El tabú como señal de nuestras fracturas

El tabú como señal.

Juan Soto Ivars

“¡Ya no se pué decir na!”, chilla el señor del fondo, justo después de haberlo dicho o cuando se dispone a decirlo, ante un auditorio cómplice. Y es falso. Se “pué decir to”. El problema (nuestro gran problema) es que todo lo que se puede decir aquí, en esta tribu, está prohibido en la de enfrente y provoca un escarnio violento. Uno ya no se puede guiar por la moral dominante, sino por los sentimientos y susceptibilidades de quienes lo rodean. El tabú dejó de ser una figura de consenso y se convirtió en un síntoma de fractura. Dejó de ser un poso sedimentado en la cultura y se volvió volátil e imprevisible. Hoy, lo que para unos es sagrado, para otros es repentinamente vomitivo. Pensad en el hiyab o el chiste de mariquitas, en los culos del trap o la palabra “todes”, en la estatua de Colón. El tabú va por barrios, como en West Side Story.

Hace unos años me di cuenta de que utilizaba mucho esta palabra en mis artículos, pero que no tenía más que una noción vaporosa de su sentido, parecida a la definición de uso que da el Oxford, es decir: algo tan embarazoso u ofensivo que es mejor evitarlo. Así que tiré de las bibliotecas y me sumergí en ciudades de ácaros que sabían mucho de antropología. De ahí acabé sacando un libro, La casa del ahorcado, en el que abordo la plaga de identitarismo que devora a la izquierda y la derecha a través del análisis del tabú, figura simbólica que nos remite a la tribu y la prohibición. Aprendí algo interesante: que la observación del tabú permite analizar algunos procesos de nuestras democracias, como la polarización identitaria que conduce a la parálisis institucional, por ejemplo, en Cataluña. Por desgracia, el fenómeno no es patrimonio de una región, sino que se expande por Occidente.

El tabú es mucho más que una simple prohibición o una coartada para la censura. Para el tema que nos ocupa, es la línea de demarcación en el mapa de tribus que luchan en la batalla cultural, pero hagamos antes un vuelo de reconocimiento sobre la zona. Los antropólogos subrayaron la importancia del tabú cuando descubrieron que esta clase de veto estaba presente de una manera o de otra en todas las culturas del planeta: desde las más sofisticadas metrópolis de Occidente al pueblo más minúsculo, primitivo y aislado de los desiertos australianos. El tabú del incesto, por ejemplo, aparece hasta en sociedades que no se rigen por el árbol genealógico de sangre, sino que establecen parentescos por el tótem. Pues bien: también allí provoca un horror insoportable y castigo social fulminante el trato carnal entre “parientes”. Lo que nos habla de la importancia casi metafísica del tabú, de su relación con la condición humana.

Observaciones como estas llevaron a James G. Frazer, Sigmund Freud, Mary Douglas, Lévi-Strauss, Marvin Harris y muchos otros a estudiar el tabú con un interés que decreció súbitamente con la descolonización, proceso que puso patas arriba las ópticas de la antropología occidental. Respecto al tabú, las aristas entre los autores son muchas y las interpretaciones variopintas, pero del picoteo sacamos ciertas líneas maestras. 

Primero, que sin el tabú no existe la sociedad, como si fuera esta figura la que separa a los grupos humanos de las jaurías de animales. Segundo, que el tabú aparece como semilla de los sistemas complejos de moralidad, y queda como un vestigio primitivo de la separación entre el bien y el mal. Tercero, que distingue unos actos de otros, unas cosas de otras, unas palabras de otras y unas edades de otras, es decir, que ordena y jerarquiza el mundo. Cuarto, que suele aparecer en torno a lo que a esa cultura o grupo le parece ambiguo, inquietante, sagrado, profano o extraño, es decir: que está relacionado con los márgenes. Y quinto, que termina siendo un rasgo definitorio de la identidad de un grupo: nosotros no comemos cerdo, nosotros no decimos “discapacitado”, nosotros odiamos el velo, etc. Son cinco pinceladas burdas para una Capilla Sixtina, pero el espacio es limitado y este breve apunte ya nos permite seguir. 

Agarremos ahora al azar cualquiera de las llamadas guerras culturales y veremos al tabú bailando entre las balas. Un monólogo de David Chappelle, las consecuencias de una acusación de abuso sexual en Hollywood, Rocío de Meer compartiendo en Twitter el vídeo de un grupo neonazi polaco contra los inmigrantes, una vieja letra de Mecano mostrada a los chicos de Operación Triunfo, el logotipo de Conguitos en España mientras Black Lives Matter recorre América, un artículo contra la heterosexualidad publicado por Paul B. Preciado, Dani Mateo sonándose con una bandera, las palabras de JK Rowling sobre lo que significa ser mujer, las oportunidades de las mujeres en la generación de nuestros padres según Feria, de Ana Iris Simón, etcétera. 

