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'Succesion': el cuento de las verdades

Logan Roy, el personaje central de Succession, interpretado en la serie por el actor escocés Brian Cox, encarna a un padre y un magnate al que solo un adverbio puede definirlo: más.

Laura Ferrero

La película Celebración (Festen), del director danés Thomas Vinterberg, empieza con los preparativos de una gran fiesta en la mansión del riquísimo Helge Klingenfeldt. El primer e innovador largometraje del movimiento Dogma95 es una comedia negra, que tiene más de negra que de comedia, en la que allegados, familia y amigos, van llegando a una fastuosa casa de campo para homenajear al patriarca en su sesenta aniversario. Helge llama a su despacho a su hijo mayor, Christian, y le pide que dé un discurso en recuerdo de su hermana gemela, muerta un año atrás. Christian acepta, y acompaña a su padre hacia la sala del banquete, ya preparado, donde es recibido con vítores y grandes aplausos. Predomina la alegría, el júbilo, pero también cierto nerviosismo. Solo Christian sabe, al inicio de su discurso, cuando pide silencio y se aclara la voz, que determinadas verdades –simples, contundentes, devastadoras– pueden hacer cambiar el curso de una celebración, de una velada, de los acontecimientos, de una vida. Antes de empezar con los parlamentos, Christian saca del bolsillo de su traje dos papeles doblados. Uno es amarillo y el otro, verde. El padre escoge el verde y a Christian le parece una buena opción porque el verde, dice, es el cuento de las verdades. Y desdobla el papelito y lanza un título que hace reír a los comensales: “Cuando papá se bañaba”, empieza. Al espectador, sin embargo, se le congela la sonrisa. Cuenta su hijo mayor que Helge era y es, además de muy rico y muy trabajador, muy limpio. Y algunas veces, antes de bañarse, llamaba a sus hijos pequeños a su despacho, bajaba las persianas y ahí les pedía que se desnudaran. Entonces, los violaba. Por eso, Christian, en el sesenta cumpleaños de su padre, en memoria de su hermana muerta y de sus otros dos hermanos habiendo, como él, perdido la propia vida tratando de construir un relato para salir del terror, decide al fin regalarle o, más bien, regalarse, el cuento de las verdades.

El primer episodio de la serie Succession (HBO), de Jesse Armstrong, comparte título con la película danesa. Se llama también Celebración. En este caso, veinte años separan a Helge Klingenfeld de Logan Roy (Brian Cox), ya que este último se dispone a soplar las velas de su 80 aniversario, pero la puesta en escena es muy similar. A su lujosa mansión de la 90 planta de un rascacielos situado en la Quinta Avenida de Nueva York acuden los cuatro vástagos de Logan Roy, enfrentados, desde que tienen uso de razón, no solo por ser los herederos del conglomerado mediático del padre, Waystar Royco, sino enfrentados por algo mucho más terrible y menos tangible, por ser depositarios de su mirada: del amor de papá.

De los cuatro hijos, tres de ellos, los más cercanos en edad y en relación –Kendall (Jeremy Strong), Roman (Kieran Culkin) y Shiobhan/Shiv (Sarah Snook)– comparten madre en tanto que Connor (Alan Ruck), el mayor de todos, más alejado, es hijo de su anterior esposa. Al principio de la serie, Logan Roy parece haber decidido legar el control de su empresa a su hijo Kendall (Jeremy Strong), que espera con ansias la jubilación de su padre para conducir a la empresa familiar por otros derroteros. Sin embargo, tras tantear el terreno con su otro hijo Roman, cuya máxima aspiración es seguir viviendo del cuento sin dar un palo al agua, y su hija Shiv, que se dedica al asesoramiento político, el patriarca decide que ni hablar. Que se queda. Que no quiere irse.

En este primer episodio de Succession se suceden varios brindis, cada cual más patético que el anterior, pero no cabe aquí, en este preámbulo de la vida de los Roy, algo parecido al cuento de las verdades. Y, en realidad, a lo largo de las cuatro temporadas de esta serie, inspirada en el imperio mediático y en los entresijos de la familia Murdoch, no se aborda directamente este espinoso tema de qué ocurrió y de dónde vienen para llegar de esa guisa y con tal nivel de desubicación al ochenta cumpleaños del padre. Los protagonistas de Succession están demasiado ensimismados como para comprender que, si desearan salir de ese fango metafísico en el que su vida está sumida, ese, el de la verdad, es el primer relato que deberían contarse.

