Espectáculo gratuito y gravoso
“En España no tenemos a James Bond; tenemos a Mortadelo y Filemón”. Jaime Rubio.
“Se convierte en sospechoso quien no tiene interés en que se aclare algo de lo que se le reprocha”. Iñaki Gabilondo.
Panza arriba y dentro del ambiente de navajeo diario a que se nos ha ido acostumbrado, en ese nuevo aire de desahogo retrechero y cañí, que tan cercano debe resultar a muchos paisanos.
Con la más baja calaña espantando moscas que ya acuden a las heridas abiertas, por cierto, a poner sus huevos que pronto pulularán por el cuerpo a corromper.
Tan lamentable como atractivo, el espectáculo bochornoso de quienes se han desenfundado de sus “buenas maneras”, porque tras su naturaleza inevitable, se han saltado a la yugular del otro o de la otra, porque ya no se aguantaban y no querían ceder en nombre del partido, en nombre de la ciudadanía, en nombre de sus propias e íntimas ambiciones.
Con el más puro estilo, de manual, ya no mafioso sino pepero y de a mucha honra, deshonrada por otra parte, y a merced de mucha ira descontrolada, porque, al cabo, de lo que se trataba era “de la pasta” y, ya puestos”, del poder que da acceso a la pasta.
Aunque resulte que “los contendientes”, esos “amigos de toda la vida”, “compañeros de partido y tal y tal”, “jóvenes venturosos” y que ahora son quienes se han atrincherado para acabarse aniquilando entre ellos.
Tal vez, a la espera de que a alguien se le ocurra acudir al polígrafo y hacer deluxe que dirima la verdad infecta de lo que siempre fue innegable, puestos frente a sus estrictas vergüenzas con cara de hormigón armado. Por eso mismo, porque lo llevan “en su naturaleza”, porque es su razón de ser y de existir, por mucho que se engalanen de patriotas irreductibles, de “hombre de Estado” el uno, de “mater dolorosa” la otra.
Conocí de cerca algunas de las facetas del tardofranquismo, cuando tuve que ir a cumplir con “su patria”, en aquel servicio militar obligatorio de la época. Y aunque solo se trate de muestras y de botones ahí van algunos recuerdos de mi paso por aquel tiempo que pasé muy cerca del poder, en este caso, militaroide, engalanado de charreteras, galletas doradas y empavonamiento abyecto y fatuo.
Mi “comandante” en jefe del destino al que yo, marinero de primera amanuense, servía, observaba un régimen y una dieta dictada por “su señora”, la capitana de navío de malas pulgas y mando en plaza, de manera que le tenía al bragado comandantón a base de verdura hervida y poco más, y así recuerdo, que cuando se le presentaba al hombrón uniformado, el rancho diario que se impartiría a la marinería, el pobre hambrón se lanzaba a devorar aquella comida grasosa, calórica y nada recomendable para su dieta, engullendo sin modales finos.
Y lo hacía de pie, a la carrera, a buche lleno, sin tregua, casi como a escondidas, como un tragaldabas de escaso fuste. Poco edificante el espectáculo en cualquier caso.
Mientras aleteaba en la atmósfera cuartelera la presencia etérea de la señora del ”comandante en jefe”, la misma que pesaba “huevo a huevo”, de los que exigía para su casa, a cuenta del erario público, para desechar el que no superara los 75 gramos la unidad.
Y asimismo recuerdo a “la señora”, también, la que montó en una jornada de “fiesta” colegial.
Yo estaba destinado en el Colegio de huérfanos de la Armada, de la calle Arturo Soria en Madrid, en el que cursaban estudios “53 huérfanos” junto a más de mil colegiales, hijos de oficiales y jefes en activo.
Y es que resultó que la dama “comandanta” había acudido a la tómbola puesta para sacar fondos y proporcionar alegría a la concurrencia “flamante” y no había logrado ningún premio relevante. Rápidamente se arregló el desastre amañando un nuevo intento, animando a que la señora volviese a intentar fortuna para lograr “los premios más gordos” de las estanterías tomboleras. La trifulca que armó la señora a “sus jefes”, compañeros de su marido, fue épica, descarada y exigente sin mesura.
Recuerdo, por otra parte, la vez que, iluso de mí, me atreví a señalar a mi jefe más inmediato, un brigada malencarado, rijoso y franquista a ultranza, que en “las cuentas generales” no concordaban los ingresos reales con los gastos contantes y efectivos, provocando la reacción airada del “suboficial” al cargo que me espetó, muy contundente: “Escucha muchacho, para que yo pueda robar, el capitán habilitado ha de poder hacerlo el doble que yo, y así tirando hacia arriba, hasta el mismo comandante en jefe, así que entérate panoli de qué va la historia y chitón que no quiero volver a escuchar otra tontería parecida”.
Probablemente serían otros tiempos, aunque seguramente de aquellos lodos andamos todos enfangados en los actuales miasmas, ponzoñosas y putrefactas.
Por mucho que salgan los líderes de la derecha contrariada a darse de palos, aunque sus piernas anden enterradas hasta las rodillas en el barrizal hediondo de la corrupción con la que conviven y han convivido sin mayores incomodidades. ¡Añorado Goya!
Y aunque no les llegue, ni de lejos, la indignación que producen, al cabo, porque confían en los “estómagos agradecidos” que correrán a ponerse a resguardo de la lluvia de migajas que podrán caer sobre la vergüenza perdida de miles, de millones…
Salvo que todo se trate de un ridículo y grande chiste, vía performance extraordinariamente escenificada, a nombre de padres y madres de la patria tomándose en serio su propio teatrillo, a costa de la lucha a muerte política de los unos contra los otros, en directo, entreteniendo el tiempo diletante de la política degradada hasta la náusea.
Casquería pues al estilo al que nos tienen acostumbrados, con una parafernalia que consigue mantener la fidelidad de quienes sueñan con ser como ellos, desde las corruptelas de andar por casa, puro estilo familiar, de banda de barrio, de mafia engolada y blanqueada, hasta el logro inexcusable de ostentar el poder aunque se necesite ensuciar cuanto se toque, a fuego limpie entre quienes ocupan las mismas trincheras, obviando su interés prioritario que es el de enriquecerse a toda costa y por los medios que sean, habiendo lograr ser la envidia de millones que o les temen o les admiran.
Antonio García Gómez es socio de infoLibre