El tabú está presente en todas ellas, y vuelvo a subrayar: lo que unos sienten como impronunciable, molesto, ofensivo, herético o asqueroso, a otros les parece que es una parte fundamental de su identidad. Un territorio amenazado por ciertos grupos (ciertas tribus) contra los que hay que presentar batalla. De modo que el tabú es el síntoma más visible del narcisismo identitario.

Democracia amenazada

El tabú echa chispas en el roce entre identidades y facciones ideológicas que se disputan los espacios de hegemonía en la guerra cultural. A cada tribu le sirve para marcar distancias, para generar ritos internos de pertenencia, para simplificar y hacer previsibles las posiciones en cualquier debate que vomiten las redes sociales y, llegado el caso, para purgar a los indeseables y controlar las fronteras simbólicas. 

Pero no todos los grupos consiguen cohesión, al contrario. Este fenómeno está siendo esclerotizante para la izquierda y unificador para la derecha. Es así porque cuando los progresistas identitarios exclaman «mujer, gay, trans, racializada», los nacionalistas responden «¡patria!». Las identidades favoritas de la izquierda tienden a fracturarla en taifas y la desactivan ante los grandes retos económicos del presente, mientras que las de la derecha tienen un efecto galvanizador. La pelea entre feministas radicales y grupos queer mientras tres partidos de derechas comparten bandera en Colón es un buen ejemplo de lo que digo.

Pero lo que más me preocupa no es la previsible derrota de la izquierda en un juego de identidad que suele ganar el nacionalismo, sino los efectos de esta tensión en la democracia liberal: ese sistema imperfecto y corrupto que es, sin embargo, el único que parece que nos ha permitido alcanzar cierto grado de igualdad entre diferentes. 

Al respecto, siempre he pensado que el amor y el asco por la libertad de expresión son los extremos de un termómetro que permite conocer la salud de una democracia, y hoy el mercurio está claramente más cerca del asco. Los tabúes son cada vez más numerosos mientras las tribus pelean por su territorio en una lucha de opresiones y privilegios en que la libertad y el bienestar ajenos siempre se percibe como un robo. En estas circunstancias, parece que nada pueda frenar el proceso de polarización que ha convertido a tantos ciudadanos en gente resentida y desconfiada, deseosa de venganza contra sus vecinos por antiguas y difusas deudas de sangre. 

Dado que las condiciones materiales y laborales han sumido a buena parte de la población occidental en el desasosiego y la desesperanza, tampoco faltan políticos, gurús y capitanes de fortuna dispuestos a inflamar el orgullo de quienes sueñan con arcadias arrebatadas. La manera más fácil de detectar a los manipuladores de la identidad es la siguiente: siempre te dirán que todos tus problemas se deben a que formas parte del grupo social X, y que el grupo social Z es el que impide desde el origen de los tiempos que seas plenamente feliz. 

Para probar que esta es la estructura de la sociedad, los manipuladores utilizarán el miedo y la ofensa: pondrán una atención minuciosa a los detalles, tomarán siempre una parte por el todo, exagerarán las amenazas que penden sobre nosotros y meterán cizaña, convirtiendo cualquier mínima muestra de espontaneidad de los que pertenecen a otro grupo social en un grave sacrilegio, producto de un tabú violado. 

La corrección política y su némesis de derechas, la corrección patriótica, alimentan este esquema de desconfianza y paranoia identitarias. Al final, ¿qué vemos? Tribus en pie de guerra defendiendo sus tabúes. Tabúes que, a menudo, acaban de ser creados por la propaganda. Inventados.

Frente al furor narcisista de las tribus, los Estados democráticos ofrecen una imagen gris, corrupta y decadente, como la fachada de un edificio de ladrillo que se cae a pedazos. Cada vez más ciudadanos desconfían de los parlamentos, los jueces y la policía; de la escuela, la cultura y el idioma; de los relatos históricos, los cánones y la ciencia; de los derechos, las libertades y las responsabilidades: en suma, de todo eso que parece que siempre estuvo allí y que nosotros adquirimos sin ningún esfuerzo. Así, descreídos del valor de las cosas esenciales para nuestra vida en libertad, muchos esperan a que todo se derrumbe entre chistes, cotilleos y linchamientos. Esta tensión cultural sembrada de tabúes es lo que llamo “la casa del ahorcado”.

*Juan Soto Ivars (Murcia, 1985) es escritor y periodista. Recientemente ha publicado en Debate el ensayo ‘La casa del ahorcado. Cómo el tabú asfixia la democracia occidental’.

Más sobre este tema
stats