La gangrena de unos niños ricos

Enmarcada en el tan vigente y actual género de “Rich people being awful” –como la serie The White Lotus o la galardonada película Triangle of Sadness, de Ruben Östlund– lo del argumento en Succession es lo de menos. Después de un amago de fallecimiento de ese ser eterno y tiránico que es Logan Roy, se sucede un agónico tira y afloja entre su familia –sus tres hijos especialmente– pareja, amigos y colaboradores para heredar la dirección de Waystar Royco. El gran tema vendría a ser el de la ambición y el poder. Algo así como la enésima reversión del clásico El Rey Lear. Sin embargo, tras esa primera capa, aparece ese otro asunto: la competición por un amor nunca recibido y disfrazado de interés empresarial. Sus hijos dicen pelear por el poder pero, tristemente, con poder hacen referencia a otra cosa.

En realidad, Logan Roy no devora a sus hijos, sino que hace algo bastante peor. Logra que se muerdan de hambre. O no. Consigue que se devoren entre ellos por unas míseras migajas de pan

No obstante, ni siquiera después de sufrir un infarto cerebral, es capaz Logan Roy de dejar su gran tesoro, su amada empresa, en las manos de sus caprichosos y malcriados hijos. Y no es debido a una falta de capacidad, que también. Se trata más bien de un tema de abuso, aunque no del mismo tipo que en Celebración. En Succession la palabra abuso toma otro sentido. Los hijos de Logan Roy están insensibilizados. Inconscientes. A veces, en su mirada se cuela el mismísimo vacío. Son personajes que sufren las consecuencias de una gangrena lenta que ha ido tomando el control de sus vidas. Al principio de la serie, aún podrían salvarse porque les duele. Quizás, incluso, ante determinadas situaciones, lloren. Pero llega un punto en que la carne se endurece, se insensibiliza. Entonces ya no hay nada que hacer. Succession habla de gente que ya no padece porque está muerta.

De Saturno a Pulgarcito

En el estreno de la cuarta temporada, en la gira de promoción para medios españoles, llevaron a Brian Cox al Museo del Prado y ahí, frente al óleo de Goya Saturno devorando a su hijo, afirmó que esa era la pintura con la que ejemplificaban el comportamiento de Logan Roy hacia sus vástagos. Sin embargo, existe otra manera de acercarse a esa relación de abuso y negligencia, pero para ello hay que viajar a la fábula infantil de Pulgarcito, de Charles Perrault. Valga aquí un recordatorio: Pulgarcito, un niño del tamaño de un pulgar, era el menor de los siete hijos de unos leñadores tan pobres que decidieron abandonar a toda su prole en el bosque. Pulgarcito, compungido, escuchó los planes de sus padres la noche anterior y se preparó para, antes de ser abandonados, ir dejando caer guijarros por el camino y guiar a sus hermanos de vuelta a casa. Tras el primer abandono, supieron encontrar el camino a casa e inicialmente sus padres se alegraron por ello. Sin embargo, las penurias siguieron y, tiempo después, volvieron a dejarlos. Esta vez, Pulgarcito arrojó migas de pan para señalizar el camino de vuelta, pero no contó, claro, con que los pájaros y demás animales se las comerían.

Hay que detenerse en esos hijos perdidos porque la historia que apuntala Succession no es exactamente la de Saturno o la de El rey Lear. En realidad, Logan Roy no devora a sus hijos, sino que hace algo bastante peor. Logra que se mueran de hambre. O no. Consigue que se devoren entre ellos por unas míseras migajas de pan.

Al final, era el amor

Si bien es cierto que las tramas y subtramas de Succession –que llegan a ser un tanto repetitivas– giran en torno a la dominación, la traición y el control de la información, existe en la cuarta temporada, una revelación inquietante. Es en los preparativos de la boda de Connor cuando entendemos al fin la diferencia que existe entre un hijo –el trasnochado y excéntrico Connor– y sus otros tres medio hermanos. La serie se encarga de establecer continuamente separaciones entre ellos: entre los tres pequeños se juega lo importante en tanto que el mayor aparece como una especie de clown peripatético, arrinconado en sus excentricidades y sobre todo, víctima de sus quijotescas quimeras. En su despedida de soltero, casi implorándoles, logra que sus hermanos le acompañen a un karaoke y después de que Connor cante Famous blue raincoat, tiene lugar un diálogo en el que este les dice a sus hermanos que en realidad a él le da igual casarse o no, o que no le importa si su novia lo abandona antes de la boda. Justifica esa extraña afirmación diciendo que lo bueno de tener una familia que no te quiere es que al final te adaptas. Y les espeta: “Perseguís siempre a papá, suplicándole, quiéreme por favor, hazme caso. Sois como esponjas necesitadas de amor. Yo soy una planta que crece en las piedras y vive de insectos. (…). Yo no necesito amor. Es como un súper poder”.

