que no hay posibilidad de escapar de las sombras, mucho mejor en ese caso que sean sombras izquierdistas. Entonces, se mantiene el mismo imaginario, pero, desde un cierto cinismo derrotista, cuya decisión pasa por engañar bien al pueblo.
En ningún caso, se busca ofrecer claves para comprender el mundo, construir una esfera pública democrática en la que la deliberación gane centralidad. Consistiría en replicar la misma lógica de trincheras desde el otro lado. Alimentar la indignación progresista manteniendo la misma estructura. La verdad solo puede ser una consigna y el periodismo, propaganda. Ambas posiciones renuncian a disputar el espacio mediático como un terreno democrático. En definitiva, no entienden que la información, el periodismo y la verdad no son solo elementos a disputar, sino aspiraciones ideales a realizar en el mundo.
La izquierda no puede limitarse a lamentar la decadencia del periodismo ni a copiar las estrategias mediáticas de la nueva derecha. Necesita, en primer lugar, un diagnóstico preciso de la mutación en curso: no solo de los nuevos emisores, sino también de quiénes y cómo consumen información, y qué efectos produce esta exposición constante sobre las subjetividades. Entender los códigos de la infoesfera actual es condición indispensable para disputar políticamente ese espacio.
El análisis no basta. Hace falta voluntad política e institucional. Hace falta regular la jungla digital y exigir responsabilidades a las plataformas tecnológicas para reequilibrar un terreno de juego profundamente desigual y fundamental para la democracia. No se trata de censurar, sino de establecer reglas claras y justas, como existen en otros ámbitos democráticos, para garantizar que el debate público no se vea devorado por la mentira organizada y la saturación deliberada.
Eso exige también repensar los instrumentos propios: qué tipo de medios queremos, qué estructuras de poder, qué lenguajes emplean, a quiénes interpelan, qué voces amplifican. La alternativa no puede ser una caverna mediática de signo opuesto, ni una torre de marfil que predique desde la superioridad moral. Necesitamos una esfera pública democrática, que debe estar a la altura de las transformaciones del momento y que surja de una conversación pendiente sobre lo mediático. No puede reducirse al habitual cierre corporativo de los medios y periodistas, ni tampoco al descubrimiento del Mediterráneo por parte de aprendices de brujo.
Porque, si no abordamos con seriedad el desafío mediático de nuestro tiempo, si no articulamos una estrategia clara, seguiremos atrapados en debates estériles —como la libertad de expresión de Vito Quiles o el reperto de carnets de buenos y malos periodistas— mientras, sin darnos cuenta, la democracia se nos escurre lentamente entre las manos.
*Lilith Verstrynge es historiadora, politóloga y exsecretaria de Estado para la Agenda 2030. Rodrigo Amírola es consultor y ha sido asesor de la Vicepresidencia segunda y del Ministerio de Trabajo.
Ya advirtió Pierre Bourdieu en Sobre la televisión (1997) que, por su propia lógica, la pequeña pantalla buscaba lo sensacional, lo espectacular. La televisión incita a la dramatización en un doble sentido: por un lado, escenifica con la propia selección de imágenes que contribuyen a exagerar el acontecimiento; por otro, su formato y su ritmo confieren a la realidad un cierto carácter trágico. Lejos de ser un instrumento para reflejar el mundo, la televisión ha acabado creándolo a su medida. Según Bourdieu, en los barrios, por ejemplo, solo importarán “los tumultos”, acompañados de “palabras extraordinarias”, expresiones apocalípticas y capaces de “causar estragos”. Es inevitable recordar la expresión estercoleros multiculturales utilizada por la diputada de Vox Rocío de Meer para estigmatizar algunos barrios populares de Madrid, Almería o Barcelona. A pesar de que la televisión sea el reino de la imagen, éste está dominado, en último extremo, por las palabras que nos permiten interpretarlo. Algo de eso pudimos vivirlo el pasado 16 de julio: tras ser expulsado por algunos vecinos de Torre Pacheco (Murcia) de la manifestación que había impulsado junto a Daniel Esteve, líder de Desokupa, Vito Quiles ofrecía declaraciones a los medios de comunicación. Al terminar, la policía lo escoltaba hasta su coche por indicación del Ministerio del Interior, con el objetivo de garantizar su seguridad. Gritaba, denunciaba un atentado contra la libertad de prensa. Algunos seguidores lo recibían entre vítores, selfies y gritos de “¡Ánimo, fuerza, Vito!”, “¡Máquina!”, “¡Libertad!”. Sonreía, saludaba, posaba. Levantaba el puño y deseaba mucha fuerza a los vecinos de la localidad, que minutos antes le habían “invitado a irse”.