Cine y gastronomía: un binomio delicioso en la recta final de Cannes

Benoit Magimel, Juliette Binoche, el director Tran Anh Hung y Pierre Gagnaire asisten a la sesión fotográfica de 'La Passion de Dodin bouffant (The Pot-Au-Feu)' durante el 76º Festival de Cine de Cannes, en Cannes, Francia, el 25 de mayo de 2023.

La sección oficial está que arde. Y sus fogones cocinan guisos que exhalan aromas de verderón y albahaca, rodaballo, mantequilla y setas, salsa bourguignonne y, por supuesto, el famoso pot au feu del “Napoleón de la cocina”, protagonista de nuestra película destacada de hoy. La passion de Dodin Bouffant de Ahn Hung Tran, es la primera del realizador vietnamita desde Eternité en 2016. Tras una serie de películas cercanas al cine comercial, Tran vuelve a su estilo contemplativo, una reflexión sobre tiempos y espacios, olores, sabores y colores. Y por supuesto Cannes le acoge con los brazos abiertos.

La anécdota es simple, casi inexistente, habla del amor de dos personas que son devotos del arte de la cocina. Y su amor es compartido por la cámara de Tran, que nos seduce con festines visuales. Por poco sensible que sea a la fantasía culinaria, saldrá usted con ganas de probar todo. Tran insiste en que toda la comida que vemos es, a diferencia de lo que suele suceder en el cine, real, y el director contó con el asesoramiento en el proceder de Pierre Gagnaire, y de Michel Nave, dos chefs con tres estrellas Michelin. La comida es ciertamente el centro de todo: a lo largo del film apenas se habla de otra cosa, y como se resume en los últimos instantes, apenas se siente otra cosa.

La película sucede casi íntegramente en la mansión de Dodin Bouffant (Benoît Maginel), un famoso cocinero, a mediados del siglo XIX. Dodin vive con quien fue su asistente durante veinte años, Eugenie (Juliette Binoche), que prepara comidas para un grupo de selectos gourmets que les visitan. Ocasionalmente comparten lecho, pero sobre todo comparten su pasión. Suceden pequeñas cosas que tienen poco impacto en la historia: él quiere casarse, ella prefiere no hacerlo, aunque poco después accede. Y la última sección es descorazonadora, pero sólo porque durante dos horas se nos ha invitado a contemplar lo sublime y ahora por cosas del tiempo habrá que aceptar el cambio. Se cierra un ciclo, pero el amor permanece.

La primera media hora nos muestra la preparación de un banquete, con cada ingrediente, cada proceso observado con tal detalle que resulta enternecedor. Más allá de esta ternura, no hay conflicto, arco o problema que resolver. Es cine lírico, arrebatado incluso. La comida, el gusto exquisito por el buen comer y el buen beber (“El vino es la parte intelectual de una comida, la carne y el pescado son la parte material”, dice Dodin) acaban por resultar un símbolo de las cosas perdurables que en un mundo que va demasiado rápido tendemos a olvidar. La película establece un interesante diálogo con la sátira sobre “nutrición consciente” de Club Zero, de la que les hablaba un par de días. En aquella, se trataba de evitar los placeres del gusto, aquí, de entregarse a ellos sin reservas.

La passion de Dodin Bouffant hace una de las cosas que el cine sabe hacer mejor que otras artes: seducirnos con la mirada. Pero el cine también hace otras cosas de manera más completa o vívida que otras artes. Por ejemplo, trasladarnos a otras culturas. Cada año presenta cierto número de películas que tienen en común ser ventanas abiertas a otros lugares, otras gentes, otras experiencias de la vida. Es un cine que nos ayuda a entender, y quizá a empatizar con el otro. En esta edición me gustaría recomendarles tres, muy distintas, que nos traen fragmentos de vida de Senegal, de la República del Congo y el Cerrado brasileño.

Senegal participa por primera vez en la sección oficial a concurso con Banel & Adama (Ramata-Toulaye Sy). Es una historia sobre dos adolescentes que viven en una aldea del desierto senegalés. Se aman, pero la familia ve con recelo su relación. Especialmente porque Banel, la joven, no quiere quedar embarazada y pretende trasladarse a unas viejas cabañas, quizá habitadas por fantasmas, y abandonar la tribu. A Adama le corresponde por linaje ser el jefe de la tribu, y su negativa a acceder a la posición preocupa a los más viejos. En todo esto, la naturaleza empieza a presentar su rostro más hostil. ¿Es verdad que han enfadado a los dioses o se trata de un reflejo del miedo que produce a los jóvenes su transgresión? Es una película que en su sencillez sabe comunicarnos otras vidas, otros lugares, y nos hace entender que hay otros mundos.

