La guerra que nunca debimos perder... y que seguimos perdiendo

Pedro Canero

Desde muy pequeño, a nuestro aprendiz de escritor le horrorizaba y le fascinaba a partes iguales la visita al cementerio del pueblo de su familia. La razón no era otra que una tumba de grandes dimensiones situada a la entrada, en la que figuraban 31 nombres acompañados de su edad. Ninguna fecha ni dato alguno hacía referencia a las circunstancias de la muerte. Tal acumulación de muerte le aterraba. Pero lo que de verdad le helaba la sangre era la visión del primer nombre de la lista, ¡exactamente el mismo que el suyo! En su mente infantil era como si se adelantara su propia muerte y él fuera testigo. La explicación de tal coincidencia no dejó de sorprenderle años más tarde. Se trataba de su bisabuelo paterno, fusilado junto con 30 personas al inicio del golpe de Estado y sublevación de 1936, por el simple hecho de haber acompañado y llevado con su mulo el trípode topográfico al ingeniero, enviado por las autoridades republicanas para realizar las medidas oportunas destinadas a devolver al municipio las tierras comunales que los caciques del pueblo se habían apropiado.

En realidad, como ya ha sido probado por innumerables estudios históricos, se trataba de sembrar el terror en las zonas ocupadas dentro de una estrategia sistemática de tierra quemada de la que la población civil fue la principal víctima. El autor de estas líneas estaba más que harto de ese revisionismo imperante en la mayoría de medios de comunicación, que equiparaba el horror en las acciones de los dos bandos de esta guerra. ¡No, no y no! Los asesinatos del bando republicano fueron llevados a cabo, mayormente y de manera temporal, por elementos incontrolados y sin la participación de las legítimas autoridades republicanas; mientras que los del bando sublevado fueron planificados por los propios dirigentes en el marco de una estrategia premeditada. Prueba de ello son los numerosos asesinatos-fusilamientos que tuvieron lugar en la posguerra: un dato escalofriante es que la tasa de mortalidad no bajó en España hasta cuatro años después del final de la guerra. Recientemente, un exministro franquista todavía afirmaba con vehemencia en un congreso del partido conservador, y en presencia de su secretario general, que la sublevación no había sido un golpe de Estado, que fue en legítima defensa.

Nada más lejos de la realidad: algunos historiadores afirman que los golpistas usaron las mismas tácticas y las mismas artes que las utilizadas por los ejércitos invasores en las guerras coloniales, en las que se toma como rehén a la población civil que apoya a la resistencia a esa invasión: bombardeos criminales de las principales ciudades, fusilamientos, confiscación de bienes…  “A decir de algunos informantes, los rebeldes intentaron que todas y cada una de las familias del pueblo sufrieran al menos la muerte de uno de los suyos” reza el texto dedicado a la fosa común que nos ocupa en la página web que el gobierno regional ha dedicado a las fosas de la Guerra Civil. Todas y cada una de las familias exceptuando las de los “adeptos al Movimiento”, evidentemente.

Pero lo que más sorprendió a nuestro protagonista fue lo que le contaron años después: en un primer momento, los 31 asesinados fueron enterrados en una fosa común en el mismo lugar en el que fueron fusilados, a unos kilómetros del pueblo. Fue en septiembre de 1939, recién acabada la guerra, cuando al enterarse de dónde estaba situada la fosa común, los familiares desenterraron con sus propias manos a sus hijos, esposos y padres y los trasladaron en cajas de pino y en carros al cementerio del pueblo. Cuentan que ese día, los vecinos del pueblo salieron a recibirlos y las campanas de la iglesia tocaban a muerto, no por voluntad del cura, sino por las amenazas de familiares y vecinos. Siempre le sorprendió el arrojo de estos familiares entre los que se encontraban sus abuelos paternos. ¿Cómo fue posible llevar a cabo semejante acción recién acabada la guerra y cuando todavía se seguía fusilando a la población civil? Parece ser que una persona influyente y de orden tuvo algo que ver y permitió que este hecho tan singular se produjera: todavía hoy, cuando nuestro aprendiz escribe estas líneas, unas 100.000 personas asesinadas están enterradas en fosas comunes en campos, cunetas y montes.

Algunas de ellas ya no se podrán recuperar pues yacen bajo carreteras, puentes, edificios… Esto ocurre por voluntad y cobardía de la clase política en general, pero también por el empeño y la oposición de los vencedores a través de sus representantes políticos, la mayoría católicos declarados, a que los familiares de los vencidos den digna sepultura a sus familiares. ¿Qué puede explicar tanta crueldad? Ellos aducen que se remueve un pasado ya superado y se abren viejas heridas ya cerradas. ¿No será más bien que lo que se remueven son sus conciencias y que lo que intentan es ocultar un pasado que hoy sería tachado de genocidio y crímenes de lesa humanidad? La verdadera motivación es mucho menos benévola: las clases dirigentes del país, bajo la influencia de la iglesia, se acostumbraron a considerar delito toda discrepancia a lo largo de la historia. A este respecto, el anteriormente citado secretario general del partido de derechas hizo unas declaraciones sobre la guerra civil y las fosas comunes, refiriéndose a ello con estas palabras: “¡Si es que en pleno siglo XXI no puede estar de moda ser de izquierdas, pero si son unos carcas! Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién, con la memoria histórica”. Precisamente, la situación actual del país es, aunque parezca muy lejana, la continuación de la guerra del abuelo, de 40 años de dictadura y de la fallida transición en la que el aparato burocrático del Estado quedó visiblemente inalterado: los vencedores han logrado perpetuar e infiltrar su discurso, no sólo en todas las estructuras del Estado, sino también en las mentalidades: el franquismo sociológico campa, todavía hoy, a sus anchas y el déficit democrático es patente.

