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Quiñones en su aventura

“Quiñones vivía una intemporalidad mítica y dichosa, ajeno por completo a la fecha de caducidad de los sobres de comida soluble y de la vida.

Felipe Benítez Reyes

De mares y de muertos

Cuando llegaron a España, procedentes de San Juan de Puerto Rico, los restos mortales de Juan Ramón Jiménez, un grupo de escritores improvisó una comitiva fúnebre, un tanto etílica y carnavalesca, para acompañar al muerto magistral desde Madrid hasta Moguer. En ese grupo se hallaba un joven chiclanero llamado Fernando Quiñones.

El 17 de noviembre de 1998, estaba yo en San Juan de Puerto Rico –donde al pícaro Cantueso, el protagonista de La canción del pirata, la novela de Quiñones, le malbarataron la cara de un hachazo– y recibí una llamada telefónica: “Buenos días. Somos de Canal Sur Radio... ¿Qué hora es ahí?... ¿Las siete de la mañana? Perdona por haberte despertado, pero es que ha muerto Quiñones. Háblanos un poco de él y de su obra”. Uno sabe que va a enterarse de la muerte de algunos amigos de ese modo, a micrófono abierto, y que tendrá que decir cuatro vaguedades a tumba también abierta: un minuto de oratoria difusa antes del momento de la lágrima.

El día antes, visité el cementerio marino de San Juan y me paré ante la sepultura de Pedro Salinas: una losa de mármol a ras de suelo, entre panteones delirantes de próceres locales erguidos ante el azul del mar y, por uno de esos movimientos de caballo de ajedrez propios de la memoria, me acordé de Juan Ramón Jiménez, que también murió allí, y del relato de comicidad inocente y solanesca que Quiñones hizo en el diario El Independiente del traslado por España de los restos del que un día fue un niño-Dios. Según supe después, a esa misma hora, poco más o menos, por una de esas bufonadas características del azar, Quiñones ingresaba en un hospital para morir.

Un día, Quiñones me regaló una botella de un brandy que, según él, tenía más de cuarenta años, aunque el tapón estaba desprecintado, con sospecha de relleno, y un sobre de brandada en polvo: “Es una cosa riquísima que ya no se encuentra en ninguna parte, primo. Mejor que las que ponen en Portugal. La echas en agua caliente y en dos minutos tienes un plato regio”. El único inconveniente era que el sobre en cuestión llevaba más de cuatro años caducado. Porque él era así: alguien que vivía en una intemporalidad mítica y dichosa, ajeno por completo a la fecha de caducidad de los sobres de comida soluble y de la vida, contemporáneo en su fantasía de los piratas crepusculares, de los procónsules de Agadir y de aquellos califas de chilaba dorada que oían los cuentos enduendados de las sherezades de piel de aceituna o de canela. Tan ajeno al tiempo vivía Quiñones que, aun sabiendo contadísimos sus días, se comportaba como si aún fuese aquel muchacho que, de amanecida, descargaba cajas de pescado en el mercado medio musulmán de Cádiz y que por las noches escribía sobre los misterios del mundo.

“¿Cómo sigues, Fernando?”, le preguntábamos, y siempre contestaba que mejor. Que un poco mejor. Que todo parecía ir mejor. Que se encontraba mejor. Mucho mejor. Que mejoraba. Mientras el cáncer iba corroyéndolo con sus uñas de Fu Manchú y dejándolo con un aspecto triste de bardo de algún emperador medio pirado y medio pirómano, aunque con la lira siempre afinada, escribiendo sin parar, con la urgencia de quien ve caer la arena en un reloj pequeñito y sabe que no podrá darle la vuelta.

