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Mayte Mejía

−¿Y adónde iremos ahora, mami?−, pregunta una niña somalí sentada en el suelo, con cara de susto y cuerpo de hambre, mientras que la mujer, en una lata prácticamente oxidada, cocina ugali −gachas− con agua y harina de maíz que consiguió la noche anterior a cambio de sexo. La pequeña sostiene sobre sus rodillas, marcadas por las costras que un día estuvieron, lo que queda de la muñeca mutilada que encontró junto a una valla. Su único juguete. Sabe bien que muy pronto la madre decidirá qué hacer: si regresar a su aldea, a su choza de paja, con los peligros, humillaciones y salvajismo que conlleva volver a la nada, o permanecer fuerte en el centro de refugiados de Kakuma −en suajili significa "ninguna parte"−, desoyendo las voces que dicen que van a cerrarlo, al igual que el de Dadaab. Un poco más allá de donde se encontraban ellas, ajenos a la pregunta de la cría que por respuesta solo tuvo el silencio, un grupo de chavales, con una pelota de trapo y barro, que cuidan como un preciado tesoro, juegan al fútbol. A miles de kilómetros, mucha gente, de diversas nacionalidades y desde diferentes países, trabajan para que lo más básico llegue a estos asentamientos, y no se quede en la ruta del estraperlo.

Hace algunas semanas, la imagen impactante de un niño calmando su sed en una charca sucia, circuló por internet a la velocidad del rayo, poniendo de manifiesto que la pobreza extrema sitúa la dignidad en un punto negro, desobedeciendo la razón que nos diría que beber de esa poza, infectada de bacterias, es lo menos aconsejable para la salud. Pero solo quienes han pasado hambre, y se han visto en situaciones semejantes, pueden entender la desesperación que empuja a la criatura a pegar sus labios sobre ese líquido contaminado. Por eso es tan importante que toda la comunidad internacional, bajo el amparo de Naciones Unidas, nos pongamos manos al asunto, para conseguir que no se cierren fronteras, sino que se abran ventanas, oportunidades, empleos, viviendas, garantías sanitarias, escolarización y herramientas de protección a mujeres que seguramente hayan sido violadas y maltratadas.

De sobra sabemos que la llegada masiva de personas venidas de zonas en conflicto bélico ha endurecido los mecanismos de acogida. Dicho con otras palabras: un refugiado de ahora, mañana es un presunto deportado. Por tanto, si finalmente echan la llave a estos terrenos, dejarán al borde del precipicio a cuantos han intentado ahí construirse un presente. Quizá habría que considerar también que las generaciones nacidas dentro, que no han conocido otra vida más que la que discurre en el interior de los campos, tengas dificultades para sobrevivir fuera de esas murallas, al no estar preparados para la competición violenta por conseguir un tejado hecho de ramas secas y un mendrugo de pan. Para nosotros hacer una maleta significa guardar en ella lo que nos proporcionará confort allá donde vayamos. Para ellos, acompañados por la tristeza, no es más que enfundar la derrota en las alforjas de la imaginación, ponerse en el camino y dejar que la brújula de la luna, compañera que nunca les abandona, oriente sus pasos. No sé qué les deparará el futuro a estas personas, pero puedo imaginar, sin grandes esfuerzos, que será una potente tormenta acompañada del aparato eléctrico de la incertidumbre…

Mayte Mejía es socia de infoLibre

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