‘Black Dog’ es una evocadora reflexión sobre los traumas históricos de China

Fotograma de 'Black Dog' (Surtsey Films)

2008 es un año sobrecargado históricamente. Todo acabó, todo empezó ahí, pues convenimos en fijar entonces el inicio de la Gran Recesión y con ella el de una nueva era, que se apresuró a representar China al celebrar en su seno los Juegos Olímpicos de Pekín. El contraste fue brutal. Mientras las economías occidentales se encaminaban al colapso, China se gastaba cifras récord en sus Olimpiadas. Sofocando las críticas internacionales tanto como las disensiones internas, el Partido Comunista se marcó un total éxito logístico, que a la postre supondría algo más que la consolidación de China como potencia emergente: ya hablábamos, más bien, de un líder en ciernes.

Cinco años después fue impulsada por Xi Jinping la Iniciativa Franja y Ruta. Con algún que otro paréntesis el crecimiento económico ha sido imparable desde entonces, conduciendo a que el liderazgo mundial de EEUU se tambalee —la política ‘Pivot to Asia’, suscrita por republicanos y demócratas, busca centrar la competición en China, sin nunca llegar a fructificar por culpa de la resaca imperialista que marca sus relaciones con Oriente Medio— en paralelo a que la industria cultural del gigante asiático crezca en consonancia. China ha llegado a encabezar la taquilla mundial coincidiendo con la crisis pandémica, y frente a la tesitura descrita es de lo más curiosa la cercanía de estrenos en España de Ne Zha 2 con A la deriva de Jia Zhangke y Black Dog de Guan Hu.

Ne Zha 2 ha logrado ser la película más taquillera de la historia de China y del cine de animación —superando a Del revés 2— sin apenas exportarse fuera: se ha bastado y sobrado con el consumo interno, afín a una espectacular superproducción que convierte a los personajes de las novelas clásicas chinas en atractivos superhéroes. Frente a Ne Zha 2 tenemos entonces a Zhangke y Hu, más cercanos al cine de autor y vinculados ambos a la llamada Sexta Generación de directores chinos. Creadores en quienes las protestas de la plaza de Tiananmen en 1989 dejaron una huella indeleble, favoreciendo que hayan observado desde entonces los “progresos” de China desde el escepticismo y se hayan resistido a participar de la maquinaria promocional del régimen.

Una resistencia que, por otro lado, no ha evitado que Zhangke sea una de las figuras más conocidas del cine chino gracias a sus reflexiones poéticas sobre la historia reciente del país —a las que se adscribe A la deriva, estrenada este 27 de junio—, ni que Hu haya terminado poniendo sus esfuerzos al servicio del relato de país que más le convenga al Partido Comunista. En 2020 Hu firmó la película más taquillera del año en China, Los 800. El film recreaba un conocido episodio de la Segunda Guerra Sino-Japonesa, centrado en el asedio de Shanghái a lo largo de 1937 durante el cual unos pocos soldados chinos implantaron una heroica resistencia ante los invasores japoneses.

Al igual que haría otro taquillazo como La batalla del lago Changjin al año siguiente, Los 800 quería exaltar el patriotismo y encajar las gestas legendarias del pueblo dentro de los códigos comunicativos del partido gobernante. Sumando Los 800 a su participación en la antología My People, My Country —que en 2019 celebró el 70 aniversario de la fundación de la República Popular China—, no deja de extrañar la supuesta afiliación de Hu a la Sexta Generación ni, más en concreto, el talante crítico de Black Dog como película. Tan cercano al cine de Zhangke como para que, mira tú por dónde, este cineasta haya querido interpretar a un personaje en el film.

No obstante, y sin que nos tengamos que alejar aún de Los 800, los escasos puntos de interés de este enloquecido blockbuster residían en la construcción del espacio: cómo la puesta en escena de Hu incidía constantemente en la separación de los soldados instalados en los almacenes Sihang frente al área de concesiones extranjeras de Shanghái. Una zona lujosa, llena de ricachones y colonos occidentales, que los japoneses preferían no bombardear para centrarse en el grupúsculo militar al otro lado del río. Aunque a la larga esto no dejaba de incidir en el coraje chino el sentimiento de malestar era indudable: se incidía en la geografía para retratar cómo el sufrimiento local había posibilitado la imagen triunfal que pudiera proyectar China frente al mundo exterior.

¿No fue justo eso lo que pasó en las Olimpiadas de 2008? Hu sostiene que sí, de forma que se remonta al verano de 2008 y busca un escenario de ramificaciones conceptuales inagotables para su historia. Un pequeño pueblo lindando el desierto del Gobi al que regresa un Lang (Eddie Peng) recién salido de la cárcel, para toparse con que ha quedado prácticamente abandonado. Los inminentes Juegos Olímpicos de Pekín han exigido una drástica transformación del terreno y el desplazamiento de la población. Mientras los edificios se demuelen, los empresarios idean nuevas infraestructuras y todo va pareciendo cada vez más fantasmal, el mayor problema de quienes aún habitan el lugar parece limitarse a la cantidad de perros abandonados por los antiguos moradores.

Lang se hará amigo de un galgo —Xin, que motivó el premio Palm Dog a su paso por el Festival de Cannes en 2024, paralelamente a que el film saliera victorioso de la sección Un Certain Regard—, y la convivencia de ambos huirá de la emotividad fácil por preferir representar el trauma histórico de su país. Los puntos fuertes de Black Dog no transitan entonces por lo directamente narrativo —el guion es elíptico en el mejor de los casos, moroso y arbitrario en el peor—, sino por la construcción de espacios de sentido. Black Dog se prodiga en grandes panorámicas —con un trabajo extraordinario de composición en el plano— que empequeñecen a los personajes mientras respaldan su voluntad de relato abstracto, donde todo obedece a la extrapolación.

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Black Dog no llega a ser una fábula porque de su desarrollo no emana una moraleja o un mensaje unívoco, sino un contagioso sentimiento de melancolía y pérdida. Nunca llega a haber una confianza clara en la comunidad improvisada que se forma con el regreso de Lang al pueblo —como todo en el film, sus lazos están marcados por el extrañamiento y el hieratismo—, si bien se trabaja con gran virtuosismo algo así como un manifiesto cósmico. Black Dog descarta posicionamientos abiertamente antiespecistas pero funde con total intuición la deshumanización china en el seno de su capitalismo de estado y el sufrimiento último que esta depara en los animales: seres cuya domesticación termina siendo su condena, abanderando una naturaleza oprimida por la codicia.

La mayor virtud de la película de Hu resulta ser, entonces, el aplomo con el que dispensa imágenes para la construcción discursiva de algo que va mucho más allá de China, por hablarnos del Antropoceno en su totalidad. El retrato de este punto de inflexión en la historia nacional busca, antes que entregar directamente reflexiones sobre el presente, dar con impactos estéticos lo bastante fuertes como para que nosotros mismos las tejamos, a la escala que prefiera cada cual. Y mayormente lo logra.

El inicio, con la estampida de perros que hace volcar un autobús en pleno desierto, tiene una grandeza dolorosa que deja sin habla. Mientras que otras secuencias posteriores, como todo lo que rodea ese eclipse al ritmo de Pink Floyd, reafirman la convicción del film de que China, en su apertura al mundo, ha entregado unas claves sobre él que más nos vale comprender e interiorizar.

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