El ciudadano de Cádiz

Hay escritores indisociables de una ciudad. Pensamos, no sé, en Proust y vemos recortado su espectro sobre una postal en sepia de París. Pensamos en Praga como telón de fondo en cuanto oímos el nombre de Kafka. Resulta imposible no acordarse de Ezra Pound cuando pasea uno por Venecia y ve una góndola mecerse en un embarcadero, como en aquella fotografía en la que el anciano poeta, con cara de aguilucho meditabundo, parece esperar a Caronte, el gondolero macabro. Mencionar a Chesterton es evocar un Londres de guiñol, con sus misterios paradójicos. Si estamos en Lisboa y vamos de la plaza del Rossio a la del Comércio, tenemos la sugestión de que en cualquier momento vamos a cruzarnos con Fernando Pessoa, dipsómano y esotérico, con su aire de oficinista entristecido, camino del café Martinho da Arcada, en el caso de que no vaya en ese momento en un Chevrolet prestado –él, que no conducía– por la carretera de Sintra, bajo la identidad postiza de Álvaro de Campos. Ocurre a menudo: pensar en Atenas es pensar en Cavafis, que era alejandrino de nacimiento. Nos acordamos de Madrid si pensamos en Galdós, que era de las Canarias y que escribió, a fin de cuentas, sobre otras muchas ciudades, de igual modo que si evocamos la ciudad natal del caballero Casanova pensamos, como dije, en un poeta natural de Idaho que tal vez salga de noche en noche de su tumba adriática para recitarle a la luna un poema con al menos un 5 % de palabras en chino.

Pensar en Cádiz, en fin, es pensar en un escritor que nació en Chiclana de la Frontera: Fernando Quiñones, que tenía la percha de un lírico arabigoandaluz aficionado a las metáforas vinateras y carnales, galante con las hetairas y valiente con la mujer del sultán. Aquel Fernando Quiñones que se daba también el aire de un mercader fenicio de especias y corales. Aquel Fernando Quiñones que, por si fuera poco, tenía en la estampa un algo de bailarín emérito de la compañía de Diaghilev y otro algo de bailaor desgarbado de un cuadro flamenco para turistas que en los ratos laborables ejerciera de vendedor de camarones, con la guayabera vagamente planchada, en la playa de la Caleta.

Fernando Quiñones se tomaba tan en serio la vida que hasta parecía que se la tomaba a broma. Era el hombre expansivo que parecía disfrutar con idéntico deleite de los laberintos de la literatura de Borges y de un guiso de caballa con fideos, de un relato redondo de un norteamericano del siglo XIX y de comerse crudo un boquerón recién pescado en la bahía, quizá porque entendió que la vida es un mosaico en el que no caben jerarquías artificiosas: un gran espectáculo de variedades, cada cual para un momento específico. “Todo vale mucho en cuanto valga un poco”, podría haber sido el mote de su escudo heráldico.

Atento a las anécdotas de la calle, atento al latido de la gran literatura y atento a la vez al pulso del habla popular, gozador vehemente de todas las cosas posibles y a su alcance, Quiñones supo administrar sus devociones terrenales para que su vida fuese más o menos como él quiso que fuera, desde su condición de melancólico en celebración persistente, con algo de pillo hedonista y algo de pensador senequista, en un equilibrio más o menos proporcional. Y siempre con el oído alerta. Porque, fundamentalmente, la literatura de Quiñones tiene su bastión ahí: en el oído, en esa capacidad suya para captar no sólo las peculiaridades léxicas del habla popular gaditana, sino sobre todo –y esto es lo importante– para captar su modulación, su cadencia. Él achacaba esa especie de bipolaridad estilística al hecho de haber pasado del colegio más selecto de Cádiz a verse de repente faenando de palanquín en los muelles a consecuencia de una ida a menos en el estatus familiar tras la muerte temprana de su padre, médico de profesión. Pero la explicación no podía ser tan sencilla, por supuesto.

El habla en la calle

Cuando Quiñones actúa literariamente sobre el habla popular, no lo resuelve con unas cuantas palabras –o palabros– estratégicamente colocados en medio de un discurso convencional y de afanes más o menos costumbristas o casticistas. No es eso, porque se trataría de una solución no fácil, ya que casi nada lo es, pero sí desde luego previsible. Se trata de algo más complejo y depurado: la captación de un modo de hablar que se corresponde con un modo de pensar, con un modo de discurrir. Una modulación de voz para una modulación de la conciencia, de la lógica titubeante de la conciencia: la peculiaridad de la sintaxis como generadora de un modo peculiar de pensamiento.

Los personajes populares de Quiñones, a menudo en calidad de narradores homodiegéticos, nos hablan con sus meandros y circunloquios, con sus leves o flagrantes anacolutos, con sus inconcordancias, con precisiones sorprendentes y con imprecisiones afortunadas, pero no con el propósito de asentarse en el pintoresquismo, sino en el núcleo mismo de la literatura: su raíz oral.

