Bombas de racimo
La guerra de Ucrania contra Rusia ha vuelto a despertarnos con una noticia horrenda; otra de esas revelaciones que, de manera ininterrumpida, corroboran que el ser humano sigue siendo la especie incorregiblemente perversa que siempre ha sido.
Estados Unidos, país especializado en desatar conflictos, va a proporcionar a Ucrania un buen surtido de bombas de racimo para que pueda masacrar más y mejor al enemigo: el ejército ruso y la población civil colindante. Con esta entrega infame, solicitada desde hace tiempo por Zelenski, se da un paso más en contra de cualquier conato de pacificación, pues estas municiones tienen una singular característica: cuando estallan, multiplican su efecto destructor liberando gran cantidad de pequeñas bombas capaces de perforar blindados, atravesar cuerpos humanos y producir incendios. Pero estas herramientas de horror, además, tienen sus tasas de fallo bien calculadas (entre un 5% y un 30%) no siendo extraño que algunas permanezcan enterradas sin explotar por los descampados donde caen, estallando años después cuando son descubiertas por los niños que juegan inocentemente en lo que antes fue un campo de batalla.
A veces avanzamos, sí. Pero, por lo general, solemos retroceder hasta las mismas puertas del infierno. Y vuelta a empezar
Durante un tiempo, el daño severo de estas bombas sacudió las conciencias de más de un centenar de países, que decidieron prohibirlas. Este gesto de buena voluntad tuvo lugar en Irlanda, allá por 2008, durante la Convención sobre municiones de Racimo. Por supuesto, hubo naciones que no firmaron este protocolo. Las habituales. EEUU, China, Rusia, India, Israel y Pakistán. Pero un extraño remordimiento contra este tipo de bomba inmisericorde se extendió por el mundo. Parece que la guerra debía tener unos límites, ciertos códigos de honor. La carrera armamentística resultaba incompatible con el valor soldadesco, con el viejo pundonor guerrero.
Pero las bombas de racimo, también conocidas como bombas de fragmentación, tuvieron su momento, sobre todo a partir de la II Guerra Mundial. Aunque no será hasta los años 70, 80 y 90 del siglo pasado cuando este tipo de municiones repulsivas se pongan de moda con desigual fortuna, pues además de causar muertos y heridos, otros países, entre ellos España, optaban por desmantelar sus reservas de bombas de racimo tras participar en otra convención, esta vez en Oslo. El hecho cierto es que no se podía soportar el número obsceno de detonaciones que multiplicaban el daño inicial de estas bombas. La depravación del invento causaba cierta conciencia crítica. Menos en esos países (como EEUU) que guardaron a buen recaudo sus artefactos de racimo y ahora se frotan las manos ofreciéndoselos a Zelenski, que no le hace ascos a este tipo de artilugios de combate.
Y así es como se escribe la historia. Lo que una vez sirvió de ejemplo internacional para ser un poco mejores, hoy se desprecia porque prevalecen, al fin y al cabo, las miserias cotidianas del hombre: la ambición desmedida, el odio implacable, el negocio de los sin escrúpulos. A veces avanzamos, sí. Pero por lo general, solemos retroceder hasta las mismas puertas del infierno. Y vuelta a empezar.
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Pedro Jiménez Hervás es socio de infoLibre