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¿El fin de la violencia?

Establecimiento del Casco Viejo de Pamplona dañado tras las manifestaciones en favor de la amnistía de los presos de ETA, en marzo de 2017.

Edurne Portela

Somos seres inscritos en el tiempo y tal vez por ello necesitamos poner fechas que indiquen el inicio y el final de los grandes acontecimientos. Así organizamos la historia y también nuestras pequeñas existencias. No somos muy propensas a hacer memoria, sobre todo del pasado incómodo, pero sí de conmemorar. Si el acontecimiento histórico ha tenido lugar durante nuestra vida nos gusta poder decir aquello de “recuerdo exactamente dónde estaba ese día”. Cuando la fecha en cuestión cierra un periodo histórico negativo (una guerra, un conflicto, una ocupación) es reconfortante y tranquilizador tener un día que marque el fin y que nos ayude a dar ese carpetazo ansiado: dejar atrás el dolor, la angustia, la inquietud, la desconfianza, todos los afectos negativos que genera un periodo de violencia. Pero ¿existe realmente un final? ¿Aceptamos sin cuestionarlo que las violencias acaban cuando las circunscribimos a una fecha? 

20 de octubre de 2011. Es el día de “el fin de la violencia” de ETA. La importancia de la fecha es indiscutible para sus víctimas, las que sobrevivieron a su violencia o sus amenazadas y los familiares afectados. Personas como Eduardo Madina, Borja Semper o Maixabel Lasa (por decir tres nombres que durante los últimos meses han resonado, los dos primeros por la publicación del testimonio conjunto Todos los futuros perdidos, Maixabel Lasa por la película, Maixabel, que sobre ella ha realizado Icíar Bollaín) han hablado públicamente de la importancia de ese día, que marca para ellas un final inequívoco: se acabaron los escoltas, se acabaron las amenazas explícitas, la incertidumbre de un próximo atentado que removerá dolores antiguos y causará otros nuevos. No voy a ser yo quien discuta el significado de la fecha en este sentido. Al mismo tiempo, considero necesario reflexionar más allá de esta apreciación y hacerlo entretejiendo dos ideas. La primera: ETA es quien decide el cese de la violencia, quien pone la fecha y quien anuncia el fin. Es decir, ETA sigue regulando hasta el final el tiempo de la violencia, aunque también hay que considerar que sólo es capaz de poner fin a la que ha causado ella. La segunda: ETA anuncia el cese definitivo de la actividad armada pero ¿significa eso que acabe la violencia? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de violencia?

Las dos cuestiones están relacionadas y es imposible hablar de una sin considerar la otra. El fin de la actividad armada de ETA significa un cambio de dimensiones enormes: unos dejan de decidir sobre la vida (literalmente, el derecho a vivir) de otros. La importancia de esto es tan obvia que no requiere más comentario. Y sin embargo, el dolor que ha causado la violencia ya ejercida no desaparece sin más. Las víctimas más visibles o más activas en el espacio público, las más reconocidas socialmente, admiten que el dolor ha ido mitigándose durante los años y que se han visto apoyadas, pero otras han vivido su duelo en soledad, con la sensación de que les ha sido negado un reconocimiento, incluso algunas con la certeza de que la sociedad vasca les ha dado la espalda. Cuando a una víctima no se le reconoce su condición se produce una revictimización y se ahonda en el trauma causado por el daño inicial. En este sentido, si aceptamos que el fin de la actividad armada de ETA es sinónimo del fin de la violencia, si creemos que con ello podemos hacer tabula rasa y olvidar el pasado, creamos las condiciones de posibilidad para que otro tipo de violencia -la del silencio, la del olvido, la que margina a la víctima porque su mera existencia recuerda un pasado incómodo- continúe en el tiempo. La violencia del posconflicto, una vez que ha cesado la actividad armada, no ocupa titulares, no deja huellas visibles, se individualiza y se privatiza. Es decir, deja de ser un problema social y, por tanto, deja de percibirse como un problema político. Reflexionar de esta manera que propongo sobre el fin de la violencia significa intentar entender la relación entre daño y tiempo. La violencia perturba el tiempo: abre en él una herida e inaugura un tiempo subjetivo, un tiempo traumático que tiene su propio metrónomo. Mientras que algunas víctimas quedan atrapadas en ese tiempo traumático, el resto de la sociedad puede avanzar, olvidar, pasar página, puede comprar la ficción de un final y de un tiempo nuevo. No basta con reconocer a la víctima en el momento en el que se causa el daño, no hay cancelación de la deuda social con aquellas que sufrieron una violencia que, en realidad, atentaba contra todas nosotras y de la que ellas se llevaron la peor parte. 

