'Competencia oficial': una farsa para reírse de los farsantes

Penélope Cruz, en 'Competencia oficial'.

No se puede decir que Competencia oficial sea la sátira cultural más afilada de los últimos tiempos. No hay que ir muy lejos para otorgar ese honor: en enero se emitía en la Ser Los Valientes, capítulo del programa de Juan Carlos Ortega en el que un actor ficticio era entrevistado por una susurrante locutora de radio que podría o no podría estar inspirada en Mara Torres. Una conversación de besugos en la que la entrevistadora asentía ante cada alegato pretendidamente valiente y cada frase manida que recitaba el actor, un tal Pablo Cantero que estaba a punto de estrenar un documental que criticaba el algoritmo de Netflix, producido por Netflix, y preparaba una obra de teatro que se proponía denunciar las injusticias. “¿Qué injusticias?”, preguntaba la locutora. “Todas. Por orden alfabético, de la A a la Z”, respondía él.

No ayuda a evitar comparaciones que ese Pablo Cantero fuera un actor argentino. Bien podría haberse llamado Iván Torres, como el personaje que interpreta Óscar Martínez en la película de  Mariano Cohn y Gastón Duprat. Iván también es un artista de renombre con una carrera comprometida, y también es un farsante, como quedará claro a lo largo de Competencia oficial. Todo es una farsa en esta comedia producida en España, pero con sabor argentino, que quiere reírse del llamado cine de prestigio y el motor que, según el guion de Cohn y los hermanos Duprat, guía dicho cine: el ego.

Un empresario multimillonario en plena crisis existencial se despierta un día con la necesidad de ser recordado como algo más que un magnate de la industria farmacéutica. ¿Servirá con construir un puente diseñado por un arquitecto famoso? No, finalmente se decanta por producir una película. Pero una película de las que van a festivales y ganan premios, dirigida por el mejor cineasta y protagonizada por los mejores actores. Sus intenciones y anhelos, así como las de los demás personajes que aparecerán después, son tan cristalinos como infantiles: la película no es más que el capricho de un viejo que quiere dejar su huella. “Que se sepa que la he producido yo”, dice. Cuando una obra artística nace de un deseo tan egoísta y deshonesto, mal vamos.

La directora elegida es Lola Cuevas (Penélope Cruz), una extravagante autora alabada por crítica y premios que, avisa, hará la película suya y no atenderá a exigencias ni imposiciones. Ella decide que los dos protagonistas sean Iván Torres, leyenda de la interpretación y maestro de actores, y Félix Rivero, estrella española que trabaja habitualmente en Hollywood, y que no sin intención está interpretado por Antonio Banderas. Juntos los tres se embarcarán en la tarea de adaptar al cine una laureada novela, por supuesto, escrita por un premio Nobel. Lola, bestia creativa indomable, planea hacer una interpretación muy libre. “Dejarás al menos un poco de la novela, ¿no? Que los derechos me han salido por un ojo de la cara”, le suplica el resignado productor.

El buffet de guiños, codazos y referencias morbosas está servido. Banderas, uno de nuestros actores más establecidos en el cine estadounidense, parece estar interpretando una versión caricaturizada de sí mismo (si obviamos que él ha aunado sin problemas éxito comercial con prestigio). Oscar Martínez, uno de los iconos del teatro argentino, da vida a un hombre que (aparentemente) desprecia a la estrella y al estrellato y se siente superior por su experiencia sobre las tablas. Cruz hace de una directora déspota que sacrifica el bienestar y la seguridad de sus actores en nombre de la obra que está creando. "Hemos construido una especie de Frankestein con nuestro imaginario, lo que hemos descrito y las personas que conocemos. Pero nunca desvelaremos los nombres reales de quienes nos han inspirado para crear este monstruo”, ha dicho la actriz en una presentación reciente de la película. Pero a nadie se le escapan los mitos y leyendas que rodean al director que ha moldeado su carrera, Pedro Almodóvar. Todo un juego autorreferencial que poco importará al público que no sea cinéfilo.

Aunque la ironía más grande está en la figura de ese productor interpretado con delicadeza, ternura y patetismo por José Luis Gómez. Competencia oficial está producida por la Mediapro de Jaume Roures, empresario que combina su faceta de tiburón de los medios con la de productor de obras de crítica social y política. Él fue el que recogió el Goya a la Mejor película por El buen patrón hace unas semanas, mientras muchos recordaban su criticado despido masivo de la plantilla del diario Público.

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Tal y como le gusta a Roures, la película de Cohn y Duprat tiene varias pullas muy sutiles contra el privilegio. Como una memorable escena en la que Lola Cuevas destruye los premios más preciados de los dos protagonistas de su película mientras ellos observan atados, gritando impotentes. La directora asegura que es un ejercicio de humildad necesario para que encaren el rodaje con el ego destruido, pero cuando los tres abandonan el lugar la cámara sigue rodando para mostrarnos lo que ocurre después: una trabajadora tiene que limpiar el desastre que esos artistas pretenciosos han dejado tras de sí. Otro de los detalles más delicados está en la casa donde ensayan durante semanas, un edificio vacío de espacios gigantescos y diseño moderno, la sede de una fundación estéril creada para evadir impuestos. El cine visto no como proceso creativo sino como otra mentira más nacida del dinero.

Con esta comedia, el tándem de cineastas argentinos continúa en su línea de dar luz a las contradicciones y las estafas del arte y las industrias culturales que ya exploraron en El artista, Mi obra maestra o Ciudadano ilustre. Y aunque hay en ella varias situaciones demasiado alargadas y algunos subrayados muy obvios y trillados (la tensión entre el actor prestigioso y el comercial, el anhelo de ambos por poseer lo que el otro tiene), puede que les haya quedado su sátira más redonda.

Pero no porque sea una película perfecta, sino porque es una contradicción y una estafa en sí misma. Igual que la película que quiere producir ese farmacéutico millonario, Competencia oficial nace para recibir premios (se presentó a concurso en el Festival de Venecia) y recurre a las estrellas más famosas y veneradas (es muy probable que el personaje de Lola Cuevas hubiera sido más interesante y extremo en manos de otra actriz más enérgica y estrambótica que Penélope Cruz, que a veces parece estar interpretando de nuevo a Raimunda en Volver). Y como todos esos artistas de los que se reía Juan Carlos Ortega en su programa, Mariano Cohn y Gastón Duprat pretenden dejar un poso de trascendencia y valiente reflexión. Al final, más que por sus gags y sus mofas, puede que lo más divertido de Competencia oficial sea ver cómo se anula a sí misma. Si es intencionadamente o no, no queda muy claro.

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