El “estilo CalArts” ha sido una etiqueta muy útil a partir de 2010 para diagnosticar por qué tantos dibujos animados estadounidenses se parecen entre sí. Examinando los personajes de series como Gravity Falls, Más allá del jardín o Steven Universe parecía obvia la recurrencia de unos diseños marcados por el mismo patrón: redondeados, con líneas poco voluminosas en los contornos y, en general, una cierta rigidez en su movimiento. No es que la totalidad de los artífices de esta animación hubieran estudiado en el Instituto de las Artes de California —al que se debe la expresión “CalArts”— pero algo estaba ocurriendo, y fue socorrido tirar de memoria.
Así es como se recuperó un texto del blog de John Kricfalusi —conocido como el creador de Ren & Stimpy, y también por ser una de las figuras más indeseables de la animación USA—, publicado a principios de los 2000, donde a raíz de películas como El gigante de hierro denunciaba cómo la animación mainstream se había acomodado a un molde heredado de Disney. Es decir, que Kricfalusi no se estaba refiriendo a lo que hoy entendemos como “estilo CalArts”, si bien había atisbado con el suficiente acierto determinadas ataduras en la industria. Por eso seguimos hablando hoy de “estilo CalArts”. Porque evidentemente hay una homogeneización.
Elegir la escuela de California como fuente de todos los males tiene sentido por su vínculo con Disney; hasta el punto de poder hablar de una “cantera de animadores” para la Casa del Ratón durante buena parte de su historia. Con lo que el término, en efecto, incide en la existencia de una escuela asfixiante que se vale del reconocimiento popular para seguir extendiéndose limando disonancias. Aunque, poniéndonos rigurosos, el “estilo CalArts” surge sobre todo de la tensión de la animación tradicional con el digital. Si manejamos el 2D y queremos animarlo empleando el ordenador, es mucho más sencillo cuanto más simples y concretas son las formas a animar.
Es desde este ángulo —la irrupción de la animación digital y qué queda del 2D frente a ella— donde más significativa resulta la problemática CalArts, pues nos habla de un medio en crisis de identidad. La animación que se resiste a asumir el estándar de tres dimensiones debe seguir lidiando a su modo con la manufactura digital —generando por accidente estos nuevos imaginarios— mientras, a su vez, las susodichas tres dimensiones se topan con límites inevitables en la persecución del realismo. Es lo que explica la emergencia NPR —el “renderizado no fotorrealista” que consolidó Spider-Man: Un nuevo universo y está a punto de convertirse en norma— tanto como el declive creativo de un estudio antaño tan ilustre como Pixar, que ahora estrena Elio.
Por ahora Pixar no ha utilizado el NPR y apenas el 2D —una de las codirectoras de Elio, Madeline Sharafian, firmó justamente uno de los escasos cortos de animación tradicional de Pixar, Madriguera—, ciñéndose a las contundentes tres dimensiones con las que, al fin y al cabo, empezó a liderar el mercado a mediados de los 90. El avance artístico se ha limitado sobre todo a un tratamiento cada vez más ambicioso de la luz —algo de lo que también presume Elio, en cuanto a un nueva tecnología llamada ‘Luna’ que ajusta simultáneamente los tiros de cámara y la luz que los envuelve—, mientras iba descuidando la expresividad de los personajes. Así que, en cuanto esta inercia hubo de coger peso —sumando la progresiva subordinación de Pixar al rodillo de Disney, su dueña desde 2006— el estudio se ha encontrado igualmente con el estilo CalArts.
Encuentros aburridos en la tercera fase
Películas recientes como Luca y Red —pese al modo fascinante en que esta última trabajaba la subjetividad preadolescente de la protagonista— han asumido este estilo desde el 3D, y ahora también lo hace Elio de forma más dolorosa. No solo por la pobreza de los diseños —especialmente lamentable lo de Olga, la tía del protagonista que dobla en versión original Zoe Saldaña—, sino porque el fantasma de lo derivativo atraviesa la propia narrativa del film. Todo pese a que Elio es una historia original, no una secuela, y se ajusta a esa tendencia que Pixar quiere ir clausurando en vistas del éxito de Del revés 2: la de dejar que los creadores cuenten historias personales, lindando lo autobiográfico, en vez de limitarse a la propiedad intelectual de turno.
En este caso hablamos de Adrián Molina —dado a conocer por codirigir Coco— recordando su infancia en una base militar y transmutado en Elio Solís: un chaval huérfano que sueña con conocer a los aliens para paliar su soledad. ¿Por qué Elio es derivativa entonces, si parte de una experiencia tan sincera? Pues aquí está otra de tantas tragedias de Pixar, y tiene que ver con la pesada plantilla argumental que coarta cada historia, llevándola a una serie de checks emocionales con un ritmo específico. Es lo que hacía que Luca o Elemental, pese a ser igualmente historias personales, se hundieran en lo rutinario, y es lo que pasa también con Elio cuando no atisbamos ni un solo planteamiento interesante en su tratamiento de los contactos con alienígenas.
Ver más‘Black Dog’ es una evocadora reflexión sobre los traumas históricos de China
Recurriendo a motivos sobadísimos de la ciencia ficción —que a los creadores les habrá hecho ilusión poner por citar E.T. o Encuentros en la tercera fase, pero que quizá hayan precipitado el penoso recorrido de Elio por la taquilla estadounidense—, Elio a duras penas retiene una identidad propia. No ha ayudado el turbulento desarrollo de la película —donde Molina terminó siendo sustituido por la citada Sharafian y a Domee Shi, directora de Red, según parece por la negativa de Pixar a incluir elementos LGTBIQ+—, ni desde luego el autoasumido corsé visual, que salvo alguna excepción —las orugas y los caparazones-armadura que centran la segunda mitad del film— depara unos alienígenas muy olvidables.
Elio es un poco mejor que las últimas películas de Pixar, no obstante. Tiene un humor más logrado que la media —gracias sobre todo a la utilización de los clones—, y el tema de la soledad infantil está felizmente encauzado por encima de la dichosa plantilla del estudio o lo que a todas luces huele a reescrituras apresuradas. Dentro de que es sosa como ella sola, Elio halla imágenes que respalden lo evocador de su punto de partida, interiorizando las preocupaciones de Molina más allá de moralejas o discursos psicologistas —esto, por suerte, no es Del revés 2— para poder vislumbrar en algún instante esa poesía con la que la mejor ciencia ficción sabe acicalar la melancolía humana.
El último plano de Elio, por ejemplo, es genuinamente emocionante. No tanto como para tener fe en el futuro de Pixar —marcado por tropecientas secuelas de Toy Story e historias cuya aparente originalidad pronto será torpedeada a fuerza de moldes conservadores—, pero sí para recordar otros instantes dorados del pasado. Cuando aún había quien, en lugar de mirarse a sí mismo o a lo que funcionaba, prefería dirigir la mirada a las estrellas.
El “estilo CalArts” ha sido una etiqueta muy útil a partir de 2010 para diagnosticar por qué tantos dibujos animados estadounidenses se parecen entre sí. Examinando los personajes de series como Gravity Falls, Más allá del jardín o Steven Universe parecía obvia la recurrencia de unos diseños marcados por el mismo patrón: redondeados, con líneas poco voluminosas en los contornos y, en general, una cierta rigidez en su movimiento. No es que la totalidad de los artífices de esta animación hubieran estudiado en el Instituto de las Artes de California —al que se debe la expresión “CalArts”— pero algo estaba ocurriendo, y fue socorrido tirar de memoria.