Además, hay otras violencias que no acabaron el 20 de octubre de 2011 porque no correspondía a ETA acabar con ellas. Si aceptamos el fin de ETA como el fin de la violencia, perpetuamos la idea de que el problema vasco se circunscribe a la actividad terrorista de ETA. Esto obvia, por una parte, que hubo todo un aparato político que apoyó la lucha armada como forma de conseguir resultados políticos y que contó con una base social que, desde su militancia, ejerció la violencia física y discursiva sobre la parte de la ciudadanía que estaba en contra de sus métodos y, a veces, sus objetivos. Esa violencia ubicua y que permeaba nuestras comunidades hasta el punto de estar normalizada no tiene cabida en el comunicado del 20 de octubre y es más difícil de extirpar de nuestra sociedad debido a esa misma normalización. 

Hemos tenido muchos ejemplos en los últimos diez años de la dificultad de deslegitimizar la violencia de ETA en algunos entornos. El caso de los “ongi etorri” o recibimientos a presos excarcelados de ETA como héroes es un ejemplo. Por otro lado, el problema vasco tampoco se circunscribe únicamente a la actividad de ETA y al entorno social que la apoyó. No se puede hablar de la violencia en Euskadi y no tener en cuenta a las víctimas de los grupos paramilitares de ultraderecha y de los GAL, o a las víctimas de tortura por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Estas víctimas corren un riesgo mayor que las víctimas de ETA en cuanto a falta de reconocimiento y, sobre todo, en cuanto a falta de un proceso de verdad, justicia y reparación puesto que los sucesivos gobiernos centrales ponen trabas a la investigación y posible enjuiciamiento de cargos públicos responsables de financiar y ejecutar la guerra sucia contra ETA o de violar los derechos humanos de ciudadanos vascos. 

Llevo mucho tiempo preguntándome cómo entendíamos la violencia entonces y por qué muchos no supimos reaccionar ante ella. A veces pienso que nuestra mirada estaba cubierta por una especie de velo de niebla que restaba nitidez a lo que veíamos. Éramos incapaces de interpretar lo que teníamos delante. Niebla densa y asfixiante en la que, perdidos, era mejor quedarnos parados antes de dar un mal paso, tropezarnos, caer, desaparecer. Tal vez esa niebla -espesa en algunos casos, neblina susceptible de desaparecer rápidamente en otros- era el producto de muchos años de deterioro de nuestros lazos comunitarios, de la pérdida de confianza en el vecino, del triunfo del discurso de la otredad, de la normalización de todas esas barbaridades que nunca deberíamos haber normalizado. Nos envolvió una especie de bruma, contagiosa y paralizante, que sólo recientemente ha comenzado a disiparse. Y me pregunto: si entonces no veíamos la violencia más obvia, ¿seremos capaces de ver ahora esa otra invisible y silenciosa?

*Edurne Portela (Santurce, 1974) es historiadora, docente universitaria y escritora. ‘Formas de estar lejos’ y ‘Los ojos cerrados’ son sus novelas más recientes publicadas por Galaxia Gutenberg.

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí

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