También es la primera vez para la República del Congo, que presenta Augure, en Un certain regard, una película con elementos de género que en realidad va sobre las diferencias culturales. Un joven de familia congoleña afincado en Bruselas decide regresar a su país brevemente para presentar a su prometida, de la que ya espera gemelos, y pagar a su familia la dote tradicional. Su madre y el resto de su familia le recibe con hostilidad, y su padre parece haber desaparecido. Pronto es sometido a un ritual purificador y prácticamente expulsado de casa. Hay otras historias que transcurren en paralelo: la de su hermana, una mujer moderna igualmente en conflicto con su familia y Paco un joven pandillero, traficante de drogas. Habitan en un mundo de silencios y violencia desbordada, en el que conviven brujería, violencia urbana y modernidad: en un momento dado la hermana del protagonista asegura que por muy mal que esté en su país jamás iría a Europa porque “hace más de una década que no pasa nada”.

Desde los inicios del cine, se ha aprovechado su potencial para plasmar culturas tribales, que empiezan a desaparecer. Algo de este potencial se atisba en los momentos finales de Los colonos. Podemos mencionar In the Land of the Headhunters, de Edward S. Curtis o Moana, de Robert Flaherty como ejemplos tempranos. En esta edición del festival, también en Un certain regard se presentaba Crowrã/ La flor de Buriti (Renée Nader Messora y João Salaviza), una película brasileña explícitamente política que nos transporta a la vida en tribus amazónicas del Cerrado, amenazadas por las políticas que pretenden rentabilizar la Amazonia explotando sus recursos sin respetar formas de vida ancestrales. Gran parte del metraje nos familiariza con modos de vida, y está poblado de fantasmas y del dolor de la historia. Se nos habla de una masacre en los años cuarenta que condujo a un decreto de protección que ahora está siendo desmantelado. La vida de los nativos resulta cada vez más precaria. La película finaliza con una manifestación contra las medidas implantadas por el gobierno que acabarían con la protección de que gozaba la Amazonia.

Durante la presentación en la sala Debussy, el director expresó su deseo de que acabara la pesadilla de Bolsonaro. El protagonista, el jefe tribal Francisco Hyjno Kraho articuló unas palabras conmovedoras que son, creo, la clave de la película: “esto se rodó y ahora van a ver ustedes esta película”. Y es importante que así sea.

Y volvemos a la Sección Oficial. Al principio de Il Sol de’ll avenire/ El sol del porvenir, de Nanni Moretti, hay un chiste que duele. Un director prepara una película sobre la ruptura del Partido Comunista Italiano con el Partido Comunista ruso debido a la invasión de Budapest. Uno de los jóvenes asistentes exclama: “Pero ¿había comunistas en Italia? Yo creía que era un insulto: ‘¡Eres un comunista’!”. Y duele porque, sí, existe ya una generación que del comunismo sólo sabe que es un término que se utiliza para descalificar y que quizá tiene algo que ver con Rusia. Exprimiendo el momento, el director (interpretado por el propio Moretti) indica que en 1956 había en Italia dos millones de afiliados al Partido Comunista y su interlocutor dice, “Pero venían de Rusia, ¿no?”.

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El protagonista quiere hacer su commedia all’italiana inspirada en el pasado porque no le gusta el mundo en el que vive, y en esta película dispara sin demasiada ira contra el estado de las cosas. Otros dardos se dirigen contra Netflix, que en cierto momento está considerando poner dinero para que el protagonista acabe su película y con sus exigencias de manual (los actos, giros de guion, el momento “what the fuck”), Moretti sugiere, contribuyen a homogeneizar las narrativas y hacer un arte inane. Y contra los actores que improvisan, y contra los jóvenes directores que apuestan por la violencia y aducen simbolismo.

Cine dentro del cine, El sol del porvenir está llena de citas a los clásicos, Kieslowski, Demy, incluso La jauría humana, pero el marco, con un director de vida doméstica ajetreada, bloqueado durante la realización de una película, es el Otto e mezzo de Fellini. Como en Otto e mezzo, el protagonista se siente acosado por la idea de hacer “un cine sin esperanza” y decide en último término eliminar el suicidio final con el que iba a terminar su película. Lo sustituye un desfile musical en el que, como en la película de Fellini, se incluyen personajes reales y de ficción en una especie de celebración de la vida.

No les voy a engañar. Es todo muy ligero, y carece del impacto emocional de los cineastas a los que admira. Moretti muestra su impaciencia con el mundo de Netflix y los blockbusters, pero si queremos una alternativa poderosa no la encontraremos en esta película. Esto no quiere decir que no diga algo sobre nuestro tiempo. Al final, en off, se nos dice que gracias a la ruptura del Partido Comunista Italiano con el comunismo de Moscú se llegó en Italia al paraíso en el que se vive ahora. Inevitablemente, solté una carcajada ante esta última nota de sarcasmo. Lo que me parece preocupante es que creo que fui el único. 

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