Quizás Connor sea, al fin, el hermano que, a sabiendas de que no había migajas, supo encontrar el camino –no sabemos si a casa– por otro lado. Porque sus tres hermanos necesitan constantemente reclamar un amor, el que sea, aunque a menudo lo confundan con una transacción, y para ello no hay más que detenerse en la triste historia de Shiv y su marido. Si hay algo que la torpe y egocéntrica Shiv aprende de su padre es que la mejor manera de manipular no es con la promesa del poder, sino con la promesa de lo que ella entiende que es el amor.

Los flashbacks sirven, en las series, en el cine, en la literatura –y en la vida– para entender, para justificar, para enmarcar a los personajes y a sus acciones. Pero su clamorosa ausencia en Succession denota que solo hay presente, un tiempo rico para vivir, pero extremadamente pobre para entender. En este sentido, nadie puede decir quién es Logan Roy. Hacia el final de la segunda temporada, él mismo afirma que el pasado no le interesa demasiado: resulta demasiado largo y, además, es una invención. De manera que el propio Logan es un titán que muere, en la cuarta temporada, sin haber sido comprendido. No porque los demás no lo hayan intentado, pero ¿qué era lo que había que comprender?, ¿hubiéramos redimido al monstruo de su falta de humanidad ante una infancia llena de carencias y abusos como la que tuvieron sus hijos? Lo cierto es que nadie sabe qué es lo que quiere Logan Roy. Él solo desea encadenarse a un adverbio: más. Lo que le siga al adverbio puede ser variable, pero la consecución de lo concreto no detiene sus anhelos. Él solo concibe su vida y su empresa como una continua expansión.

En la cuarta temporada de la serie, centrada en la muerte de Logan, la palabra legado se pone continuamente sobre la mesa. Si bien es cierto que su nombre seguirá apareciendo en parques de atracciones y cruceros, también lo es que sus últimos días los pasa peleándose con sus asesores más cercanos, enfadado con sus hijos otra vez más y liado con una asistente muchos años más joven que él. La guinda del pastel: muere solo, en el baño de un avión. ¿De qué le sirvió a Logan blandir el adverbio ‘más’ una y otra vez? ¿Qué historia contaba Succession, al fin? ¿La de El rey Lear, la de Saturno? ¿La de un pobre hombre solo?

A la muerte de Logan, uno de sus más cercanos asesores, Frank, le dice a un desconsolado Kendall: “Era un hijo de puta y te quería”. Lo más complejo de entender, no solo en las series, son esas íntimas contradicciones en las que se nos va la vida.

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En el funeral del patriarca, en uno de los discursos, Shiv recuerda que ella y sus hermanos jugaban en ocasiones fuera del despacho de su padre, y él aparecía en el pasillo gritando, pidiendo silencio y tranquilidad. “Lo que hacía allí era tan importante que no podíamos concebirlo”, dice Shiv. “Presidentes y reyes y reinas y diplomáticos y primeros ministros y banqueros mundiales. Y…”.

Vuelvo a esta frase: “Lo que hacía ahí era tan importante”, dice. Y al espectador se le hace un nudo en la garganta. Resuenan ecos de aquel poema de Luis Rosales: “así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño,/sabiendo que jamás me he equivocado en nada, /sino en las cosas que yo más quería”. Pero quizás los versos de este poema definan, más que al padre, a esos tres malogrados críos agolpados frente a la puerta de un despacho, unidos por lo rotos que están. “No somos nada”, comprende finalmente el sarcástico Roman. Quizás tenga razón, quizás de ahí pueda partir un cuento lleno, no de todas, pero sí de algunas verdades que solo podrán empezar a escribir después de la muerte del padre. Y así, cuando el telón baja y la serie termina, los tres hermanos, solos, recogen las migajas imaginarias de un amor paterno que se han comido los pájaros. Aunque tal vez, en su caso, sería más exacto decir que esas migajas solo fueron sobras, hipótesis, proyecciones, deseos. En realidad, solo ahora lo sabemos, nunca existieron.

*La última novela publicada por Laura Ferrero se titula 'Los astronautas' (Alfaguara).

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