En El coro a dos voces, por ejemplo, que presentó como un híbrido de conjunto de relatos y de novela coral y fragmentaria, encontramos una sistematización de esa alternancia entre el lenguaje literario culto y el habla popular, hasta el punto de que el autor llegó a diferenciar ambos registros mediante una tipografía distinta. No hace falta aclarar que Quiñones jamás consideró el habla popular como un lenguaje devaluado, sino como un lenguaje vivo, en alteración constante, y como un territorio fecundo para la indagación estilística. Hasta tal punto llegó su adhesión a las posibilidades literarias del habla popular que buena parte de sus colaboraciones periodísticas están acogidas a ese registro, a un tono de desparpajo, de cosa ligera que aparenta ser dicha a la ligera, con modismos coloquiales, con tono de chascarrillo incluso.

Buena parte de lo que escribió para periódicos sirvió para lo que suele servir: para ser leído y olvidado al instante. Prosas urgentes, apuntes de actualidad. Pero las semblanzas que se publicaron en el diario El Independiente y que luego recopiló en libro con el título de Fotos de carne rebasan el ámbito fugaz del periodismo para instalarse en el ámbito perdurable de la literatura. “Galería o álbum de personajes idos”, “semblanzas recordatorias”, según las definió. A lo largo de esas páginas, Quiñones nos habla de Picasso, de Aleixandre, de Bola de Nieve, de Cocteau, de Cortázar, de Manolo Caracol o de Rubinstein, y lo hace en la mejor tradición del retrato literario. Pero esas semblanzas también tienen mucho de retazos, de fragmentos desorganizados, de la autobiografía que Quiñones nunca escribió, y eso que nos perdimos, pues es posible que Fernando Quiñones fuese el mejor personaje literario de Fernando Quiñones.

En esas Fotos de carne encontramos de nuevo la oscilación entre lo popular y lo culto. La semblanza de Stravinsky, por ejemplo, a quien Quiñones atribuye una “cara de mejillón cabreado y mal cocido”, comienza así: “Qué viruji más perro por ese Antón Martín a las cinco y pico de la noche”. (Al bailaor Vicente Escudero lo vio, en cambio, como un “bacalao archisequerón” y con “cara de comanche o sioux de Castilla”).

Tal vez la confluencia natural y la fusión armoniosa de ambos registros (el culto y el popular) lo representa paradigmáticamente la novela La canción del pirata, su gran obra de ficción, que viene a ser el crisol de toda la literatura de Quiñones. Ahí tenemos a ese pícaro del Siglo de Oro, de nombre Juan Cantueso, contándonos su vida, sus menesteres, sus ocios y negocios, sus calamidades y regocijos. Y ahí tenemos, ya digo, toda la esencia de la literatura de Quiñones: el relato en primera persona, la voz de modulación coloquial y a la vez de tensión barroca, la alegría ante la vida a pesar de las muchas y continuas adversidades, el telón de fondo de una esplendorosa Cádiz en las postrimerías del siglo XVII.

Aparte de su labor narrativa, Quiñones fue un poeta que, por edad, se encuadra en la generación del 50, siempre y cuando distingamos qué es una generación y qué es un grupo: la generación como fatalidad cronológica y el grupo como actuación estratégica dentro de una generación. Quiñones, como tantos otros poetas valiosos de su tiempo, estuvo en los márgenes de las principales maniobras de significación de la generación del 50, lo que no pasa de ser un asunto más metodológico que literario.

José Manuel Benítez Ariza estudió con ajustada lucidez la trayectoria poética de Quiñones en el prólogo que puso a la antología titulada Crónica personal. En ese prólogo, advierte Benítez Ariza de la simplificación que supone dividir la obra poética de Quiñones en dos periodos: el que se cerraría con la publicación de En vida (de 1964) y el que comenzaría en 1968 con la publicación de Las crónicas de mar y tierra. (El propio Quiñones, no obstante, insistía en la diferenciación de ambos ciclos). Sea como sea, el segundo ciclo está contenido y apuntado en el primero, como tal vez no podría ser de otra manera.

Porque la voz de Quiñones está definida casi desde sus inicios, y hay poemas suyos de esa primera etapa (como los dedicados a Melville y a Borges) que podrían integrarse perfectamente en la serie de las crónicas, tanto por asunto como por tratamiento estilístico.

