La extensión del sufragio universal: ciudadanía y participación democrática de la infancia y la adolescencia

Lourdes Gaitán Muñoz

Ciudadanía, democracia y participación son temas que superan el simple interés para significar una preocupación en las sociedades actuales, que se pone de manifiesto en las opiniones públicas y publicadas. Al hilo de esta preocupación se vienen produciendo libros y artículos académicos que abordan temas tales como: la democracia en peligro, el agotamiento del modelo democrático, los riesgos para la democracia según la conocemos, la incertidumbre sobre un futuro sin democracia, etc. No faltan las propuestas sobre las correcciones precisas para fortalecer la democracia, entendida como un proceso siempre en construcción que, con todos sus defectos, se considera el modo más apropiado para la ordenación de la vida en sociedad. 

No siempre conectado con estos debates, pero sí estrechamente vinculado con ellos, aparece de cuando en cuando el tema de la extensión del voto a las personas menores de la edad establecida, entendida como una vía dirigida a lograr dos objetivos principalmente: el fortalecimiento y la juvenilización del demos, por un lado y, por otro, la reparación de una injusticia que se comete con estas personas dejándolas excluidas del disfrute de un derecho humano universal y víctimas de una discriminación por motivo de edad. 

Que los niños ni tienen ni deberían tener derecho a votar es algo que, para la mayoría de las personas, resulta evidente. Sin embargo, debido a que el sufragio está caracterizado como el más emblemático de todos los derechos políticos de una democracia representativa, desde distintos sectores se llama a un debate serio sobre las razones que existen para excluir a los niños del sufragio y si estas razones resultan consistentes. Históricamente, se sabe que el derecho al sufragio ha estado vetado para ciertos grupos de personas. Algunas de las que fueron prohibiciones en el pasado se han ido superando, como en el caso de los hombres no propietarios, o de las mujeres en general y más recientemente en España, las personas con discapacidad. Sin embargo algunas restricciones permanecen, como las referidas personas extranjeras, las condenadas a ello por sentencia judicial firme… o los niños. De estos tres grupos, solo hay uno donde la justificación se basa en una animadversión irracional, como es la negación del sufragio a los niños, niñas y adolescentes. 

La cuestión sería acordar qué es lo que constituye la capacidad de votar, es decir, qué puede entenderse como la capacidad de experimentar los beneficios del derecho al voto y los daños de la privación de ese derecho

La razón de fondo que se esgrime para esa exclusión es la cuestión de la competencia: se piensa que los niños carecen de competencia política. Se añade a esto la presunción de que los niños no tienen las capacidades intelectuales necesarias para emitir juicios informados y maduros. La cuestión sería entonces acordar qué es lo que constituye la capacidad de votar, es decir, qué puede entenderse como la capacidad de experimentar los beneficios del derecho al voto y los daños de la privación de ese derecho. Son tres los criterios que se aplican a demostrar que las personas menores de 18 años deben ser excluidas del electorado: el criterio de racionalidad (que estaría desarrollada totalmente cuando las personas jóvenes se vuelven adultas); el conocimiento político-teórico y el conocimiento político pragmático. 

Frente a ello, el profesor Pablo Marshall argumenta lo siguiente: En relación a la racionalidad, no se ha demostrado todavía que los adultos, y en particular los que tienen entre 18 y 30 años, posean una capacidad racional mayor que la de los adolescentes. Con respecto al conocimiento político –teórico y pragmático- diversos estudios han demostrado que las y los adolescentes tienen un manejo equivalente al que los adultos han adquirido con el tiempo, mediante la propia práctica del sufragio, y especialmente semejante al de los electores de entre 19 y 20 años. Concluye el autor que la fijación de la edad electoral a los 18 años resulta arbitraria, ya que excluye a un grupo de individuos que sí tienen capacidad electoral según los criterios expuestos, al menos en lo que respecta a los mayores de 16 años. Según Marshall, si se excluye a los menores de 18 años por una carencia de capacidad electoral, se debe estar dispuesto a excluir por las mismas razones a aquellos que superan esa edad y que carecen de dicha capacidad, cualquiera sea el estándar que se use para evaluarla, por una razón de simetría. Hoy por hoy, para ser elector no hace falta saber leer, ni darse a entender por escrito, tampoco es necesario tener interés en política, ni haber efectuado estudios básicos, no se requiere ser inteligente, racional o informado. La única regla que cautela la concurrencia de la capacidad electoral es la edad, cosa que resulta injusta. 

La falta de representación directa de los niños, niñas y adolescentes en el nivel político tiene como repercusión inmediata que sus intereses genuinos son desconocidos para la población en general y carecen de interés prioritario en la toma de decisiones para la implantación de las políticas públicas. Un ejemplo palmario lo tenemos en España, donde nada menos que casi un tercio de la población infantil y adolescente del país se encuentra por debajo del umbral de pobreza desde hace muchísimos años. Hecho que no carece de repercusiones económicas para todo el conjunto de la población.