El mito de una guerra fratricida en la que se enfrentaron hermanos contra hermanos y el mito de las dos Españas siguen arraigados en el imaginario popular

La Guerra Civil española fue una guerra de clases que, todavía hoy, siguen perdiendo los mismos: producto de todo ello, España es uno de los países con más desigualdades de la Unión Europea: cerca del 30 por ciento de la población española vive hoy bajo el umbral de la pobreza o en riesgo de caer en ella, parte de esta población tiene un empleo con uno de los salarios mínimos más bajos de Europa; nuestro sistema fiscal es de los más regresivos de Europa y las clases dirigentes son las que menos contribuyen a la Hacienda pública; nuestras grandes empresas y bancos obtienen mayores beneficios que sus homólogos europeos a costa de los ciudadanos: tenemos la gasolina más cara de Europa antes de impuestos (las empresas petrolíferas españolas ganan más dinero que las europeas). Ocurre algo similar con la electricidad, las tarifas telefónicas, las tasas de interés y las comisiones que aplican nuestros bancos. Así mismo, todo el espectro político está muy escorado a la derecha: partidos, iniciativas y programas políticos que en Europa son socialdemócratas, son tachados en nuestro país, sin ningún rubor, de comunistas. Antes del trumpismo, nuestra derecha ya era la más retrógrada de todas las derechas europeas. Nuestro poder judicial tampoco es ajeno a este fenómeno.

Eso sí,  el mito de una guerra fratricida en la que se enfrentaron hermanos contra hermanos y el mito de las dos Españas siguen arraigados en el imaginario popular: pareciera que uno pertenece a una u otra España como si fuera lo mismo que ser del Barça o del Madrid, como si no implicara que una España era, y es, dueña de prácticamente toda la riqueza del país y la otra sufriera la pobreza y la privación (el hambre endémica de las clases populares ha sido una constante en muchos períodos de nuestra historia). Pertenecer a una u otra España significa para mucha gente no llegar a fin de mes a pesar de tener un empleo; ser desahuciado por no poder pagar la hipoteca o el alquiler por bancos rescatados con el dinero público; acudir a bancos, esta vez de alimentos, para poder cubrir sus necesidades; no poder calentarse en invierno y refrescarse en verano a causa de la pobreza energética; soportar listas de espera en un sistema público de salud cada vez más deteriorado; no tener muchas posibilidades de ascender socialmente a través de un sistema educativo público maltrecho porque se utilizan los fondos para subvencionar una enseñanza concertada católica que segrega (la ONU ha realizado varios informes en los que denuncia esta segregación en dos sistemas de enseñanza); no poder facilitar a sus hijos actividades de ocio… 

Un ejemplo muy gráfico. La fiesta nacional del 12 de octubre, a día de hoy, sigue consistiendo en el ensalzamiento de los símbolos de una parte minoritaria de España, aquélla que ganó la guerra: la presencia estelar de la Corona, una Jefatura del Estado cuyo origen es la designación por el dictador Francisco Franco; una bandera también impuesta por él, un ejército en el que una parte no despreciable de sus miembros no condenan la dictadura y una parte minoritaria de la sociedad civil, el público, que no para de insultar exclusivamente a los sucesivos Presidentes del Gobierno de “izquierdas”, estos sí elegidos democráticamente en las urnas. Mientras tanto, año tras año, la mayoría del pueblo español asiste silencioso, ajeno, como si no fuera nuestro país e insultado a través de sus representantes, a un agresivo espectáculo reivindicativo de una idea de país por parte de una pequeña parte de él que se cree su totalidad, si no dueño y señor de éste.

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Pedro Canero es socio de infoLibre.

Desde muy pequeño, a nuestro aprendiz de escritor le horrorizaba y le fascinaba a partes iguales la visita al cementerio del pueblo de su familia. La razón no era otra que una tumba de grandes dimensiones situada a la entrada, en la que figuraban 31 nombres acompañados de su edad. Ninguna fecha ni dato alguno hacía referencia a las circunstancias de la muerte. Tal acumulación de muerte le aterraba. Pero lo que de verdad le helaba la sangre era la visión del primer nombre de la lista, ¡exactamente el mismo que el suyo! En su mente infantil era como si se adelantara su propia muerte y él fuera testigo. La explicación de tal coincidencia no dejó de sorprenderle años más tarde. Se trataba de su bisabuelo paterno, fusilado junto con 30 personas al inicio del golpe de Estado y sublevación de 1936, por el simple hecho de haber acompañado y llevado con su mulo el trípode topográfico al ingeniero, enviado por las autoridades republicanas para realizar las medidas oportunas destinadas a devolver al municipio las tierras comunales que los caciques del pueblo se habían apropiado.

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