La extensa serie de las crónicas responde a un propósito esencial: el poema como un espacio lírico liberado por lo general del yo (o con un yo tangencial), un ámbito estético para la recreación histórica desde un entendimiento interactivo de la historia, una revisión del monólogo dramático, un recurso al collage textual y a la amalgama de voces. Pero ese propósito esencial se ve diversificado en el tratamiento de la escritura, lo que aleja de este proyecto el riesgo de la repetición de una fórmula. Quiñones tenía una fórmula, como todo escritor, pero supo arreglárselas para no convertirse en esclavo de ella. Sus crónicas, sus crónicas sucesivas, se renuevan no sólo por su grado creciente de maestría, sino también por su variedad de recursos a partir de un recurso matriz.

Al igual que su prosa se ennoblece con fogonazos poéticos, los poemas de Quiñones se benefician de los procedimientos narrativos. Hay mucha narratividad en sus crónicas, mucha historia contada, pero el tono general es menos narrativo que lírico: predomina la tensión poética sobre la distensión narrativa, a pesar de su tono discursivo.

Se ha señalado que la serie de las crónicas tiene su inspiración inicial –o al menos su detonante– en la poesía de Archibald MacLeish y se ha señalado también que los procedimientos desplegados por Quiñones en sus crónicas lo emparentan con la poesía de Ernesto Cardenal –que en gran parte viene de Neruda–. En cualquier caso, la serie de las crónicas tiene mucho que ver con los Cantos de Ezra Pound: ese desplazamiento del yo a un ámbito impersonal a través del monólogo dramático, esa apropiación de la historia –de la anécdota histórica– como material poético, esa libertad expresiva cercana a veces al descoyuntamiento tanto de forma como de sentido, la recurrencia a la intertextualidad…

La seriedad final

En cuanto a la persona, es muy amplio el anecdotario en torno a Quiñones: su afición a rebañar los restos de los platos ajenos y a pedir a los camareros el sobrante de los banquetes para dárselo a su perro, ese perro que nunca tuvo; sus arranques de cantaor flamenco con sosería de payo, sus mañas de cocinero extravagante o sus galanterías de don Juan con maneras de don Mendo. Él mismo, en sus últimos años, llegó a confesar a algunos íntimos que su fama de hombre dado a la ocurrencia imprevista y a la comicidad más o menos involuntaria había perjudicado su carrera de escritor. Quién sabe. Poco antes de enfermar, en un intento de solemnizar su imagen, metió a Proust en una novela, se compró un abrigo negro de tiro muy largo y un sombrero a juego.

Entre Borges y Fernando Quiñones

Entre Borges y Fernando Quiñones

Quiñones vivía para la literatura desde que se levantaba hasta que se acostaba, a pesar de que diera la impresión de estar demasiado disgregado en la vida, en los pormenores baladíes de la vida, como para andar pendiente de elucubraciones y de proyectos dificultosos. Pero todo lo contrario: Quiñones era un escritor en alerta continua, en sesión continua, casi obsesivo y medio sonámbulo cuando andaba en faena, que era casi siempre. Un escritor al que los rebujos imprevisibles de la realidad le servían como materia prima, y él salía cada mañana a la búsqueda de esa materia, que no era tanto una materia argumental como verbal: le interesaban las inflexiones anómalas del lenguaje, los retruécanos, las actuaciones particulares sobre el idioma, los desplazamientos semánticos de efecto humorístico o de reverberación inquietante… Quiñones salía a la calle, en fin, en busca de algo que estaba en el aire mismo, haciéndose: en el mercado, en la taberna, en el cuchitril del zapatero... Y lo encontraba, claro está. Y recreaba su hallazgo en los papeles, modulado y transformado en alta ficción.

Sorprendía en él, ya digo, la intensidad de su vocación literaria, su modo vehemente de interpretar la vida a través de un prisma literario. Te hablaba con entusiasmo de sus proyectos, te detallaba con fervor lo que se traía entre manos o lo que acababa de leer. Nadie menos engolado, pero nadie más entusiasta: “Ando ahora en un relato de un maremoto, primo, que…”.

La última vez que hablé con él fue en un tren Madrid-Cádiz. Estaba muy ilusionado con unas pastillas de aceite de tiburón que, según él, podían curarle el mal que al poco lo mataría. La última vez que lo vi fue en el teatro Falla, durante una sesión de Alcances, el festival de cine que él alentó desde 1968. Estaba solo en un palco alto, muy delgado ya, con algo de espectro anticipado. Sin querer ver a nadie para que nadie lo viera así. Como el fantasma de la ópera. Cuando volví a levantar la vista para saludarlo, ya no estaba.

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