Desde el punto de vista de una deseable democracia inclusiva, la incorporación de las personas menores de edad se evaluaría según su potencial impacto en la participación política general. Si su inclusión proporcionara un input de legitimación basado en mayor participación electoral, podría estar justificada. Si, por el contrario, se observara que la participación general decrecería a consecuencia de su inclusión y en consecuencia también la legitimidad política del gobierno, no debería incluírselos entre los electores. Tomando en cuenta la composición actual de la pirámide demográfica de España, puede observarse que la franja de los 16 y los 17 años, representa un 2,2% de la población en general, y el 2,5% de quienes actualmente componen el censo electoral, por lo que la incorporación de este grupo más joven, entendida como primer paso para el reconocimiento del derecho al sufragio universal de todos los niños y niñas, tendría pocas posibilidades de causar perjuicio a la democracia española y sí muchas de aumentar su legitimidad. 

En su libro Así termina la democracia, el profesor de historia y ciencia política David Runciman afirma que el atractivo de la democracia moderna es doble: por un lado ofrece dignidad a las personas, que tienen la oportunidad de expresar sus opiniones y que estas se tomen en serio. En segundo lugar, produce beneficios a largo plazo, ofrece a ciudadanas y ciudadanos la esperanza de ser partícipes de las ventajas que aportan la estabilidad, la prosperidad y la paz. Conceder a las personas el derecho al voto es el mejor modo de hacerles saber que importan. Pero cuando casi todas las personas adultas podemos ya votar, nos dice este autor, es inevitable que busquemos nuevas vías para procurarnos un mayor respeto. En su opinión, para ampliar por la base el cuerpo democrático es necesario, en primer lugar, comprender la naturaleza de los problemas que enfrentan nuestras democracias, y de modo particular la división generacional, que se ha convertido en un factor cada vez más relevante ante el notable envejecimiento de las poblaciones, especialmente en los países más industrializados. En consecuencia su propuesta consiste en reducir la edad de votar a los seis años, extendiendo el derecho al voto a cualquier niño o niña que se halle escolarizado a tiempo completo. Esta medida sería comparable a las otras dos grandes extensiones del sufragio para incluir a los hombres trabajadores en el siglo XIX y las mujeres en el XX y podría “vigorizar nuestra democracia, mejorarla, variarla, dejarla un poco menos osificada, un poco menos predecible, un poco menos rancia”. 

Disponer de un derecho no conlleva la obligación de ejercerlo. El sufragio se entiende como un derecho personalísimo de aquellos considerados libres e iguales

A la vista de lo que hasta aquí se ha expuesto podría deducirse que faltan razones para excluir a los niños de esa manifestación emblemática de la democracia que es el sufragio universal. Aunque resulte obvio recordarlo, disponer de un derecho no conlleva la obligación de ejercerlo. El sufragio se entiende como un derecho personalísimo de aquellos considerados libres e iguales, y que harán uso del mismo cuándo y cómo juzguen ellos mismos conveniente.

Ciudadanía (cualidad y derecho de ciudadana o ciudadano), participación (acción y efecto de participar, de tomar parte en algo) y democracia (gobierno del demos, esto es, del pueblo) son tres conceptos estrechamente vinculados, de tal modo que puede decirse que cada uno de ellos necesita al otro para ser verdadero, para realizarse. La democracia necesita de la participación y la participación da vida a la ciudadanía. Si pensamos en los niños, niñas y adolescentes, el punto débil de esta ecuación se encuentra en su exclusión del demos cualificado para la participación política, lo que a su vez es uno de los componentes de ciudadanía. 

Una exclusión que no encuentra sentido si no es sobre un sentimiento se encuentra fuertemente arraigado en toda la ideología que como adultos mantenemos en nuestro imaginario colectivo respecto a la incompetencia de los niños. Se podría empezar, para ello, por el reconocimiento de las prácticas de ciudadanía política surgidas de la iniciativa de los propios niños y niñas, pero también, por qué no, de la competencia política que despliegan cuando se les llama a participar en foros, consejos o parlamentos de distinto tipo, y también de su comportamiento político a la hora de emitir su voto en aquellos países que ya han rebajado la edad del voto a los 16 años. 

La defensa del derecho al sufragio universal de niños, niñas y adolescentes no será el bálsamo que lo cura todo, pero sí una forma de reparar la injusticia que supone su exclusión radical del mismo, a la vez de una manera de caminar juntos hacia una sociedad democrática que, para sobrevivir, necesita renovarse y perfeccionarse continuamente. 

Rebajar la edad para votar a los 16 años no conseguirá por sí solo el reconocimiento de los todos niños, niñas y adolescentes como actores políticos, ni solucionará los problemas que afectan a las democracias, pero tampoco perjudicarán a unos ni a otras, y será un paso razonable para lo que debe ser un objetivo compartido, esto es, gozar de un sufragio verdaderamente “universal” y de una democracia inclusiva.

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Lourdes Gaitán Muñoz es socia de infoLibre.

Ciudadanía, democracia y participación son temas que superan el simple interés para significar una preocupación en las sociedades actuales, que se pone de manifiesto en las opiniones públicas y publicadas. Al hilo de esta preocupación se vienen produciendo libros y artículos académicos que abordan temas tales como: la democracia en peligro, el agotamiento del modelo democrático, los riesgos para la democracia según la conocemos, la incertidumbre sobre un futuro sin democracia, etc. No faltan las propuestas sobre las correcciones precisas para fortalecer la democracia, entendida como un proceso siempre en construcción que, con todos sus defectos, se considera el modo más apropiado para la ordenación de la vida en sociedad. 

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