El lugar de la memoria, evocar a Hannah Arendt

Mary Roscales

Nos dejó escritos hermosos y excelentes ensayos sobre autores tan imprescindibles como Gotthold Ephraim Lessing, Franz Kafka, Isak Dinesen, Herman Broch y Bertolt Brech, pero pocos, ni tan siquiera su primer marido Günter Anders, sabían que Hannah Arendt escribía poemas. Esta actividad inconfesada constituía desde su época adolescente la zona más íntima de la vida de esta célebre e importante pensadora del pasado siglo. Para Arendt el sentimiento es una de las formas del entendimiento y aun del pensamiento, de ahí que su dedicación a la poesía fuese un excelente pretexto para acceder al conocimiento de sí misma a través de la materialización de los secretos de su ser en la escritura poética. A partir de la síntesis de las realidades exterior e interior –de la experiencia personal–, Arendt produjo una escritura en la que se invoca al color de las palabras con el propósito de acceder a la luz desde el inquietante fondo de los “tiempos de oscuridad”. De este modo, el hecho poético crea una nueva realidad estética, intelectual, moral y experiencial en la que se explícita una particular dimensión humana del desconcierto y del extrañamiento acerca del propio ser: “Contemplo mi mano, / extrañamente cercana y mía / y, empero, distinta. / ¿Es más de lo que soy, / Posee acaso un sentido más alto?” 

Hannah Arendt ya avisó del peligro que podía representar en Israel un Estado nacionalista étnico, en lugar de la democracia deliberativa y la pluralidad política

Hannah Arendt comenzó a escribir poesía antes de haber cumplido los 17 años. Un tema reiterado en sus versos es la presencia del pasado en el presente, mediante una forma de memoria que aparece envuelta entre diversos gestos de melancolía, algunas brumas de la imaginería romántica y una cierta angustia Kierkegardiana: “Cae la noche. / Un suave lamento / suena en los campos de los pájaros / reunidos por mí. (…) Todo declina / en la oscuridad que domina. / nada me vence: / éste debe ser el camino de la vida.” Caracterizados por la abstracción y la ambigüedad, muchos de sus poemas nacen de un estado de ánimo en que el consuelo apenas es posible. Y esto sucede incluso en aquellos versos en los que el amor constituye la temática principal del poema, al ser percibido el hecho amoroso como una dimensión más del sentido trágico de la vida y por ello del dolor causado por el sufrimiento y la sensación de pérdida, tan profundamente arraigados en la condición de la existencia humana, tal y como se puede comprobar en el poema “A modo de una canción popular”: “Cuando volvamos a vernos / florecerán las blancas lilas. / Te envolveré en las almohadas / y no desearás más. (…) Cuando caigan las hojas / habremos partido. / ¿Qué significa vagar? / Debemos soportarlo.” Era aquél un tiempo de primeros amores inconfesados, de “días flotantes”, presentes en el último poema de la serie escrita en el invierno de 1924-1925: “Oh, conocéis la risa con que entregué, / sabéis lo mucho que oculté  silenciosamente / para yacer en los prados y perteneceros”.

Hannah Arendt se refiere, una y otra vez, al tiempo, que habla en sus poesías en forma de “tiempo detenido” y de futuro incierto. Un tiempo, éste, muchas veces celeste y flotante sobre la mundanidad, al que Hannah tiende la mano y que le sirve para interrogar, e interrogarse, sobre las sustanciales dimensiones del pasado y del futuro. La poética de Arendt está plagada de imágenes espacio-temporales al servicio de la expresión de sus sentimientos de vaciedad y de la lucha por alcanzar las verdades de la vida, incluidas las más crudas verdades de la “vida activa”, de las que se halla tan repleta la intensa experiencia existencial de Hannah Arendt. Escribía, como despedida a su amigo muerto Walter Benjamin: “Algún día volverá de nuevo la oscuridad, / La noche descenderá de las estrellas. / Reposarán nuestros brazos extendidos! En las cercanías, en las distancias. (…) Voces distantes, tristezas cercanas, / Esas son las voces y estos son los muertos! Que hemos enviado como mensajeros, / para conducirnos al sueño”. “Esas son las voces y estos son los muertos”, de entonces y de ahora: de Siria, de Afganistán, de Yemen, de Níger, de Somalia, de Etiopía, del Sahara, de Ucrania, de Gaza, donde se está produciendo un exterminio, que ya se puede decir que es un genocidio. 

Hannah Arendt ya avisó del peligro que podía representar en Israel un Estado nacionalista étnico, en lugar de la democracia deliberativa y la pluralidad política. La democracia a la que aspiraba Arendt es únicamente, en palabras de Bergamín, utilizadas también por Camus, para  “solitarios solidarios” o no es democracia. Después de la organización mundial sionista en Atlantic City, en 1944, que establecía una comunidad judía, que abarcaba la totalidad de Palestina, Arendt se apartó del movimiento sionista y manifestó sus ideas al respecto: “La idea de la cooperación judeo-árabe aunque nunca se ha hecho realidad en escala alguna y hoy parece estar más lejos que nunca, no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que sin ella, toda aventura judía está condenada. (…) La solución de la cuestión judía produjo simplemente una nueva categoría de refugiados, los árabes”.

Arendt, la alemana de ascendencia judía que era conocedora del efecto destructor de la barbarie de los regímenes totalitarios del siglo XX, y de sus infernales “fábricas de la muerte”,  en su poema nos muestra las miradas y los muertos de entonces y de ahora. Profundas “poéticas del silencio”, verdaderas “metáforas morales” en las que se encarnan a sangre y fuego las voces y las cenizas de quienes ya nunca más podrán tener voz. Las voces y las miradas vacías de vida con las que una multitud de víctimas inocentes de la “banalidad del mal”, de la barbarie de todos los tiempos, interrogan –quizá inútilmente– a la conciencia ennegrecida de los “idiotas morales”, auténticos activistas de la mentira, confortablemente instalados en las puertas de la intransigencia, en la negación sistemática de las libertades fundamentales y en la depuración étnica (de trágica actualidad). También a nuestra propia “indiferencia acomodaticia”. Y lo hacen desde las profundidades de una moral e infame historia del horror que no cesa.

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Mary Roscales es socia de infoLibre.

Nos dejó escritos hermosos y excelentes ensayos sobre autores tan imprescindibles como Gotthold Ephraim Lessing, Franz Kafka, Isak Dinesen, Herman Broch y Bertolt Brech, pero pocos, ni tan siquiera su primer marido Günter Anders, sabían que Hannah Arendt escribía poemas. Esta actividad inconfesada constituía desde su época adolescente la zona más íntima de la vida de esta célebre e importante pensadora del pasado siglo. Para Arendt el sentimiento es una de las formas del entendimiento y aun del pensamiento, de ahí que su dedicación a la poesía fuese un excelente pretexto para acceder al conocimiento de sí misma a través de la materialización de los secretos de su ser en la escritura poética. A partir de la síntesis de las realidades exterior e interior –de la experiencia personal–, Arendt produjo una escritura en la que se invoca al color de las palabras con el propósito de acceder a la luz desde el inquietante fondo de los “tiempos de oscuridad”. De este modo, el hecho poético crea una nueva realidad estética, intelectual, moral y experiencial en la que se explícita una particular dimensión humana del desconcierto y del extrañamiento acerca del propio ser: “Contemplo mi mano, / extrañamente cercana y mía / y, empero, distinta. / ¿Es más de lo que soy, / Posee acaso un sentido más alto?” 

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