Banderas de muerte

Verónica Barcina Téllez

Perdido en el horizonte, un trapo ondea al viento sobre miles de heridos y cientos de cadáveres que yacen o se arrastran por un suelo cenagoso de tierra y sangre, entre nubes de olor acre a pólvora y humo negro en un cielo rojo como el infierno. En el desolador paisaje destaca el andrajo, aún sujeto al extremo de un palo clavado en el suelo, entre gritos apagados y el silencio de los pájaros, con el color perdido por la sangre y el barro, con jirones mutilados de un pretérito blasón perforado por esquirlas de metralla extraviadas en el fragor de la batalla. Ese trapo fue bandera, una de tantas.

La sociedad compagina sin problema, se diría que casi con entusiasmo (o sin el casi), la celebración de eventos lúdicos con la ejecución de civiles en Gaza

Los paisajes después de las batallas hablan de dolor y de muerte, de devastación y ruinas, de inocencias sacrificadas en los altares del odio y la codicia, siempre en defensa de alguna bandera. Nunca faltan las jodidas banderas, ni quienes hacen de ellas símbolos sagrados para transformar la sociedad en jauría con instinto asesino y tendencia a la autodestrucción de la especie. La práctica bélica está documentada, a partir de la aparición de la escritura, en fuentes escritas que hablan de la existencia de élites militares al servicio de banderas clasistas dominantes en Sumeria, Egipto, India, China o las civilizaciones precolombinas.

¿Ha habido un sólo día, en los últimos 8.000 años, sin una batalla, sin un conflicto, sin un paisaje para el olvido? La respuesta amable sería “Lo dudo”, la que corroe conciencias es “¡No!”. Mejor no preguntar y asumir las guerras como la vejez, como las primaveras tras los inviernos, como se acepta la falacia del cielo y el infierno. El ser humano necesita paz, sacudirse la culpa de todas las guerras, sentir que no es capaz de tanta barbarie y evadirse de sí mismo para sobrevivir. En este sentido, la sociedad ha desarrollado un sistema de autoinmunidad tan simple como eficaz basado en la pirámide de Maslow.

Inmune, la sociedad compagina sin problema, se diría que casi con entusiasmo (o sin el casi), la celebración de eventos lúdicos con la ejecución de civiles en Gaza, todos los días, en nombre de la bandera sionista y de un dios monstruoso. La misma inmunidad hace que no se llame guerra a la secular matanza de mujeres a manos de un ejército de machos seguidores de la bandera patriarcal ondeada por ideologías de rancio extremismo y las pérfidas religiones que las justifican. Son las mismas ideologías criminales que agitan las banderas de la homofobia, el racismo y otras guerras perennes de baja intensidad.

La cultura de la muerte y la violencia impregna el aprendizaje humano de forma individual y colectiva en un proceso que llega a ser considerado “natural”. El refranero popular es fuente de enseñanza y sus moralejas son irrefutables en el imaginario colectivo de los pueblos. La pedagogía basada en la letra con sangre entra es más efectiva cuando va acompañada de himnos, salmos y el ondear cegador de una bandera; se suele argüir que muerte y violencia son ley de vida sin más remedio que su aceptación; el pez grande se come al chico propone la selección natural de las especies como piedra angular del neoliberalismo; y quien bien te quiere te hará llorar es un edulcorante social de la violencia.

La carga de los mamelucos, La rendición de Breda, La libertad guiando al pueblo y Guernica son paisajes bélicos diferentes en cuanto al momento dibujado. Goya puso la mirada en el realismo de la carnicería donde no hay manos para sujetar banderas, todas sosteniendo armas. Velázquez posó la mirada en armas en reposo y banderas salpicadas tras una batalla que se antoja incruenta. Delacroix dio total protagonismo a la bandera que ondea al frente de la barbarie sobre cadáveres recientes, con la ruina y la devastación de fondo. Picasso deja volar la imaginación de cada cual para interpretar la barbarie colectiva.

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 Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre.

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